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Read Ebook: Adriana Zumarán (novela) by Leumann Carlos Alberto

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Ebook has 1369 lines and 58235 words, and 28 pages

Ese d?a, a la hora de la siesta, se lleg? paso a paso por la avenida de eucaliptos, h?meda y cubierta de hojas secas, a sentarse en el palo transversal de la tranquera. El sol re?a en la llanura, toda verde, inacabablemente verde, y como cortada en la lejan?a por el l?mite del cielo azul. Algunos animales, en aquel mar de verdura, aparec?an como manchitas de color ocre o negro.

Mientras su mirada se perd?a en la inmensidad de la llanura, empez? a recordar, casi con extra?eza, las circunstancias en que se hab?a comprometido con Mu?oz.

V?vidamente brillaron en su recuerdo las incidencias de un viaje a la provincia de Jujuy; el largo tren, arrastrado por la m?quina jadeante, trepaba con fatiga la pendiente, arrojando coronas de humo que se dilu?an sobre la transparencia del aire; y todo el paisaje giraba desplazando lentamente las vastas monta?as.

Cuando el tren paraba en las solitarias estaciones del trayecto, ella bajaba a conversar con las "cholas", descalzas, andrajosas, que le vend?an empanadas, ca?a de az?car y santitos de barro pintados de rojo.

La impresion?, sobre todo, una escena religiosa en la monta?a. Por un camino escarpado, a la oraci?n, descend?a llevada en andas la imagen de la Virgen, vestida de seda azul y con un disco de oro, oblicuo sobre la cabellera renegrida, larga como un manto. El monte hund?a su pico oscuro en el cielo l?vido. Penumbras indecisas iban cayendo sobre la procesi?n, y ?sta avanzaba al comp?s de una m?sica continua, gemebunda; cuando al cabo de un recodo la pendiente, brusca, se empinaba, los hombres que llevaban las andas se deten?an, para sostener con un brazo la Virgen oscilante, y entonces sobre la cabellera renegrida el disco de oro reluc?a. Larga hilera de gente segu?a atr?s, levantando murmullo de rezos apagados por el lloriqueo r?tmico del viol?n o la nota opaca y rotunda del tambor. En esta hilera de cabezas sumisamente agachadas, que bajaban formando en el flanco de la monta?a como una cinta negruzca, de vez en cuando se iluminaba con el claror del crep?sculo una cara que miraba al cielo con los ojos enso?ados.

Y aquella humilde procesi?n, bajo la media luz del ocaso, en una regi?n tan oculta por la serran?a abrupta, parec?a brotar como tosco misticismo de la naturaleza misma del paraje, dulce, pac?fico, triste.

?Comprendi? Mu?oz aquellas emociones? S?lo le oy? algunos comentarios demasiado semejantes a reflexiones que ella hab?a le?do alguna vez. La fatig? en cambio con su apasionamiento celoso y adusto. Por eso ahora recordaba casi con encono su primer cari?o por ?l y sus cartas de amor. En su imaginaci?n propensa a exagerar los rasgos chocantes, la cara de Mu?oz asom? con las cejas m?s juntas y m?s anchos los labios de gesto sensual y altivo. Todos sus pensamientos se ennegrecieron. Ideas malas, apoder?ndose de su alma, la penetraban de una dolorosa voluptuosidad. Otras caras aparec?an en su memoria, deformadas, grotescas, las caras de otros que tambi?n la hab?an ilusionado algo, pasajeramente.

Volviendo a la casa, por el mismo camino h?medo, bajo los eucaliptos, se encontr? con su madre. Entonces sinti? crecer incomprensiblemente su exasperaci?n. Era viernes, d?a de recibo en casa de Charito Gonz?lez, su amiga m?s adicta, quien le hab?a escrito pidi?ndole con el mayor ah?nco que no faltara a la reuni?n.

--Mam?,--dijo con brusquedad,--yo quiero irme hoy.

--Ya te dije que no.

"Ah, le gusta verme morir aqu? de tristeza", pens?. "Ojal? nos ocurra una desgracia".

Y sinti? la necesidad maligna de que una desgracia sobreviniera, en realidad, atra?da por su augurio diab?lico.

Saltando y cantando sus dos primas salieron a la galer?a. Acababan de vestirse y sus trajes claros y sus cabellos rubios brillaban al sol. Par?ndose repentinamente ante Adriana, recobraron la habitual expresi?n seria y grave; luego, en el t?lburi cuyas riendas les entregaba un pe?n de la estancia junto al vered?n, reflexionaron vagamente en aquella extra?a muchacha con quien jugaran tanto de criaturas, y que ahora, por m?s que hablaran con ella todos los d?as, les parec?a un ser cuyo esp?ritu oscuro no penetrar?an jam?s.

Pero un tren hab?a parado en el pueblecito inmediato a la estancia; media hora despu?s, al chasquido de un l?tigo, bajo los eucaliptos, en el extremo de la avenida, oscil? la capota de un break. Eran Raquel y Fernando. Este tra?a para su madre malas noticias. Un campo que ellos pose?an al norte de la provincia, acababa de incendiarse y hab?an muerto casi todos los animales. Fernando, sin bajar del break, refer?a esto con cierto aire de indiferencia y hasta con buen humor, mientras Raquel exclamaba, sac?ndose el tul de la cara:

--?Qu? pena para mam?!

Adriana vio venir a su madre y corri? hacia ella, muy alegre: "?Una desgracia, mam?!" Pero al decir esto se sobrecog?a por la idea de su propia perversidad.

--?No hay que exagerar las cosas!--le grit? Fernando bajando r?pidamente del break.

Raquel mir? a su hermana fijamente.

--?Oh, qu? alma la tuya!

El acento de su voz traduc?a desaz?n y resentimiento. Pero no proven?a su despecho de aquella inoportuna alegr?a de Adriana, sino de un motivo mucho m?s grave para ella.

--?Hiciste una de las tuyas!--exclam? cuando las dos se hallaron solas. No creas que te reproche nada. Le has coqueteado a Castilla sabiendo que ?l me festejaba. No me importar?a, no tengo celos, te lo juro, pero lo que has hecho me demuestra que no soy nada para ti, que me desprecias, y si es as? ya no quiero ser tu hermana.

Bajo la frente que asomaba como un tri?ngulo de fina blancura entre los mechones del cabello lacio, los hermosos ojos verdes de Raquel brillaban de indignaci?n. Y en el tono de sus palabras hab?a un deseo doloroso de hacerle sentir la maldad de su acci?n.

Pero Adriana mir? a Raquel con una sonrisa dulce y como sorprendida.

--No vale la pena de pelear por un presumido como Castilla.

--Un motivo no puede faltarte para tus acciones odiosas; ya tienes el vicio de hacerlas.

El sufrimiento interior que la expresi?n resentida de Raquel hab?a suscitado en su esp?ritu, se anul? en seguida bajo la violencia de esta ?ltima frase. Como su hermana quisiera marcharse, la retuvo.

--Yo no podr?a sino re?rme--le replic?--de cualquier muchacho que se parezca a Castilla. No me enga?o con esa facilidad tuya, que cada a?o tienes una nueva ilusi?n y haces una nueva conquista.

--Pues yo prefiero enga?arme y no enga?ar, como tan deslealmente enga?as t? a Mu?oz. En la primera ocasi?n, te lo juro, le pondr? al corriente de la perversidad tuya; y esto lo har? no para vengarme sino porque a Mu?oz no lo mereces.

--?Pero yo te lo regalo, Raquel! A m? no me interesa. Ojal? estuviera en este momento aqu?. A m? misma me oir?as decirle que no le he querido nunca y que le odio, porque se parece a todos y para m? s?lo ha sido una decepci?n m?s...

Se contuvo, siempre cerrando el paso a Raquel, que procuraba rechazarla abriendo los brazos, mientras se acentuaba el ce?o de enojo en su peque?a frente. Luego, como decidi?ndose, prosigui?:--?Sabes por qu? soy mala? Por desesperaci?n, por idealismo.

--Ser?as buena, no ser?as perversa.

--T? no puedes entenderme ?ves? Yo dar?a mi vida por un verdadero amor y por alguien que realmente lo mereciera. Y t?, en tanto, no ser?as capaz de sacrificarte nunca. Crey?ndote buena, sin embargo est?s sin saberlo llena de vanidad y de tontera. Ir a las fiestas, buscar al otro d?a tu nombre en la lista de se?oras y ni?as que publican los diarios, y que te vean en un palco del Ode?n cuando la compa??a francesa representa comedias que no te interesan porque no las entiendes, y desesperarte cuando alguna amiga viene mejor puesta que t?: esa es tu vida, eso te conforma, a eso se reducen tus ensue?os. Cuando los mozos se nos acercan, algunos con sonrisita galante y atenciones exageradas, rid?culas, otros mir?ndonos serios, callados, como seguros de conquistarnos en cuanto abran la boca y se decidan, t? en seguida te encuentras en la gloria y respondes de la mejor manera posible a sus chistecitos amables y a sus miradas irresistibles. Yo en cambio sufro, comprendo toda la trivialidad que los mueve, la insignificancia de lo que sienten. Los muchachos como Castilla s?lo pueden embobar a las tontas. Embobarlas y re?rse de ellas. Re?rse con raz?n, porque para llegar a formarse una ilusi?n sobre esos tilingos...

--Bueno,--le interrumpi? Raquel--d?jame con mis ilusiones y qu?date con las tuyas.

L?grimas de despecho empa?aban sus ojos verdes. Adriana se acerc? a ella vivamente y le tom? las manos.

--No te enojes, no hablo as? para fastidiarte, sino por un desahogo...

Pero se call?, como si la avergonzara demostrarle otra cosa que maldad. Y echaba de menos, en lo ?ntimo de s? misma, la ?poca feliz en que, jugando juntas y viviendo a?n su padre, sol?a Raquel correr a su encuentro para besarla con j?bilo, en plena boca, enlaz?ndole el cuello con sus brazos diminutos. Y su recuerdo reavivaba esta escena iluminada por la claridad tan lejana de los tiempos desvanecidos.

--?No vinieron cartas para m??--pregunt? con indiferencia. Raquel, por toda respuesta, la mir? con expresi?n de cansancio y de disgusto; y se march? despu?s de arrojar dos cartas sobre una mesita.

Adriana qued? pensativa por largo rato, jugando con las cartas. Despu?s abri? una, que era de Mu?oz y la ley? r?pidamente. Se trataba de un ultim?tum. Le recordaba todas las inconsecuencias, todo el enga?o con que ella hab?a logrado hasta entonces hacerle llevar "la cadena de un amor s?lo correspondido con ya insufribles perversidades". Hab?a resuelto, esta vez definitivamente, y en ello empe?aba su palabra, romper el compromiso si no se aven?a ella a cambiar de actitud. La carta terminaba as?: "Yo hab?a cifrado el objeto de mi vida y todas mis aspiraciones en el amor de usted. Por lo mismo tuvieron mis sentimientos una sinceridad incontestable. Jam?s hubiera querido conquistar su cari?o por otro medio. Pero tal vez por mi sinceridad misma la he de perder para siempre. Ayer ped? a Charito, como favor de amistad, que la invitara para el viernes. Si no va usted, Adriana, todo habr? terminado entre nosotros."

"?Bah,--pens? ella--ya hab?a decidido ir sin que t? me lo exigieras! Y ahora que Raquel y Fernando est?n aqu?, mam? tampoco podr? poner inconvenientes".

Abri? la otra carta, y ?sta la ley? con emoci?n. Era de Carmen Aliaga, ven?a de aquella casa rom?ntica y de aquella gente que hab?a intervenido en la misteriosa tragedia de su padre suicida. Carmen era la menor de ellas. Se manifestaba extra?ada de que no hubiese vuelto Adriana a visitarlas despu?s de una tarde en que las hab?a "encantado y sorprendido inolvidablemente".

--?Ah, pens? Adriana, encantarse conmigo, ellas que viven en un continuo encantamiento! Y sigui? leyendo, ?vidamente. Carmen le refer?a que casi siempre estaban solas, que rehu?an toda relaci?n con mozos, a causa de cierta man?a o preocupaci?n de Zoraida, toda una historia muy dolorosa, que ella promet?a contarle. Fuera de Julio Lagos, una excepci?n, ?nicamente recib?an a dos o tres parientes y no iban a parte alguna, como no ser a misa.

Conclu?a la carta pidi?ndole, encarecidamente, que las visitara sin falta. Bajo la firma de Carmen, hab?a esta l?nea escrita con caracteres agudos:

Ella dej? ambas cartas en la mesita y su mirada pas? de una a otra, vagamente, como si estuviera viendo flotar las im?genes tan profundamente diversas que cada una de ellas despertaba en su alma.

Ricardo Mu?oz hab?a terminado sus estudios en la Facultad de Derecho, dos a?os atr?s. Era serio y reflexivo por naturaleza. Pero se pleg?, sin embargo, por cierta mala vanidad, a una vida superficial, brillante, en la compa??a de muchachos derrochadores que abandonaban los estudios o no los conclu?an nunca. Se acostumbr?, as?, a considerar la vida con optimismo ir?nico, y mientras calculaba hacer carrera m?s adelante, en la magistratura, frecuentaba el Jockey-Club, los cabarets y a las artistas. En medio de esta vida, que interiormente le avergonzaba, se conoci? con Adriana en la casa de Charito Gonz?lez, antigua y leal amiga suya.

Al principio no fue sino un sentimiento ligero, un suave placer de galanter?a y el encanto de o?r las alusiones de las personas que frecuentaban la casa. Fue despu?s una satisfacci?n ?ntima, pronto voluptuosa inquietud al advertir que, cuando le daban bromas con ?l, Adriana ya no re?a. Al fin no pudo substraerse a la continua preocupaci?n que le produc?a aquel intercambio de manifestaciones cada vez m?s llenas de halago y de dulzura, aquella penumbra sentimental que le envolv?a, le acariciaba y le acompa?aba a todas partes, despertando en su ser un verdadero deseo de adoraci?n para aquella muchacha extraordinariamente linda, cuyo amor en ciertos momentos le parec?a un raro sue?o. Se hizo t?mido; cuando estaba solo con ella, el coraz?n le lat?a con violencia. En el verano la sigui? a las sierras de C?rdoba y Adriana, despu?s de algunas vacilaciones que le sumergieron en terribles zozobras, le acept? como novio, pero con la condici?n de mantener el compromiso secreto, "para que nuestro amor--dec?a--no pierda el encanto de la intimidad". El noviazgo la hizo m?s reservada, m?s indiferente.

Mu?oz era otro desde entonces. S?lo de vez en cuando le ve?an aparecer en el club sus amigos habituales; y siempre pensativo, reconcentrado, respond?a con una sonrisa forzada a las exclamaciones ruidosas que le acog?an. En una de aquellas ocasiones le fue entregada una esquela. Delante de todos la abri?. Despu?s de leerla, hizo un gesto hastiado y la dio a Miguel Castilla, uno de sus amigos.

--Si quieres ir a verla, por m?...

Era de una tonadillera conocida. Algunos meses antes la hab?an perseguido los dos, como rivales, pero in?tilmente. Aquella generosa indiferencia de Mu?oz sorprendi? mucho; le creyeron atacado de neurastenia o de algo peor y le aconsejaron una temporada de campo.

Y ahora sufr?a lo indecible. Le hab?a escrito a la estancia del se?or Molina sin recibir contestaci?n; entreg? una carta, el ultim?tum, a Raquel, suplic?ndole que la hiciera llegar a manos de Adriana; por fin, la v?spera de ese viernes, Charito Gonz?lez le dio la seguridad de que ella vendr?a expresamente de la estancia.

Subi? Mu?oz la escalera de la casa con emoci?n indescriptible. Llegando al vest?bulo, temi? aparecer en el sal?n sin el aplomo necesario. Se detuvo. "Voy a verla dentro de un instante", se dijo. Temblaba todo entero. De pronto le tocaron en el hombro, y una voz conocida le murmur?: "Hombre, ten?a que hablarte a prop?sito de aquello". Se volvi? con brusquedad, desagradablemente sorprendido: era Miguel Castilla.

--?A prop?sito de qu??

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