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Read Ebook: Mare nostrum by Blasco Ib Ez Vicente

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Ebook has 2693 lines and 144464 words, and 54 pages

VICENTE BLASCO IBA?EZ

MARE NOSTRUM

PROMETEO

Geman?as, 33.--VALENCIA

ES PROPIEDAD.--Reservados todos los derechos de reproducci?n, traducci?n y adaptaci?n.

INDICE

MARE NOSTRUM

EL CAPIT?N ULISES FERRAGUT

Sus primeros amores fueron con una emperatriz.

El ten?a diez a?os y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut--tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia--, admiraba las cosas del pasado.

Viv?a cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vez de seguir ? los fieles que acud?an ? los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo ? o?r misa en San Juan del Hospital, iglesia peque?a, rara vez concurrida en el resto de la semana.

El notario, que en su juventud hab?a le?do ? W?lter Scott, experimentaba la dulce impresi?n del que vuelve ? su pa?s de origen al ver las paredes que rodean el templo, viejas y con almenas. La Edad Media era el per?odo en que habr?a querido vivir. Y el buen don Esteban, peque?o, rechoncho y miope, sent?a en su interior un alma de h?roe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parec?an monumentos de ins?pida vulgaridad, con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y sus columnas de jaspe. Esta la hab?an levantado los caballeros de San Juan, que, unidos ? los del Temple, ayudaron al rey don Jaime en la conquista de Valencia.

Al atravesar un pasillo cubierto, desde la calle al patio interior, saludaba ? la Virgen de la Reconquista tra?da por los freires de la belicosa Orden: imagen de piedra tosca, con colores y oros imprecisos, sentada en un sitial rom?nico. Unos naranjos agrios destacaban su verde ramaz?n sobre los muros de la iglesia, ennegrecida siller?a perforada por largos ventanales cegados con tapia. De los estribos salientes de su refuerzo surg?an, en lo m?s alto, monstruosos endriagos de piedra, carcomida.

Al terminar la misa, los imponentes personajes mov?an la cabeza saludando ? los fieles m?s cercanos. <> Para ellos era como si acabase de salir el sol: las horas de antes no contaban. Y el notario, con voz melosa, ampliaba su respuesta: <> <> Sus relaciones no iban m?s all?; pero Ferragut sent?a por los nobles personajes la simpat?a que sienten los parroquianos de un establecimiento, acostumbrados ? mirarse durante a?os con ojos afectuosos, pero sin cruzar mas que un saludo.

Su hijo Ulises se aburr?a en la iglesia obscura y casi desierta, siguiendo los mon?tonos incidentes de una misa cantada. Los rayos del sol, chorros oblicuos de oro que ven?an de lo alto iluminando espirales de polvo, moscas y polillas, le hac?an pensar nost?lgicamente en las manchas verdes de la huerta, las manchas blancas de los caser?os, los penachos negros del puerto, repleto de vapores, y la triple fila de convexidades azules coronadas de espuma que ven?an ? deshacerse con cadencioso estruendo sobre la playa color de bronce.

El nombre de Grecia ten?a el poder de excitar la fantas?a del peque?o. Tambi?n su padrino, el abogado Labarta, poeta laureado, no pod?a repetir este nombre sin que una contracci?n fervorosa pasase por su barba entre cana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder misterioso de tal nombre se yuxtapon?a un nuevo misterio m?s obscuro y de angustioso inter?s: Bizancio. ?C?mo aquella se?ora augusta, soberana de remotos pa?ses de magnificencia y de ensue?o, hab?a venido ? dejar sus huesos en una l?brega capilla de Valencia, dentro de un arc?n semejante ? los que guardaban retazos y cachivaches en los desvanes del notario?...

--Fu? un grande hombre--murmuraba don Esteban--. Hay que reconocer que fu? un grande hombre...

Su hija la hab?a casado con un emperador de Bizancio, Juan Dukas Vatatz?s, el famoso <>, cuando ?ste ten?a cincuenta a?os y ella catorce. Era una hija natural, legitimada luego, como casi toda su prole: un producto de su har?n libre, en el que se mezclaban beldades sarracenas y marquesas italianas. Y la pobre joven, casada con <> por un padre necesitado de alianzas, hab?a vivido largos a?os en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta en vestiduras de r?gidos bordados que representaban escenas de los libros santos, calzada con borcegu?es de p?rpura que llevaban en las suelas ?guilas de oro, ?ltimo s?mbolo de la majestad de Roma.

Primeramente hab?a reinado en Nicea, refugio de los emperadores griegos mientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados, fundadores de una dinast?a latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el audaz Miguel Pale?logo reconquistaba Constantinopla, la viuda imperial se ve?a solicitada por este aventurero victorioso. Durante varios a?os resisti? ? sus pretensiones, consiguiendo al fin que su hermano Manfredo, nuevo rey de Sicilia, la devolviese ? su patria. Federico hab?a muerto; Manfredo hac?a frente ? las tropas pontificales y ? la cruzada francesa que hab?an levantado los Papas ofreciendo al rudo Carlos de Anjou la corona de Sicilia. La pobre emperatriz griega llegaba ? tiempo para recibir la noticia de la muerte de su hermano en una batalla y seguir la fuga de su cu?ada y sus sobrinos. Todos se refugiaban en Lucera dei Pagani, castillo defendido por los sarracenos al servicio de Federico, ?nicos fieles ? su memoria.

El castillo ca?a en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa de Manfredo era conducida ? una prisi?n, donde se extingu?a su vida al poco tiempo. La obscuridad tragaba los ?ltimos restos de la familia maldecida por Roma. La muerte rondaba en torno de la basilisa. Todos perec?an: su hermano Manfredo, su hermanastro el po?tico y lamentable Encio, h?roe de tantas canciones. Su sobrino el caballeresco Coradino iba ? morir m?s adelante bajo el hacha del verdugo al intentar la defensa de sus derechos. Como la emperatriz oriental no representaba ning?n peligro para la dinast?a de Anjou, el vencedor la dejaba seguir su destino sola y desamparada, como una princesa de Shakespeare.

De todos sus viajes y sus fortunas esplendorosas s?lo hab?a conservado una piedra, ?nico equipaje que la acompa?? al saltar en la playa de Valencia. Era un fragmento de una roca de Nicodemia que man? agua milagrosamente para el bautismo de Santa B?rbara. El notario mostraba ? su hijo el sagrado pedrusco incrustado sobre una pileta de agua bendita. En la misma capilla estaba la tumba de otra princesa, hija del basileo Teodoro Lascaris, que hab?a venido ? reunirse con su t?a en el lejano destierro.

Ulises, sin dejar de admirar los conocimientos hist?ricos de su padre, los acog?a con cierta ingratitud.

--Mi padrino me explicar? mejor esto... Mi padrino sabe m?s.

La imagen de la emperatriz llen? su pensamiento infantil. Por las noches, cuando sent?a miedo en la cama, impresionado por la enormidad del sal?n que le serv?a de alcoba, le bastaba hacer memoria de la soberana de Bizancio para olvidar inmediatamente sus inquietudes y los mil ruidos extra?os del viejo edificio. <> Se dorm?a abrazado ? la almohada, como si ?sta fuese la cabeza de la basilisa. Sus ojos cerrados ve?an las negras pupilas de la regia se?ora, maternales y amorosas.

Todas las mujeres, al aproximarse ? ?l, tomaban algo de aquella otra que dorm?a seis siglos en lo alto de un muro.

Cuando su madre, la dulce y p?lida do?a Cristina, dejaba por un instante sus labores y le daba un beso, ve?a en su sonrisa algo de la emperatriz. Cuando Visanteta, una criada de la huerta, morena, con ojos de zarzamora y una piel ardorosa y fina, le ayudaba ? desnudarse ? le despertaba para llevarle al colegio, Ulises tend?a los brazos en torno de ella con repentino entusiasmo, como si le embriagase el perfume de animalidad vigorosa y p?dica que exhalaba la muchacha. <> Y pensaba en do?a Constanza. As? deb?an oler las emperatrices, as? deb?a ser el contacto de su epidermis.

Estremecimientos misteriosos ? incomprensibles atravesaban su cuerpo como ligeros vapores, como d?biles burbujas del l?gamo que duerme en el fondo de toda infancia y se remonta ? la superficie con las fermentaciones de la juventud.

Su padre adivinaba una parte de esta vida imaginativa al ver sus juegos y lecturas.

--?Ah, comediante!... ?Ah, historiero!... Eres igual ? tu padrino.

Dec?a esto con una sonrisa ambigua en la que entraban igualmente su menosprecio por los idealismos in?tiles y su respeto ? los artistas; un respeto semejante ? la veneraci?n que sienten los ?rabes por los locos, viendo en su demencia un regalo de Dios.

Do?a Cristina ansiaba que este hijo ?nico, objeto de mimos y cuidados como un pr?ncipe heredero, fuese sacerdote. ?Verle cantar la primera misa!... Luego can?nigo; luego prelado. ?Qui?n sabe si, cuando ella no existiese, otras mujeres le admirar?an precedido de una cruz de oro, arrastrando el manto rojo de cardenal-arzobispo, rodeado de un estado mayor de sobrepellices, y envidiar?an ? la madre que hab?a dado ? luz este magnate eclesi?stico!...

Para guiar las aficiones de su hijo hab?a instalado una iglesia en uno de los salones in?tiles del caser?n. Los compa?eros de colegio de Ulises acud?an en las tardes libres, atra?dos doblemente por el encanto de <> y por la merienda generosa que preparaba do?a Cristina para dejar satisfecho ? todo el clero parroquial.

La solemnidad empezaba por el furioso volteo de unas campanas montadas en una puerta del sal?n. Los clientes del notario, sentados en el entresuelo en espera de los papeles que acababan de garrapatear ? toda prisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro. El met?lico estr?pito hac?a temblar aquel edificio, cuyos rincones parec?an repletos de silencio, y conmov?a la calle, por la que s?lo de tarde en tarde pasaba un carruaje.

Mientras unos encend?an las velas del altar y desdoblaban los sagrados manteles con primorosas randas, obra de do?a Cristina, el hijo y sus amigos m?s ?ntimos se revest?an ? la vista de los fieles, cubri?ndose con albas y doradas casullas, colocando en sus cabezas graciosos bonetes. La madre, que espiaba detr?s de una puerta, ten?a que hacer esfuerzos para no entrar y comerse ? besos ? Ulises. ?Con qu? gracia imitaba los gestos y genuflexiones del sacerdote principal!...

Se esparc?a el ruidoso grupo por el ?ltimo piso como las m?s horrendas invasiones de la Historia. Gatos y ratas hu?an por igual ? los rincones. Los p?jaros, despavoridos, sal?an como flechas por los tragaluces del techo.

?Pobre notario!... Jam?s hab?a vuelto con las manos vac?as cuando era llamado fuera de la ciudad por la confianza de los labriegos ricos, incapaces de creer en otra ciencia jur?dica que no fuese la suya. Era el tiempo en que los comerciantes de antig?edades no hab?an descubierto a?n la rica Valencia, donde la gente popular se visti? de seda durante siglos, y muebles, ropas y cacharros parec?an impregnarse de la luz de un sol siempre igual, del azul de un ambiente siempre sereno.

Lo que el notario iba dejando en las habitaciones del primer piso aparec?a misteriosamente en el desv?n, como si le hubiesen salido patas. Do?a Cristina y sus sirvientas, obligadas ? vivir en continua pelea con el polvo y las telara?as de un edificio que se desmenuzaba poco ? poco, sent?an un odio feroz contra todo lo viejo.

Arriba no eran posibles las desavenencias y batallas de los muchachos por falta de disfraces. No ten?an mas que hundir sus manos en cualquiera de los arcones que lat?an con sordo crepitamiento de carcoma, y cuyos hierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera. Unos bland?an espadines de pu?os de n?car ? largas tizonas, luego de envolverse en capas de seda carmes? obscurecidas por los a?os. Otros se echaban en hombros colchas de brocado venerables, faldas de labradora con gruesas flores de oro, guardainfantes de rico tejido que cruj?an como papel.

Cuando se cansaban de imitar ? los c?micos con ruidoso choque de espadas y ca?das de muerte, Ulises y otros amantes de la acci?n propon?an el juego de <>. Los ladrones no pod?an ir vestidos con ricas telas, su uniforme deb?a ser modesto. Y revolv?an unos montones de trapos de colores apagados que parec?an arpilleras. En las diversas manchas de su tejido se adivinaban piernas, brazos, cabezas, ramajes de un verde met?lico.

Don Esteban hab?a encontrado estos fragmentos rotos ya por los labradores para tapar tinajas de aceite ? servir de mantas ? las mulas de labor. Eran pedazos de tapices copiados de cartones del Ticiano y de Rubens. El notario los guardaba ?nicamente por respeto hist?rico. El tapiz carec?a entonces de m?rito, como todas las cosas que abundan. Los roperos de Valencia ten?an en sus almacenes docenas de pa?os de la misma clase, y al llegar la fiesta del Corpus cubr?an con ellos las vallas de los terrenos sin edificar en las calles seguidas por la procesi?n.

Otras veces, Ulises repet?a el mismo juego con el t?tulo de <>. Hab?a encontrado en los montones de libros almacenados por su padre un volumen que relataba, ? dos columnas, con abundantes grabados en madera, las navegaciones de Col?n, las guerras de Hern?n Cort?s, las haza?as de Pizarro.

Este libro influy? en el resto de su existencia. Muchas veces, siendo hombre, encontr? su imagen latente en el fondo de sus actos y sus deseos. En realidad, s?lo hab?a le?do algunos fragmentos. Para ?l lo interesante eran los grabados, m?s dignos de su admiraci?n que todos los cuadros del desv?n.

Con la punta de su estoque trazaba en el suelo una l?nea, lo mismo que Pizarro en la isla del Gallo ante sus desalentados compa?eros, prontos ? desistir de la conquista. <> Y los buenos castellanos--una docena de pilluelos con largas capas y tizonas, cuya empu?adura les llegaba ? la boca--ven?an ? agruparse en torno del caudillo, que imitaba los gestos heroicos del conquistador. Luego surg?a el grito de guerra: <>

Estaba convenido que los indios deb?an huir: para eso iban envueltos modestamente en un trozo de tapiz y llevaban en la cabeza plumas de gallo. Pero hu?an traidoramente, y al verse sobre vargue?os, mesas y pir?mides de sillas, empezaban ? disparar vol?menes contra sus perseguidores. Venerables libros de piel con dorados suaves, infolios de blanco pergamino, se abr?an al caer en el suelo, rompi?ndose sus nervios, esparciendo una lluvia de p?ginas impresas ? manuscritas, de amarillentos grabados, como si soltasen la sangre y las entra?as, cansados de vivir.

El esc?ndalo de estas guerras de conquista atrajo la intervenci?n de do?a Cristina. Ya no quiso admitir m?s ? unos diablos que prefer?an las gritonas aventuras del desv?n ? las delicias m?sticas de la abandonada capilla. Los indios eran los m?s dignos de execraci?n. Para compensar la humildad de su papel con nuevos esplendores, hab?an acabado por meter sus tijeras pecadoras en tapices enteros, cort?ndose varias dalm?ticas de modo que les cayese sobre el pecho una cabeza de h?roe ? de diosa.

Ulises, al quedar sin compa?eros, encontr? un nuevo encanto ? la vida en el desv?n. El silencio poblado de chasquidos de maderas y correteos de animales invisibles, la ca?da inexplicable de un cuadro ? de unos libros apilados, le hac?an paladear una sensaci?n de miedo y de misterio nocturnos bajo los chorros de sol que entraban por los tragaluces.

En esta soledad se encontraba mejor. Pod?a poblarla ? su capricho. Le estorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertan de un ensue?o hermoso. El desv?n era un mundo con varios siglos de existencia, que le pertenec?a por entero y se plegaba ? todas sus fantas?as.

Metido en un cofre sin tapa, lo hac?a balancearse, imitando con la boca los rugidos de la tempestad. Era una carabela, un gale?n, una nave, tal como los hab?a visto en los viejos libros: las velas con leones y crucifijos pintados, un castillo en la popa y un figur?n tallado en el avante, que se hund?a en las olas para reaparecer chorreando.

El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada ? pico de un arc?n, el golfo triangular de dos c?modas, la blanda playa de unos fardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulaci?n tan numerosa como irreal, saltaba ? tierra tizona en mano, escalando unas monta?as de libros, que eran los Andes, y agujereaba varios vol?menes con el regat?n de una lanza vieja para plantar su estandarte. ?Por qu? no hab?a de ser conquistador?...

In?tilmente acud?an ? su memoria fragmentos de conversaci?n entre su padrino y su padre, seg?n los cuales todo era conocido en la superficie de la tierra. Algo, sin embargo, quedar?a por descubrir. El era el punto de encuentro de dos l?neas de marinos. Los hermanos de su madre ten?an barcos en la costa de Catalu?a. Los abuelos de su padre hab?an sido valerosos y obscuros navegantes, y all? en la Marina estaba su t?o el m?dico, un verdadero hombre de mar.

Al fatigarse de estas org?as imaginativas, contemplaba los retratos de diversas ?pocas almacenados en el desv?n. Prefer?a los de mujeres: damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pint? Vel?zquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la basilisa parec?a esparcirse por estos cuadros. Todas las damas ten?an algo de ella.

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