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Read Ebook: Adriana Zumarán (novela) by Leumann Carlos Alberto

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Ebook has 1369 lines and 58235 words, and 28 pages

CARLOS ALBERTO LEUMANN

Adriana Zumar?n

BUENOS AIRES

TALLERES GR?FICOS "C?NEO" CARLOS PELLEGRINI 677

Es propiedad. Queda hecho el dep?sito que marca la ley.

La muerte de su padre permanec?a envuelta para Adriana en una penumbra de lejano misterio. Hab?a llegado a la sospecha, luego a la certidumbre, de un suicidio. El episodio se remontaba a los primeros a?os de su infancia. Ella recordaba confusamente el cuadro de la habitaci?n mortuoria, el t?mulo negro, el Cristo de plata; alguien la hab?a levantado en alto, y ella vio entonces, en el ata?d, una forma larga, cubierta desde la cabeza hasta los pies con un pa?o blanco; s?lo aparec?an las manos, tra?das por encima del pa?o, horriblemente p?lidas y tiesas. Pero no le parecieron las manos de su padre. "?Por qu? le hab?an tapado tambi?n la cara?" pens? m?s tarde. Pero por nada en el mundo lo hubiera preguntado a su madre ni a persona alguna. Se lo impidi? una especie de recelo sobrecogido y la misma gravedad dolorosa del suceso. Ciertas alusiones, o?das en conversaciones ?ntimas, le hicieron despu?s relacionar la tragedia con el aislamiento en que viv?a--acaso desde entonces--la familia de Aliaga, y fijar su reflexi?n sobre la singular circunstancia de que, con la muerte de su padre, termin? toda amistad entre aquella familia y la suya, a pesar de unirlas alg?n parentesco.

Y guardaba tambi?n esta vaga memoria: un d?a, durante el luto, habiendo pedido que la llevaran a casa de las Aliaga, donde con frecuencia pasara el d?a jugando, su madre la reprendi? con una severidad que la dej? consternada.

Despu?s entr? como interna en un colegio religioso, pasaron los a?os y rara vez tuvo de ellas alguna noticia. "?Qu? divina se ha puesto Laura Aliaga!"--oy? decir a una se?ora, en voz baja, al terminar una fiesta de caridad organizada por las damas Vicentinas. Y le dio pesadumbre pensar que acaso las hab?a visto, sin reconocerlas. Por otra parte, le infund?a cierto inexplicable temor la idea de relacionarse con ellas nuevamente.

Fue una emoci?n que le dej? recuerdos imborrables. Durante las dos horas que la visita dur?, la agasajaron con finura, demostr?ndole cierta alegr?a sol?cita, que contrastaba con la idea tr?gica de su imaginaci?n. Se las hab?a figurado siempre con una actitud melanc?lica y en sus caras tristes una palidez mortal.

Era la de Aliaga una de esas familias porte?as que se han retra?do rehuyendo las antiguas amistades y viviendo en una especie de reserva y de rara indiferencia para todas las cosas que agitan al brillante mundo social. La casa, interiormente suntuosa, parec?a demasiado grande para las pocas personas que la habitaban. Con las tres hermanas viv?a un hermano solter?n, Eduardo, y una t?a abuela, muy anciana ya; atacada de par?lisis, nunca sal?a de su habitaci?n.

Y la casa parec?a aun m?s grande y m?s silenciosa, cuando Eduardo se iba con alguna de ellas a una estancia lejana, donde sol?an pasar largas temporadas.

Adriana se sorprendi? de que a ratos la hablaran con un tono de voz cansada, como midiendo las s?labas y con cierta reserva en la dejadez amable de las palabras. Le llamaron la atenci?n sus manos largas y finas, ligeramente deformes y de una blancura extraordinaria. Tambi?n recordaba ahora, como si los tuviera presentes ante sus ojos, algunos objetos del sal?n; as? una mesita de caoba tallada, incrustada en los bordes con dibujos de n?car, luego dos grandes candelabros de cobre que figuraban dragones fant?sticos, y una jarra de alabastro, sobre la cornisa de la chimenea, con pomposas flores de terciopelo lila.

Una aprensi?n invencible la hab?a imposibilitado para llevar la conversaci?n al recuerdo de su padre. Como la irritara su propia falta de audacia y excitada por la violenta curiosidad, se decidi? al fin:

--Ustedes trataron mucho a pap?...

Y mir? a Zoraida, la mayor, con expresi?n de t?mida simpat?a. No parecieron en manera alguna sorprenderse. Zoraida, suspirando, cerr? por algunos segundos sus hermosos ojos de anchas pupilas bajo la masa de cabellos rubios retorcidos sobre la cabeza espl?ndida. Le respondieron sin embargo de un modo evasivo.

--T? debes acordarte de cuando ?l te tra?a aqu?... el se?or Zumar?n era muy bueno... Tal vez demasiado bueno.

En seguida, despu?s de mirarse unas a otras, se fijaron en ella con cierto embarazo y cambiaron la conversaci?n.

Sin duda aqu?lla, la mayor de las hermanas, hab?a sido para su padre un ser de adoraci?n, el motivo amoroso de su muerte; y acaso en una viudez virginal, se hab?a ella consagrado a la fidelidad de un cari?o que a trav?s de la muerte perduraba por la comunicaci?n doliente de sus almas. Por eso sin duda era m?s p?lida su cara, sus ojeras m?s hondas y el oro mate de su pelo ten?a una tonalidad m?s antigua. Y aquellas sus anchas pupilas, con cierto brillo febril en su dulzura profunda, ?no revelaban tambi?n la imaginaci?n apaciguada por una larga contemplaci?n visionaria y ajena, desde hac?a muchos a?os, a toda suerte de seducciones mundanales?

Adriana propuso en su ?nimo volver a aquella casa y lograr, siquiera con s?plicas, la relaci?n sentimental de la tragedia. Se la dir?an llorando, y ella, la hija del hombre adorado, abrazar?a a aquella hermana mayor y tambi?n llorar?a a su padre desconsoladamente.

Otro episodio se asociaba tambi?n al recuerdo de su visita a la familia de Aliaga. Cuando iba a marcharse, una de ellas, acaso para todav?a retenerla, se empe?? en que deb?a conocer a Julio Lagos.

--Le dejamos arriba, conversando con la abuelita, cuando t? viniste.

En seguida encendieron las luces de la sala y le hicieron bajar. Julio Lagos le pareci? un muchacho nada vulgar. Celebr? conocerla y alab? con insistencia, casi con inoportunidad, el esp?ritu singular que revelaba el modo de mirar que Adriana ten?a.

Pero despu?s, aun cuando ambos se prometieron amistad, seg?n el tono de galanter?a que la pl?tica tuvo, no hab?an vuelto a encontrarse.

Aquel Julio Lagos surg?a para ella cubierto por la misma atm?sfera de pasi?n que imaginaba sobre todas las cosas relativas a la familia de Aliaga. Adem?s, en los ojos de Julio hab?a visto, estaba segura, brillar el amor. En realidad, no se explicaba a s? misma por qu? hab?a dejado pasar un a?o sin volver a la casa, cuando tantos motivos de inter?s la atra?an.

Es verdad que Julio era, acaso, un hombre parecido a todos, sin capacidad para enamorarla ni comprenderla ?ntimamente. Acaso val?a m?s no haberle vuelto a ver, para conservar, indefinidamente, esta ilusi?n de un hombre cuya alma podr?a acercarse a la suya y avasallarla con su inteligencia delicada, con su adoraci?n ardiente y fina. Le amar?a, as?, de una manera m?s ideal, conservando en la memoria la caricia lejana de su galanter?a y el aire de sorpresa encantada con que hab?a reconocido en ella un esp?ritu singular. Por primera vez el elogio galante de un hombre hab?a sido exclusivamente para su alma que nadie conoc?a. S?, era mejor guardar, de Julio, esta idea pura, despojada de su realidad, apartada de la vida en que toda cosa ideal se anula.

La realidad era su novio, Ricardo Mu?oz. Se hab?an comprometido durante la ?ltima temporada en las sierras de C?rdoba y ella estaba segura de no quererle. Pero le suced?a algo inexplicable: a veces pensaba en ?l con un sentimiento que parec?a amor y multitud de apasionadas ideas ven?an a encantarla. En esos momentos, dominada por un singular arranque de ternura, le escrib?a cartas de enamorada sumisa. Maravillada de s? misma, pensaba que el amor la hab?a iluminado de pronto. Pero despu?s, cuando Mu?oz llegaba a su presencia, ?vido y tembloroso de la felicidad le?da, todo el encanto se mudaba en decepci?n. Entonces se complac?a en hacerle sufrir y de sus lindos labios s?lo sal?an palabras de burla.

--?Por qu?--le preguntaba Mu?oz desesperado--por qu? no es usted la Adriana de sus cartas?

Ella, sin responder, sonre?a vagamente.

Un d?a le comunic? que sus relaciones quedaban rotas. Fue una escena penosa. De pie, frente a Mu?oz, muy seria, le tend?a un manojo de cartas. Se negaba ?l a recibirlas, pero como Adriana permanec?a implacable, l?grimas de amargura le vinieron a los ojos.

Lejos de conmoverse, la fastidi? m?s el llanto de Mu?oz. Puso r?pidamente las cartas al borde de una mesita, camin? hacia la puerta de la sala y aguard? que alguien llegase. Mu?oz, ahogando los sollozos, se cubr?a la cara con las manos.

--?Ah, qu? tonter?a desagradable!--murmur? Adriana; y para que la escena no se prolongase, llam? gritando a su hermana menor:--?Raquel! ?Raquel! ?Mu?oz te quiere hablar!

Sin embargo, dos d?as despu?s, por m?s que hab?a tomado la seria resoluci?n de no verle m?s, le escribi? otra carta pidi?ndole perd?n.

Uno de los motivos que sin duda influ?an para decepcionarla de Mu?oz, era el apoyo que su madre prestaba a ?ste. Su madre y una amiga de Adriana, Charito Gonz?lez, quer?an a toda costa que se formalizara el compromiso y se casaran en seguida. Esta soluci?n le parec?a a ella la muerte de todos sus ensue?os... Era preferible quedarse en aquella indecisi?n, ante aquella perspectiva muy vaga, muy brumosa, donde podr?a resplandecer de pronto la luz de su vida. El matrimonio con Mu?oz la aterraba. Para evitarlo pedir?a ayuda a las Aliaga y a Julio...

La tragedia de su padre se juntaba en su pensamiento a otras historias o?das en la reserva de alguna confidencia. Su abuelo, un hombre piadoso y sensual, se hab?a dejado matar, sorprendido en la alcoba de su amante, por faltarle la voluntad de herir con la espada que el marido caballeresco le arrojara a las manos. Adriana se lo representaba plegando las rodillas, abatido por el golpe mortal, con los ojos cegados por la sangre de la herida y murmurando una oraci?n, puestos los labios sobre la cruz de la espada.

?Cu?nta melancol?a insinuaba en su meditaci?n aquella historia, ensimismada en el secreto como las cosas de la confesi?n! Y tambi?n as? la de su bisabuelo, que suscitara una leyenda de esc?ndalo en su tiempo y sucumbiera a la tristeza que le hab?a dejado la muerte de una querida. Su mujer, que le adoraba con locura y con una suprema bondad le hab?a perdonado sus desv?os, sobrellev? el doble martirio de verle morir y de escuchar el nombre de la perdida articulado por ?l inconsolablemente en las alucinaciones que precedieron su agon?a. Despu?s, alterada por la intensidad de su desdicha, perdido el afecto a los hijos y a todas las cosas del mundo, cambi? poco a poco en misticismo su amor por el muerto y tuvo visiones extra?as de Jes?s y de la Virgen. La familia hab?a logrado que nadie conociera tan singulares circunstancias, atribuy?ndolas a locura, y sin sospechar en aquellas visiones su identidad con los ?xtasis celestes de las bienaventuradas.

Adriana tocaba como reliquias algunos objetos que le pertenecieran; as? un crucifijo, pendiente de un pesado rosario de oro viejo. Durante largas horas, ociosa, lo acariciaba entre sus dedos, so?ando, con los ojos abismados. Y una sugesti?n impalpable, profunda, le tra?a el vestigio inmaterial de voluptuosos apasionamientos y la palpitaci?n remota de aquella pobre alma, visitada por seres ang?licos, que vinieran para ofrecerle una inefable consolaci?n.

Pero estas todas eran cosas hondamente sumidas en su mundo interior y de ellas jam?s ten?a ocasi?n de hablar con nadie.

Ahora estaba, desde hac?a un mes, en la estancia de su t?o Ernesto Molina. Procuraba distraerse con la lectura; pero los libros, en aquella campa?a despoblada, mon?tona, sobreexcitaban las ansiedades vagas de su coraz?n. Y como era imposible vencer el empe?o que su madre ten?a de quedarse all?, ya entrado el oto?o, la compa??a de sus parientes se le hizo m?s odiosa y pasaba las horas callada, retra?da y con una gran tristeza.

Un parque de eucaliptos rodeaba el espacioso y antiguo caser?n de la estancia, hecho al estilo colonial: gran patio con aljibe en el medio y un techo de tejas reca?do sobre la galer?a exterior.

Era el se?or Molina un hombre de h?bitos se?oriles y sencillos. Apegado al recuerdo del Buenos Aires viejo, aceptaba, sin amarlas, todas las innovaciones modernas y el esp?ritu de las actuales costumbres. A su mujer, cat?lica, sin misticismo, le preocupaban en cambio los avances escandalosos de la irreligi?n. Sus dos hijas se parec?an a ella por la expresi?n casi enojada de los ojos, adquirida en las pr?cticas asiduas del culto murmurando oraciones compungidas y contemplando el c?liz que se eleva sobre la casulla recamada en oro del sacerdote que oficia.

Era Adriana, en este ambiente, un contraste original. Ella le?a novelas modernas que figuraban en el ?ndice, bromeaba sobre cosas sagradas y siempre discut?a para escandalizar; sus actitudes ten?an como una lasitud de encanto prohibido. Parec?a desde?ar compasivamente a sus dos primas, que se querellaban como chiquillas, entre rezo y rezo, y que refiri?ndose a ella en casa de extra?os, sol?an repetir censur?ndola, con ingenuidad sentenciosa: "Es una rara, una rara".

El se?or Molina era la ?nica de aquellas personas cuya conversaci?n no le causaba fastidio, por m?s que siempre tocara los mismos asuntos, con su invariable tono tranquilo, pausado, de viejo patricio, el pulgar de una mano metido en la abertura del chaleco y la otra apoyada de trav?s en la rodilla.

Nunca dejaba de hacerla re?r cuando repet?a an?cdotas de personajes hist?ricos. Se trataba, con frecuencia, de alguna conversaci?n sin importancia que ?l hab?a escuchado treinta a?os atr?s y cuya recordaci?n resultaba trivial. Otras veces, en cambio, eran an?cdotas llenas de sabor humano. Pero el se?or Molina atribu?a a todas sus historias el mismo grado de inter?s. Por lo com?n se interrump?a en mitad de su relato, despu?s de advertir: "Pero ahora ustedes van a ver". Y quedaba como ensimismado, durante algunos segundos.

--Mi abuela,--dec?a--fue muy amiga de do?a Remedios Escalada, la mujer del general San Mart?n, una se?ora distinguid?sima, muy buena moza. S?, mi abuela siempre se acordaba de Remedios, de su genio alegre, su cara redondita, y unos ojazos que al decir de ella no los hab?a m?s lindos. Pero ahora ustedes van a ver... Nunca se llev? muy bien con el general, que ten?a un car?cter demasiado militar, y quer?a vivir en su casa a la espartana. Mi abuela le criticaba mucho. Ustedes no lo han de creer, pero para ella el general San Mart?n fue toda la vida un bruto.

Y a?ad?a como encantado:

--Fig?rense ustedes, el Libertador de Am?rica, uno de los primeros generales del mundo. Pero mi abuela, es claro, la pobre no lo apreciaba sino por su vida en familia.

Tanto el se?or Molina como su mujer, como las hijas, le produc?an la sensaci?n de personas que viv?an en un mundo de realidades pueriles y que hasta cierto punto carec?an de verdadera alma. No conceb?a que en circunstancia alguna pudiera comunicarse con ellos sobre cosas relativas al coraz?n. Sin embargo, el se?or Molina la trataba con una benevolencia incondicional, la defend?a siempre y le acariciaba la cara con cari?o de padre.

--T? no la entiendes a tu hija, dec?a a su hermana conciliadoramente, cuando ?sta demostraba su inquietud ante las ideas, las actitudes y el esp?ritu libre de Adriana.--T? y yo nos hemos quedado en la vieja sociedad; ella es una chica de la sociedad nueva. Ojal? mis hijas tuvieran algo de la tuya. Pero mi mujer, con sus preocupaciones antiguas las tiene acobardadas y sujetas a una cantidad de tonteras que han pasado de moda.

La madre de Adriana callaba. El suicidio de su marido hab?a dejado en ella una aprensi?n enfermiza, y cualquier insignificancia relativa a la conducta de Adriana despertaba en su coraz?n el recelo y la inquietud. En vida del se?or Zumar?n fue una se?ora de car?cter gracioso, amiga de fiestas y relacionada con todo Buenos Aires. La terrible tragedia la cambi? por completo: cerr? su casa, se retrajo, envejeci? tempranamente, y todas las amables cualidades de su esp?ritu desaparecieron con los restos de una belleza f?sica notable. Adriana ignoraba que aquella su madre, tan aprensiva, tan apocada, tan sin alma, no era sino una sombra de la antigua mujer.

Ese d?a, a la hora de la siesta, se lleg? paso a paso por la avenida de eucaliptos, h?meda y cubierta de hojas secas, a sentarse en el palo transversal de la tranquera. El sol re?a en la llanura, toda verde, inacabablemente verde, y como cortada en la lejan?a por el l?mite del cielo azul. Algunos animales, en aquel mar de verdura, aparec?an como manchitas de color ocre o negro.

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