Read Ebook: Quilito by Ocantos Carlos Mar A
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Ebook has 1402 lines and 84014 words, and 29 pages
BIBLIOTECA de LA NACI?N
CARLOS M.? OCANTOS
QUILITO
BUENOS AIRES 1913
Derechos reservados.
Imp. de LA NACI?N.--Buenos Aires
QUILITO
--?Caballero! ?una cedulita? ?una cedulita, caballero?--como muletilla de mendigo.
--?Pampa! que tienes que lavar las medias del ni?o, y traer az?car del almac?n y limpiar el espejo de la sala, que est? perdido de moscas.
Y vuelta al traj?n, sin una queja, encerrada en su mutismo de salvaje, no desbastada a?n. Y las medias quedaron lavadas, y se trajo el az?car y se limpi? el espejo; pero, entonces, faltaron f?sforos y hubo que poner un remiendo.
En el patio de la cocina, el ?ltimo de la casa, tan fr?o que la humedad trazaba verdosos arabescos en la pared sin cal, trabajaba la chica febrilmente. Un apetitoso olor de guisado sal?a de la cocina abierta, donde una genovesa cerril mov?a esp?tulas y zarandeaba cacerolas, envuelta en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas; en las habitaciones altas, las del ni?o, se o?a el chasquido del cepillo.
--?Pampa!--chill? all? arriba una voz atiplada.
Y como la muchacha tardara en contestar, el cepillo sali? disparado de las alturas y, rebotando contra los pelda?os de la escalera, vino a caer en medio del patio.
--A ver si te mueves, ?china salvaje!--chill? de nuevo la voz atiplada.
Y cay? otro proyectil, un frasco vac?o, que explot? como una bomba. La muchacha ech? a correr escalera arriba, a tiempo que sal?a del comedor misia Casilda, con su cara de mu?eca sin expresi?n, tan rosada y lustrosa que de porcelana parec?a, y el pelo partido al medio y recogido detr?s de las orejas, ennegrecido y pegado a la frente por el cosm?tico.
--?Qu? hay? ?qu? esc?ndalo es ?ste? La cocinera se mostr? en la puerta de su santuario, limpiando sus manazas en el sucio delantal.
--?Pues el ni?o, se?ora!--dijo en su jerga endiablada.
Ya la india bajaba la escalera, con un cubo en la mano. Naturalmente, ?qui?n hab?a de ser sino ella? Siempre que el ni?o llama, ha de incomod?rsele. En concluyendo de servirle, a poner la mesa, que ya es tarde, y la salida queda para otro d?a.
Est? bien; ?ya no saldr?a Pampa! Entr? en el comedor, sin chistar, y puso la mesa con el orden y simetr?a de siempre: en la cabecera, el cubierto de don Pablo Aquiles; en el lado de la derecha, el de misia Casilda, y a la izquierda, el del ni?o; luego, los vasos, el pan, la servilleta... nada olvidaba, y si, por acaso, comet?a una torpeza, all? estaba la mu?eca de porcelana, vigilante en el sof?. Entretanto, hab?a obscurecido ya; se encendi? luz, y el comedor apareci? tan pobre, tan fr?o y desmantelado, que m?s hubiera valido no encenderla: la calva de don Pablo Aquiles, sentado delante de la apagada chimenea, resplandeci? como bru?ida patena, y las frutas, aves y peces de los cromos que adornaban las paredes, se animaron con la crudeza de sus colorines. Daba la chica la ?ltima mano a su tarea, cuando son?, de nuevo, la voz atiplada en las alturas.
--?Voy, ni?o, voy!--repiti? maquinalmente Pampa.
Y escabull?se del comedor y subi? a saltos la escalera del patinillo y volvi? a bajar y a subir con los zapatos del ni?o y la ropa del ni?o y la camisa del ni?o... El cielo estaba obscuro y a intervalos los cohetes estallaban con alegre estampido, trazando en el espacio un reguero de fuego y deshaci?ndose en fant?stica lluvia de colores.
Pampa sali? a la puerta de la calle y se sent? en el umbral. ?La dejar?an tranquila, ahora? El ni?o acababa de vestirse, los se?ores charlaban en el comedor; la mesa estaba puesta; ya que no la plaza, ni las ni?as de banda azul, ni las se?oras de la rifa, ni tanto detalle curioso del animad?simo cuadro que ofrece aquel d?a de las fiestas patrias, ver?a los cohetes desde la puerta; y era mucho, si la dejaban. La casa era de estas bajas, trazada seg?n el patr?n antiguo, que la piqueta del progreso va ahuyentando del centro de la ciudad: una puerta y dos ventanas a la calle; el zagu?n recto hasta el fondo, cortado por dos patios embaldosados y el comedor abriendo sus puertas sobre ambos; y a la derecha, cuatro o seis habitaciones en fila; plantas y aljibe en el primer patio, la escalerilla de las piezas altas en el segundo, cuyo maderamen pintado de verde se ve desde la calle. Las pinturas murales del zagu?n; los figurones de las cornisas; el caprichoso enrejado de las ventanas; el alegre color del frente, ya azul, ya verde, ya rosa, en su nota m?s tenue y apagada, da un aire coquet?n al conjunto, que se convierte en interesante y misterioso, si el transeunte es impresionable y ve, detr?s del visillo alzado de la sala, dos ojos criollos, que ven sin mirar y hablan sin voz. Desgraciadamente, en esta casita de la calle de Moreno, en cuyo umbral se hab?a sentado Pampa, no se ve?a tras los visillos m?s que la figura acartonada de misia Casilda, en las tardes de los d?as festivos... La calle, con ser central y la hora temprana, estaba desierta; el fr?o era crud?simo. Miraba al cielo la peque?a india, como en ?xtasis; los cohetes sub?an tan alto, que parec?a iban a agujerear la negra b?veda. El chico del almac?n sali? para un recado, y al pasar ech? la zarpa a los pelos ?speros de la muchacha, verdadera diadema de cerda, y la obsequi? con un tir?n, a guisa de saludo.
--?Malo!--dijo ella.
--?India!--dijo ?l.
Y se alej?, sacando la lengua. Al rato volvi?.
--?India, Pampa, china fea!--dijo adelantando la zarpa de nuevo.
Ella le pidi? casta?as; ?l la di? un puntapi?. Y se march?, sopl?ndose los dedos: tanto fr?o hac?a. La muchacha acab? por sentirlo: abrig?se como pudo, pegada a la pared, y cerr? los ojos, para contemplar mejor las cosas lindas de la plaza: tanta bandera, tanta gente endomingada, los globos, la m?sica y los cohetes... La fatiga del trabajo diario la venci? y qued? dormida, en el umbral, dando al olvido el servicio de la mesa. Y como siempre que so?aba, ve?a a su madre, perdida, como sus hermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujo con fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestado de curiosos; sobre la cubierta el mont?n de indios sucios, desgre?ados, hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado, cohibidos y temblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del marido; las madres, apretando a los hijos junto a los senos escu?lidos y tratando de ocultar a los m?s grandes bajo sus andrajos... Y un militarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al reparto entre conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer del marido, al hermano de la hermana, y lo que es m?s monstruoso, m?s inhumano, m?s salvaje, al hijo de la madre. Todo en nombre de la civilizaci?n. Porque aquella turba miserable es el bot?n de la ?ltima batida en la frontera...
Detr?s de los cristales de la puerta del comedor, apareci? una sombra: la se?ora Casilda escudri?aba en la obscuridad; pero estaba la chica tan arrebujada, tan perfectamente escondida dentro de su refajo y enroscada, por as? decirlo, sobre el umbral, que era dif?cil distinguirla. La se?ora repiquete? con los dedos sobre el cristal y Pampa di? un salto, despertada bruscamente por este llamamiento, que ella conoc?a bien.
--?Voy, ni?o, voy!--barbot? medio dormida.
Ambos pu?os en los ojos, entr? sin darse mayor prisa. ?Vamos! no la dejar?an tranquila nunca.
En el comedor, don Pablo Aquiles ocupaba todav?a el sill?n y misia Casilda hab?a vuelto a sentarse en el sof?, sus manos de cera extendidas sobre la falda negra; se esperaba al ni?o, a Quilito, que hab?a subido a su cuarto y nunca acababa de bajar a comer. La cocinera asom? dos o tres veces su cara encendida.
--Espere usted que el ni?o baje--dec?a la se?ora con su voz de flauta.
--Vargas, que no deje usted de venir. Vargas, que ya sabe usted que a S. E. le complace que vengan todos los empleados.
Prometi? ir, pero no fu?. No fu?, porque no pudo; porque los ochenta pesos de su sueldo no le alcanzaban para comer, pagar la casa... y las cuentas de Quilito, la esperanza y el orgullo de la familia. ?Qu? le dir?a el jefe al d?a siguiente? Iba a entrar en la oficina sin hacer ruido, tratando de no llamar la atenci?n, y sin chistar se sentar?a en su despacho y trabajar?a hasta las seis, sin levantar cabeza. Y si a la hora del te, en que pasan los negros con las bandejas repletas de tazas, ven?a el jefe, como de costumbre, a liar un cigarro y echar un p?rrafo, le dar?a cualquier excusa, porque ?l era hombre tan estricto en el cumplimiento de sus deberes, que consideraba falta grave haberle dicho que ir?a y no haber ido. Volvi?ndose a su hermana, m?s atenta a sus manos que a su discurso, exclam?:
--?Qui?n dir?a que un Vargas, Casilda...?
No concluy? la frase, pero sobrada elocuencia ten?a el movimiento melanc?lico de su cabeza. Cuando se ha tenido y ya no se tiene, el pan negro se hace m?s amargo y el blanco m?s deseado, y los Vargas lo hab?an comido sobre manteles de holanda...
--Ese Quilito que no baja--dijo impaciente la t?a.
Siempre que don Pablo Aquiles volv?a de la oficina, ?ste era el tema favorito de conversaci?n con su hermana; sentado al lado de la lumbre, cuando hab?a le?a, y mirando melanc?licamente los pajarracos de la pantalla de chimenea, cuando ?sta estaba apagada. Pero en esta noche del 25 de Mayo, no era s?lo su falta en el cortejo lo que le preocupaba: hab?a tenido un encuentro aquel d?a, ?y qu? encuentro! en la calle Florida, en el sitio m?s frecuentado, cuando iba ?l m?s distra?do; ?catapl?m! la gente esa, la familia de Esteven, frente a frente, a pie, en la misma acera; la mam? y las dos ni?as, tan esponjadas y orgullosas, que rebosaban de la acera. Aqu? misia Casilda dej? de mirar sus manos, y se puso p?lida, muy p?lida.
--Y ?qu? hiciste?--pregunt? ansiosa;--cruzar?as la calle, sin mirarlas.
--Me qued? plantado--contest? don Pablo Aquiles.
La se?ora protest?. Siempre hab?a de ser el mismo. Haberse hecho el indiferente, y seguir su camino, como si tal cosa, canturriando algo para darse aplomo; que, al fin y al cabo, quien debiera perderlo era ella, Gregoria, como mujer y casi c?mplice del picaronazo de su marido. Pues ?qu?! no era la primera vez que ella se las hab?a encontrado, no en la calle, frente a frente, sino en tiendas, lado a lado, viendo telas y regateando con el dependiente, como si no tuvieran lo poco suyo y lo mucho de los otros, total, una gran fortuna; y sin embargo, ella... tan tranquila. No ten?a por qu? ponerse colorada y a soberbia nadie le ganaba. Con esto, estaba misia Casilda tan agitada, que su cara de mu?eca se hab?a encendido, hasta el punto de hacer dudar de su aserto.
--Pero, Casilda--dijo don Pablo Aquiles,--es nuestra hermana, ?podremos negarlo?
--S?, lo niego; el parentesco no lo hace la sangre, sino el cari?o, ?qu? quieres? yo soy as?.
?No era cosa que clamaba al cielo que, mientras ellos com?an los mendrugos de la miseria, ?l, atado al potro de una oficina, esclavo de un sueldo miserable y expuesto el d?a menos pensado a un puntapi? del ministro; ella, lidiando con el traj?n de la casa, sin m?s criados que aquella indiecita y la italiana, remendando ropa, punteando medias y hasta fregando cacerolas, si era menester; Quilito, ese pobre muchacho, obligado, muchas veces, a hacer mal papel entre sus amigos, ?l, que naci? entre encajes; los Esteven, ladrones de su fortuna, se regalen y se den la gran vida con lo que no es de ellos, con lo que han robado, s?, se?or, robado? Daba a esta palabra tal acentuaci?n, que parec?a un latigazo. ?Y luego, pretender perd?n y olvido! Bastante se hab?a hecho con evitar el esc?ndalo, no acudiendo a los tribunales, content?ndose con romper toda relaci?n. En cuanto a Gregoria , hab?a demostrado tener menos coraz?n y menos entra?as que el brib?n de don Bernardino; porque ?ste no ten?a en sus venas sangre de los Vargas, y por eso la chupaba sin remordimiento, pero ella era Vargas por los cuatro costados, y sin embargo, le ayudaba a chuparla. ?Hab?a nunca pronunciado una palabra de reconciliaci?n? ?No se hab?a mantenido encastillada en su orgullo, fulminando con su insolente desprecio a sus hermanos despojados?
--Lo que hay, Casilda, lo que hay, es que los pillos reciben su recompensa en este mundo y los buenos tienen que esperar al otro para alcanzarla, y seg?n es ?sta de problem?tica y aqu?lla de positiva, casi le vienen a uno ganas de encanallarse, ya que de los pillos es el reino de la tierra.
Catalina, la genovesa, avis? una vez m?s que la comida se pasaba.
--?Y ese Quilito? ?qu? hace ese muchacho?
--Ir? yo a llamarle--dijo la se?ora.
Sali? y subi? a las habitaciones altas, donde encontr? al ni?o de la casa, a medio vestir todav?a, plantado delante del armario de luna, a tirones con la corbata, que no consegu?a poner a su gusto.
--Pero, ?Quilito!--dijo la se?ora en la puerta,--?acabar?s?
--Entre usted, ti?ta Silda, as? me ayudar? a atar la corbata.
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