Read Ebook: The Blood Ship by Springer Norman
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Ebook has 1386 lines and 67760 words, and 28 pages
?Y entonces no hab?a peri?dicos!
Jos? Bonaparte hab?a salido, en efecto, para Valladolid, obedeciendo a su amo y hermano que le mandaba ponerse al frente del ej?rcito, mientras ?l, no escarmentado con la desastrosa campa?a de la Moscowa, se dispon?a a emprender otra nueva en Alemania contra la sexta coalici?n.
Cuando el coche, pasado el arco de San Vicente, torci? a la derecha en direcci?n a la Puerta de Hierro, Su Majestad, que hablaba con el general Jourdan, dej? a este con la palabra en suspenso, y se asom? por la portezuela para contemplar el Real Palacio que quedaba detr?s, sentado en los bordes de la Villa, con un pie arriba y otro abajo, destacando su enorme cuerpo blanco sobre las rampas de ladrillo que le sirven de trono y sobre la verdura de los ?rboles que le sirven de alfombra, Jos? Bonaparte dirigi? al edificio una mirada en la cual dif?cilmente podr?an conocerse los sentimientos de su coraz?n. Aquel abandonado albergue que ve?a Su Majestad tras s?, ?era una mansi?n risue?a, de la cual no pod?a alejarse sin pena, o, por el contrario, cueva horrorosa en cuyo recinto no hab?a sino cautiverio y tristeza? ?Era grata al intruso la idea del regreso, o se complac?a su ?nimo con el pensamiento de perder de vista para siempre la enorme casa blanca, las rojas murallas, el rastrero jard?n, entre cuyo follaje levanta su abollada techumbre la ermita de la Virgen del Puerto?...
Napole?n el Chico, that wedding; and I prar, recostose taciturno en el fondo del coche; mas no oyeron sus cortesanos ning?n suspiro como el que en parecido caso regal? a la historia Boabdil el de Granada. Reanudose la conversaci?n entre Jos? y el mariscal Jourdan. Madrid y su Palacio, y su polvo, y su claro cielo, y su aire sutil no fueron ya para el hermano de Bonaparte m?s que un recuerdo.
Salvadorcillo Monsalud era un joven de veinti?n a?os, de estatura mediana y cuerpo airoso y flexible. Su rostro moreno asemej?base un poco al semblante convencional con que los pintores representan la interesante persona de San Juan Evangelista, barbilampi?o y un poco calenturiento, con singular expresi?n de ansiedad inmensa o de aspiraci?n insaciable en los grandes ojos negros. Grave seriedad sentimental se desprend?a de su persona, de su voz y de su porte; cautivaba a todos por su cortes?a, y a las muchachas por su agraciada delicadeza no adquirida con la educaci?n, pues hab?a nacido en cuna muy humilde. Era como el Evangelista, algo t?mido y muy circunspecto, lo cual no resultaba ?til en este siglo, ni aun cuando principiaba. Con su traje de guardia espa?ola, Monsalud estaba muy gallardo, pero sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de afici?n: era su figura la de un soldado en yema o campe?n verde que a?n no se hab?a endurecido al sol de los combates, ni acorazado con la fanfarrona soberbia de una larga vida de cuarteles.
Eran los individuos de estos cuerpos muy aborrecidos y escarnecidos en Madrid, por servir al enemigo intruso, tirano y ladr?n de la patria; pero Monsalud no se preocupaba de esta falta de estimaci?n que al recaer sobre la infame bandera, alcanzaba tambi?n a su humilde persona. Aunque el joven ten?a ideas y no pocas, si bien revueltas, confusas y desordenadas, a?n no pose?a las que com?nmente se llaman ideas pol?ticas, es decir, no hab?a llegado, a pesar del vehemente ardor de la generaci?n de entonces, al convencimiento profundo de que la soluci?n nacional fuese mejor o peor que la extranjera. No faltaba ciertamente en su coraz?n el sentimiento de la patria; pero estaba ahogado por el precoz desarrollo de otro sentimiento m?s concreto, m?s individual, m?s propio de su edad y de su temple: el amor. Est? escrito que en ciertos casos, tal vez siempre, el rostro de una mujer tenga mayores dimensiones y ocupe dentro del universo m?s grande espacio que las inmensidades materiales y morales de la patria. Por esta causa, por este aparente absurdo, Fernando el Deseado y Jos? Bonaparte eran a los ojos de Monsalud, dos figuras lejanas y peque?itas, que apenas se parec?an en las nieblas del cerrado horizonte.
Qui?n era la persona que as? llenaba la fantas?a y ocupaba las potencias todas del alma de este joven, sabralo el lector m?s adelante, cuando con sus propios ojos la vea y oiga su vocecita y conozca su historia. Monsalud estaba solo en Madrid, porque realmente para ?l los cien mil habitantes de la capital no eran nadie, ni su amigo y su t?o eran tampoco gran cosa. La soledad y la distancia hab?an ahondado el hoyo de su pensamiento, dentro del cual tristemente se revolv?a, escarbando con ardor por todos lados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.
Hemos dicho que ten?a un amigo, s?: Juan Bragas, joven nacido como Monsalud en el lugar de Pipa?n, y que, poseedor de mayores recursos y valimiento, hab?a resistido a las primeras escaseces de la vida cortesana, pescando al fin, por lo muy pedig?e?o y sumiso, una pluma de ganso en las covachuelas. Juan Bragas era, pues, covachuelista, es decir, palote ?rido y enteco en el cual deb?a injertarse despu?s la vigorosa rama del funcionario p?blico. Su car?cter difer?a mucho del de Monsalud, y, sin embargo, se juntaban ambos j?venes con sumo gusto para charlar y referirse sus respectivas desventuradas aventuras.
Juan Bragas carec?a por completo de imaginaci?n y de sensibilidad fina; pero sab?a poner las cosas en su sitio, y ten?a el mejor ojo del mundo para ver todos los objetos en su tama?o real; pose?a, en suma, aquel poderoso instinto aritm?tico que a ciertas organizaciones, quiz?s las m?s influyentes hoy, les sirve para reducir a cantidad o a tama?o, mejor dicho, a una forma visible y f?cilmente apreciable, todos los hechos de la vida en lo moral y en lo f?sico. Bragas no se equivocaba nunca: ten?a en sus juicios la infalibilidad de las matem?ticas. Monsalud era una equivocaci?n perpetua: llevaba infiltrado en su naturaleza el error constante y todas las deslumbradoras mentiras de la poes?a.
A pesar de esto, no re??an nunca y se quer?an de veras. Quiz?s ha dispuesto Dios que el mundo se componga de un Monsalud y de un Bragas. ?Oh, admirable armon?a y concordia sublime! Las cuerdas del harpa no exhalar?an, no, su armoniosa voz, si no existiera una caja vac?a y seca, una especie de ata?d oscuro que retumbase bajo ellas, y vibrase agrandando los sones en su desnuda concavidad que podr?a servir de despensa.
Cuando Monsalud estaba libre del servicio iba a buscar a Bragas, el cual limpiaba una tras otra las amarillentas plumas, guard?ndolas en el caj?n con tanto cuidado como guarda un cirujano sus instrumentos; se quitaba despu?s los manguitos negros, se desperezaba, y tomando con la diestra mano el sombrero, y despidi?ndose con la zurda de don Gil Carrascosa, jefe de la oficina, sal?a a la calle. Ambos j?venes dirig?an sus pasos por lugares no muy concurridos, bajando frecuentemente al campo del Moro, a la Virgen del Puerto, o bien se lanzaban intr?pidos a las ondas de polvo del cerrillo de San Blas, o de la vuelta exterior del Retiro.
Un d?a, que debi? de ser all? por los ?ltimos de mayo de 1813, Bragas y Monsalud hablaron de esta manera:
--Amigo Juan Bragas, estoy de enhorabuena porque al fin voy a dejar este maldito pueblo que aborrezco. Los franceses se retiran ma?ana y yo con ellos.
--?A Francia?
--O por el camino de Francia, al menos --a?adi? Monsalud--, con lo cual dicho se est? que pasar? por la Puebla de Arganz?n, nuestra querida villa. An?mate, Juan... Ya me parece que estoy entrando por la calle Real; que me acerco a mi casa sin que mi madre lo sospeche; ya me parece que llego, empujo la puerta, y me presento dando gritos y porrazos. A mi madre se le cae la calceta de la mano, corre a echarse en mis brazos, y la aguja de media que lleva sobre la oreja, se me clava en la frente... El coraz?n me baila en el pecho, amigo Bragas, cuando tales cosas pienso.
--De veras te digo que pareces c?mico --dijo Bragas riendo--. ?Qu? bien sabes fingir y representar una cosa que no es verdad!
--Y luego --a?adi? Monsalud--, saldr? de mi casa, y paso a paso ir? junto a Nuestra Se?ora de la Asunci?n, a cuya plazoleta caen las ventanas de Generosa, y arrojar? una chinita a los vidrios...
--Para que se asome Jenara con su pa?uelo encarnado sobre los hombros... La p?cara, ?qu? guapa es! --afirm? Bragas--. Me parece que la estoy mirando, cuando bailaba contigo en casa del maestro Ronda?a. Salvador, ?te acuerdas de aquel lunarcito que tiene sobre el rinc?n derecho de la boca? ?Santa Virgen, qu? rinconcito!
--Para retirarse a ?l y decir: <
--?Pues y aquel modo de mirar, y aquel reconcomio de ?ngeles divinos, cuando se menea, o alza los hombros, o le da a uno las buenas tardes? Par?ceme que la oigo: <
--?Ay, amigo! --exclam? el joven soldado dando un suspiro--. ?Cuando uno piensa que ha tenido todo eso y todo eso ha perdido!...
--?Miren el Juan Lanas! Valiente hombre tenemos aqu? --dijo el de la covachuela mof?ndose de la sensibilidad un tanto exagerada de su amigo--. ?chate a llorar, ponte flaco y amarillo, y echa suspiritos al aire por una mujer, por un lunar bien puesto encima de una boquirrita. Mira, Monsalud, si t? eres necio, yo no lo soy. Ya te lo he dicho varias veces: las mujeres para un rato, y nada m?s. Mucho de te quiero y te adoro; pero despu?s... puntapi?. Eso de llorar y entristecerse, decir palabrotas y quererse morir por una de tantas, es propio de bobos.
--T? no sabes lo que es el amor, Juan Bragas --dijo el soldado--, o mejor dicho, crees que viene a ser algo semejante a un plato de estofado.
--Ni m?s ni menos. Un plato de estofado repugna despu?s de haber comido... Por consiguiente, no te acuerdes m?s de la Generosa, que a buen seguro ella se acuerda de ti como de las nubes de anta?o. Los paisanos que llegaron el otro d?a me dijeron que se iba a casar con el hijo de don Fernando Garrote, el cual tiene m?s dinero que pes?is t? y Generosa juntos.
--?Con el hijo de don Fernando Garrote, con Carlitos Garrote! --murmur? Monsalud palideciendo--. Juan Bragas, si vuelves a decir eso delante de m?, te cojo y... vamos, te cojo y te ahorco de un ?rbol.
--?Piedad, se?or m?o! --dijo Bragas deteni?ndose ante su amigo y haciendo grotescos gestos--. Est? usted enamorado, o lo que es lo mismo, imb?cil, y los imb?ciles suelen ser graciosos.
--Bragas, eres una bestia --dijo el soldado--. Para ti no hay m?s vida que el forraje que te echan todos los d?as en casa de tu patr?n, don Mauro Requejo. Siento tener por amigo una bestia; pero, en fin, eres un buen muchacho: tu solo defecto es que coceas de vez en cuando.
--Pero jam?s he llevado sobre m? la albarda del enamoramiento. Ven ac?, hombre sin seso, ?de qui?n est?s enamorado? De Generosa. ?La ves acaso? ?No est? a cien leguas de donde t? est?s? ?No te dijo su abuelo que jam?s casar?as con ella por ser t? un triste pel?n y tener tus arcas rasas, lisas y mondas como fondo de mortero de piedra? De modo que est?s queriendo a una sombra, a un imposible, a una ilusi?n, a una telara?a: justo, esa es la palabra, a una telara?a.
--Juan --repuso Monsalud--, al o?rte me confirmo en que eres un saco de carne, con dos agujeros que llaman ojos, para ver lo que se le pone delante, y boca y barriga para comer y llenarse de bazofia todos los d?as. Cada hombre tiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabemos cu?l es.
--Y el tuyo lo veo yo clarito tambi?n: holgazanear, mirar a las estrellas cuando las hay, taconear por las calles para llamar la atenci?n de las costureras que pasan, no tener que comer, y ser toda la vida un se?oritico ca?ihueco y hambr?n.
--Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigo Bragas, que yo ser?a mucho m?s feliz si fuese como t?, es decir, un saco con sentidos. Pienso muchas veces en mi porvenir y digo: <
--Pues yo creo que marcha admirablemente --dijo Bragas riendo--. ?Tambi?n quieres enmendar la obra de Dios?
--No digo tal: quiero decir que esto no va bien; no s? si me explico. Si t? tuvieras siquiera un pedazo de alma, tendr?as las inquietudes y los deseos que yo tengo, y estar?as enamorado como yo lo estoy. Es un padecimiento; pero no puedes formarte idea de que se te quita este padecimiento, sino haci?ndote cargo de que est?s muerto. Vivir curado del mal de amores es cosa que la mente no puede concebir, Braguitas.
--Dime, Salvador --indic? el covachuelo con adem?n festivo--, ?piensas seguir as??... Te juro que vas a hacer bonit?sima carrera. Por ese camino de los amorosos sufrimientos y del suspirar y escupir sangre se va a general en poco tiempo.
--?Y qui?n te ha dicho que yo quiero ser general en dos palotadas?... Lo que digo es que yo ser? alguna cosa que meta ruido.
--Siendo militar y tambor, en efecto, puedes meter mucho ruido.
--All? lo veremos... ?Y t? qu? piensas ser?
--?Yo? Dificilillo es anunciarlo desde ahora, se?or Monsalud; pero no me quedar? de monago. Sepa us?a que en el fondo de mi ba?l tengo siete duros.
--?Y qu? haces que no pones un buen comercio o un segundo Banco de San Carlos?
--Por poco se empieza. Yo sacar? el pie del lodo, se?or Monsalud. Y no me pidas prestados los siete duros, porque m?s f?cil ser? que saques un alma del infierno que sacar mis soles del fondo del arca donde los guardo. Como no me he de enamorar, ni siento comez?n de echarme vinagrillo de los Siete Ladrones en el pa?uelo, all? se estar?n hasta que vayan otros tantos a hacerles compa??a. Con que perdone por Dios, hermano, que no tenemos suelto.
--Bien sabes que nunca te he pedido nada.
--Pero pudiera ocurr?rsete cualquier d?a, Salvador. T? vas sacando malas ma?as... Ahora que te vas al Norte, asistir?s alguna batalla... Como no faltar? alg?n pueblo que entrar a saco, mucho ojo, amiguito, y mete mano.
--Descuida, soy buen amigo: si despu?s de una batalla se reparte bot?n y me toca algo, te lo mandar?.
--Hombre, no es mala idea... Pero si te tocase alguna herida o descalabradura, puedes quedarte con ella.
--Oye, Juanillo --replic? vivamente Monsalud--, ?no dices que tu mayor gusto consistir?a en ser ministro del rey para tener mucho dinero y hacer mucho bien, llenarte de gloria y morir honrado y bendecido?
--S?.
--Pues te guardas el dinero, ?eh?... y la gloria, la honra y las bendiciones me las mandas.
As? pensando y discutiendo, a veces ri?endo y regal?ndose el uno al otro palabras un poco fuertes; haciendo luego las paces para prometerse amistad invariable, dieron nuestros dos amigos la vuelta del Retiro, y cuando tornaban a Madrid por la calle de Alcal?, vieron que discurr?a de arriba abajo mucha gente, y que contraviniendo las disposiciones de la polic?a francesa, en todas partes se formaban grupos. Ped?anse las personas unas a otras las noticias, arrebat?ndoselas de la boca y coment?ndolas para soltarlas luego desfiguradas. Cu?l aseguraba saber mucho, cu?l, ignor?ndolo todo, se hac?a repetir hasta tres veces la misma any of his tricks witdrile?os parec?an sorprendidos, y los m?s, alegres.
Al punto pararon mientes Monsalud y Bragas en aquella estupenda novedad de los corrillos y de la animaci?n que se repet?a, a pesar del Gobierno, siempre que llegaban noticias de alguna batalla. Deseosos de conocer la verdad de lo que ocurr?a, husmearon en varios grupos; mas no viendo caras conocidas en ninguno de ellos, no se atrevieron a meter su cucharada y se contentaron con algunas palabras sueltas. Pero hacia las Baronesas crey? Bragas o?r la voz de don Gil Carrascosa, abate anta?o, y por entonces covachuelista en la misma covachuela del covachuelado mancebo. Acerc?ronse y vieron que el licenciado Lobo ven?a a su encuentro, juntamente con don Mauro Requejo y el se?or Canencia. Fundi?ronse todos en el grupo, a punto que Carrascosa dec?a:
--Ma?ana salen de Madrid los franceses. Parece que ahora va de veras, se?ores patriotas, y que no volver?n m?s. El rey Jos? est? muy apretado y no puede pasar, seg?n dicen, de la l?nea del Ebro. Aqu? no quedar? un solo franc?s, ni un solo jurado, ni un solo polizonte, ni un solo jacobino. Respira, ?oh patria!
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