Read Ebook: Quilito by Ocantos Carlos Mar A
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Ebook has 1402 lines and 84014 words, and 29 pages
--Entre usted, ti?ta Silda, as? me ayudar? a atar la corbata.
Era ?l delgaducho y endeble, rubito y an?mico, los ojos azules, muy grandes y muy abiertos, ojos de tonto o de inocente, como angelote de retablo; estatura, menos que regular; se?as particulares, ninguna... al parecer. El cuarto era una liorna: las prendas de vestir se ve?an desparramadas por el suelo y sobre los muebles; todos los cajones abiertos y el espejo del lavabo tan salpicado del agua de la palangana, que parec?a sudar de fatiga; un ligero tabique divid?a la habitaci?n en dos: la primera hac?a las veces de despacho o pieza de estudio, con una mesa en el centro, en que andaban revueltos los libros y los papeles, advirti?ndose m?s novelas que textos y m?s ?lbumes de fotograf?as que cuadernos de apuntes; y la segunda, alcoba y gabinete a un tiempo, con el techo muy bajo y las puertas muy estrechas; todo modesto, casi humilde, pero asead?simo, como que la escoba y el plumero de Pampa hac?an maravillas, bajo la inteligente direcci?n de misia Casilda.
--Vamos a ver esa corbata--dijo la complaciente t?a,--y acabemos de una vez, que tu padre espera.
Y mientras anudaba los lazos a su gusto, con tal esmero que pon?a en ello sus cinco sentidos, el joven, con la cabeza echada atr?s para facilitar la operaci?n, se impacientaba porque aquello conclu?a nunca. Al fin estuvo listo, se mir? y se remir?; ahora el chaleco, luego, el frac...
--?Sabe usted, t?a, que me ajusta un poco? ?Qu? sastres!
Entretanto, la se?ora hab?a quedado parada delante de un grabado puesto en la cabecera de la cama, en lugar de la imagen de San Pablo, que yac?a descolgada irreverentemente de su clavo. Y hab?a por qu? quedarse parado, pues el tal cuadrito representaba una dama en traje tan primitivo, que no pod?a darse m?s, ?qu? horror!
--Pero, ?Quilito!--exclam? la t?a escandalizada,--y aqu? entra esa criatura y ver? esta verg?enza.
Y ?l, sin volverse, muy tranquilo:
--Si es la Verdad, t?a, o la Fuente, que no lo s? bien, ?puede darse nada m?s natural?
Indudablemente, en cuanto a natural, lo era, y aun sobraba.
--?C?mo estar? Col?n esta noche, t?a!
?Por qu? no iba ella a la cazuela? Mucho calor y mucha gente, pero una noche de las fiestas Mayas no debe desperdiciarse. El ten?a una butaca, que le hab?a regalado, ?a qu? no sab?a qui?n? ?Jacintito Esteven! Este nombre hizo en la t?a el efecto de una picadura. Si ya sab?a que andaba en grande con el chico de Esteven, pero ella no se lo perdonaba, porque no deb?a olvidar que aquella familia era enemiga de la suya y la causante de la triste situaci?n en que se hallaban.
--Pero, ?qu? culpa tiene Jacintito, t?a Silda? Es un excelente muchacho, muy alegre y muy trabajador, a pesar de su fortuna; ?ha puesto un escritorio de corretajes en la calle Piedad!
Con la t?a Goya era otra cosa; ?l no la saludaba, y en cuanto a don Bernardino, no hac?a a?n dos d?as le hab?a tomado la acera, dispuesto a armar camorra. Bien sab?a Jacinto que ?l no pod?a verles, a causa de los disgustos de familia, pero no por eso eran menos amigos; todas las tardes se reun?an en el escritorio, y all? discut?an si deb?an entrar o no en la jugada burs?til del d?a. Porque ?l jugaba en la Bolsa, s?, se?or, convencido de que la carrera de abogado no le sacar?a nunca de pobre, y de que, despu?s de mucho romperse la cabeza, alcanzar?a un t?tulo, que no sirve de otra cosa, que para adorno del apellido, y se ver?a obligado a mendigar un empleo, que no conseguir?a sino a fuerza de hacer antesala a mucho tipo con influencia y sin educaci?n, y de gastar saliva y paciencia. El ten?a que ser rico, abrigaba el firme prop?sito de serlo y lo ser?a. Y del modo m?s f?cil, sin matarse trabajando, ni vaci?ndose el cerebro; sin que sufran ni los brazos ni los sesos; juego a la alza, sube el oro, gano; juego a la baja, baja el oro, gano. Y se necesita ser muy torpe y muy desgraciado, para que suceda lo contrario. Si la suerte le favorec?a, bueno; si no... se pegaba un tiro. Tan cierto, como ahora es de noche.
Misia Casilda tom? a lo serio aquello y se asust?. ?Vaya un bonito modo de pensar! Qui?n le met?a a ?l en la Bolsa, sin experiencia y sin fondos, porque, sin duda, para comprar oro y comprar acciones, y jugar a la baja o a la alza, como ?l dec?a, se necesita tener con qu?; lo mismo que en la ruleta de los garitos. El joven se ri?.
--Pues no, no se necesita, y ah? est? la gracia. Se da orden al corredor de comprar tanto o cuanto, y una vez hecha la operaci?n y llegado el d?a de liquidar, se deducen las ganancias o las p?rdidas, y en caso de mala suerte se paga o no se paga.
Perfectamente. Para pagar se necesita dinero y para no pagar, no tener verg?enza, y como ella sab?a, que escaseaba tanto de lo uno, como le sobraba lo otro, pues no pod?a creerse otra cosa, le aconsejaba que se dejara de alzas y de bajas y se ocupara seriamente de sus estudios, que deb?an andar muy descuidados con aquella man?a de la Bolsa, que le hab?a entrado. Si no hay cosa mejor que ganarse el pan honradamente, por sus cabales, con tes?n, sin impaciencias ni desfallecimientos, que as? se va lejos, y de golpe y porrazo no puede hacerse nada bueno. Quilito volvi? a re?rse.
Bien se ve?a que el tal Jacintito le hab?a imbu?do aquellas ideas; ?si siendo Esteven no pod?a ser bueno! Quilito ensayaba el frac delante del espejo. ?Cu?n equivocada estaba! era excelente... y luego tan cari?oso con sus hermanas, y Susana y Angelita se lo merec?an todo, francamente. ?No le parec?a que los faldones no ca?an bien?
--Lo que no cae bien--replic? con acritud misia Casilda,--es tanto elogio de osa gente en tu boca.
--Conv?nzase usted, t?a, que es porque no les conoce; los viejos ser?n todo lo que usted quiera, pero los hijos son diferentes.
Susana y Angelita eran las muchachas m?s bonitas de Buenos Aires, sin exageraci?n; en Palermo no se ve?a nada mejor. Luego, con una educaci?n de primera, amables, sencillas... Sigui? ensartando alabanzas, hasta que la se?ora se impacient?.
--Mira, Quilito, que no seremos amigos, si no dejas ese tema; ya sabes cu?nto me desagrada.
--?Oh! ti?ta Silda... ?pues no faltaba m?s!
Estamp? un beso sonoro en la lustrosa mejilla de la se?ora, acompa?ado de cari?osos palmoteos en la espalda.
--Eres un loco, ?cu?ndo sentar?s el juicio?
No le quitaba ojo, admirada de su aire desenvuelto y de lo bien que le ca?a el traje de etiqueta; la luz del gas le volv?a m?s p?lido y se?alaba sus profundas ojeras, esa huella de las malas noches que no puede ocultarse. El, mientras hac?a jugar el resorte del claque, ensayaba la petitoria de ordenanza, algo para llevar en el bolsillo, dos pesos siquiera, que le promet?a devolver intactos; como despu?s del teatro, es fuerza ir a tomar cualquier cosa al caf? y cuando llega el momento de pagar al mozo, es costumbre echar mano a la cartera, discutiendo con los amigos el mejor derecho a satisfacer el gasto, ?l, siempre que llegaba el caso, mostraba el billete sin soltarlo, mientras daba tiempo al vecino de saldar cuentas. ?Qu? papel iba a hacer aquella noche si no ten?a dinero que mostrar! dos pesos siquiera... la t?a era bastante rica, porque pose?a su rentita de las c?dulas hipotecarias y el alquiler de la casita aquella. ?Buen alquiler te d? Dios! cien pesos, que el inquilino, un herrero con m?s hijos que d?as tiene el a?o, no le pagaba nunca, siempre llorando l?stimas y pidiendo pr?rrogas. S?, ?pero las c?dulas? eso es seguro.
--Ti?ta Silda, se los devolver? intactos.
As? dec?a siempre, y luego ven?a con esto y con lo otro, pero con las manos vac?as. ?Qu? hab?a hecho de los veinte pesos de la semana anterior? Quilito, con la cara muy afligida, dijo que los hab?a gastado en muchas cosas, en much?simas cosas, en libros, por ejemplo... Bien est?, le prestar?a los dos pesos, pero con la condici?n que no hab?a de tirarlos de mala manera. Y mientras el joven intentaba hacerla dar unas vueltas de vals, en se?al de regocijo, ella le espetaba el sermoncito con que sol?a sazonar sus d?divas. M?s seriedad y m?s contracci?n al estudio; la vida que llevaba, no era conveniente para un mocoso que no ten?a pelo de barba; aquellas trasnochadas frecuentes, sobre todo, deb?an concluir, por su salud y por su nombre. Que no le viniera con dianas, que ella se sab?a bien que a las tantas no se vuelve de la iglesia, y no pusiera en el duro trance a su padre de quitarle la llave de la puerta de calle que, por mal de sus pecados, hab?a conseguido ella se le diera antes de cumplir los catorce a?os. Luego, ?menos gastos! ?si en aquella casa nunca se acababa de pagar sus cuentas! ?se figuraba, acaso, que ten?an alg?n tesoro escondido? Ni la rentita de las c?dulas, ni el sueldo de don Pablo alcanzaban para cubrirlas. La situaci?n de la familia no permit?a aquellas ruinosas liberalidades, de que ?l abusaba; ?a d?nde iban a parar por aquel camino? El joven di? un bostezo.
--?Tiene usted, ti?ta, el dinero a mano?--pregunt?.
Y mientras la se?ora buscaba en el bolsillo, ?l larg? las botaratadas con que siempre respond?a a tales pr?dicas: si no hab?a que apurarse por tan poca cosa, cuando ?l trabajaba por echar los cimientos de la fortuna de la familia, y lo conseguir?a en un dos por tres, porque adem?s de sus operaciones de Bolsa, tentaba al demonio de la loter?a, comprando un numerito en cada jugada. Ya ver?an cuando entrara por aquellas puertas, con la gran noticia: ?el n?mero tantos, su n?mero, con tantos miles de miles de premio! ?o en tal venta de acciones, han resultado cu?ntos millones de ganancia! todo as?, de la noche a la ma?ana. Hacerse rico de otro modo, no tiene gracia. Se desloma uno sobre el yunque, suda el quilo, gasta su juventud, y cuando la mano tiembla y el cuerpo no puede tenerse en pie, alcanza el fruto de su trabajo, ?de qu? le sirve entonces? ?para pagarse el responso y hacer gozar a los dem?s! No se ver?a ?l en ese espejo. Mascar mientras haya dientes, porque a boca desportillada sabe mal el mejor bocado. Pronto iba a cumplir veinte a?os: pues antes, mucho antes de cumplirlos, ser?a rico o por lo menos estar?a en v?a de serlo. Y entonces...
--?No le digo a usted nada, ti?ta, no le digo nada!
La se?ora le o?a y se re?a. ?Qu? cabeza m?s destornillada! era un tarambana, y nunca har?a cosa de provecho, si no ten?a m?s juicio y no dejaba de lado aquellas ideas de fortunas improvisadas, que le quitaban el sue?o. Di?le el billete de dos pesos, que sac? de su cartera de tafilete, a tiempo que don Pablo Aquiles golpeaba las manos en la puerta del comedor, impaciente. T?a y sobrino bajaron la escalerilla, encontrando en el patio a Pampa, que pasaba con la sopera humeante en las manos; ya don Pablo Aquiles se hab?a sentado a la cabecera de la mesa y desdoblaba con calma la servilleta.
--?Qu? es esto, caballerito? ?c?mo se hace usted esperar!
Minia Casilda ocup? su asiento, mientras Quilito sacaba los guantes del bolsillo interior de su abrigo, arrojando de paso una mirada a la mal provista mesa: el mantel, remendado a trechos, no alcanzaba a cubrirla; la vajilla era de loza, tan maltratada, que el borde de los platos parec?a haber estado expuesto a los mordiscos de hambrientos canes; los cubiertos, desdentados los tenedores y gastados los cuchillos.
--Yo no como aqu?--dijo el joven, enfundando las manos en sus guantes, como en el Caf? de Par?s, con unos amigos.
--Esta tarde encontr? a tu jefe, el Subsecretario, y me pregunt? si estabas enfermo; le dije que s?, ?he hecho mal?
--No, se?or, perfectamente.
?De qu? otro modo disculpar su falta? Ya se encontrar?a bueno al d?a siguiente, para preparar la mejor excusa. Tom? una fuente de manos de Pampa, y al colocarla sobre la mesa, insisti? sobre aquello de los hojaldres:
--?Ea, an?mate, muchacho! que esto vale m?s que tus trufas del Caf? de Par?s.
--Si ?l es muy franc?s--dijo la t?a,--y desprecia estas cosas.
Don Pablo Aquiles le miraba sonriendo y no se hartaba de contemplarle; ?qu? buen mozo y qu? elegante era! ten?a los ojos de su madre, aquella Pilar tan amada, que tanto le hab?a hecho sufrir, y tambi?n su genio, un polvor?n de explosiones sin consecuencia. Entretanto, el joven hab?a tomado pie del dicho de misia Casilda, para fundar sus teor?as gastron?micas y anonadar con sus invectivas a la humilde cocina casera... mucha grasa, mucho aceite y ning?n aparato; una fuente que se presenta en la mesa sin adorno, es como un comensal que se sienta en mangas de camisa. La se?ora empez? a toser, a causa del humo del cigarro; daban las siete.
--Buenas noches--dijo Quilito.
Y sali?, haciendo resonar sus tacones sobre las losas del patio.
--?Que te diviertas!--grit? el padre.
--?Que no vuelvas tarde!--apunt? la t?a.
Concluy? tristemente la modesta comida; con el ?ltimo bocado se levantaron y Pampa entr? a quitar la mesa. Siempre suced?a lo mismo, cuando faltaba el ni?o; era ?l el alma, la luz, el calor y la alegr?a de la casa, y sab?a con su picante charla entretener a los viejos, que babeaban, escuch?ndole; ?qu? de cosas refer?a, qu? ideas las suyas y qu? pico de oro aqu?l!
--Casilda--dijo don Pablo Aquiles a su hermana,--voy a salir; cuidado con la reja del zagu?n, y no dormirse hasta que yo vuelva, que no ser? tarde.
--O ya no hay patriotas, o el cosmopolitismo va ahog?ndolo todo.
Segu?a su camino, apoyado en el bast?n, mirando, con burlona sonrisa, los colgajos de las tiendas de carne y comestibles: las ramas de sauce de la puerta, los faroles de papel de la muestra y la vistosa exposici?n del escaparate; en las casas, muy pocas banderas se ve?an, pero conforme iba acerc?ndose a las calles centrales, los establecimientos p?blicos y los comercios de lujo resplandec?an de luces: en el borde de las cornisas, a lo largo de las columnas, en balcones y ventanas, ya en haces, ya sueltas, encerradas en bombas de cristal azul y blanco. Pero, la nota del entusiasmo popular no resonaba en parto alguna; el silencio y la falta de animaci?n contrastaban con el alegre espect?culo de las iluminaciones. Hac?a aquello el mismo efecto que un sal?n de baile, adornado y dispuesto para la fiesta, al que faltan los convidados. Con el estruendo de costumbre sobre el mal?simo empedrado, pasaban muchos carruajes, cuyos cristales, empa?ados por el fr?o de la noche, dejaban apenas percibir la blanca forma de una dama de copete; y segu?an los tranv?as su trotar mon?tono, entretenido el conductor en regalar el o?do de los viajeros con espantables sonatas de corneta.
Al entrar don Pablo Aquiles en la plaza de la Victoria, qued?se un rato, embobado como un chiquillo, mirando las luces y las banderas. Y c?tate que cuando m?s distra?do estaba, deslumbrada la vista por los resplandores del Cabildo y de la Catedral, sinti? a su espalda el galopar violento de soberbio tronco y al volverse, vi? a Quilito, a su hijo, seguir, pegado a la pared, el carruaje que pasaba. ?Qui?n diablos iba en aquel carruaje? Vi?le don Pablo llegar a Col?n, abrirse la portezuela y bajar dos ni?as de blanco, que al punto no reconoci?, y luego... misia Goya y don Bernardino Esteven, llevando detr?s, como cosido a sus talones, al mismo, al mism?simo Quilito. ?Era casualidad? ?Lo que le di? aquello que pensar! Volvi?se mohino, con la boca amarga sin saber por qu?, tan preocupado, que tropezaba en la acera con las bandadas de lindas muchachas, que se dirig?an al teatro, ?vidas de presenciar la funci?n de gala. Ech?se al medio de la calle, para caminar con m?s desembarazo.
Cuando lleg? a casa, Pampa dorm?a otra vez en el umbral de la puerta.
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