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Read Ebook: La de Bringas by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 695 lines and 72846 words, and 14 pages

-- Pahin on se, ettei tapahdu mit??n! tiuskii Elina. Min? en kest? sellaista! Minulla on ik?v? teid?n kanssanne. Kaikki naiset ovat niin pahoja! Min? en tule toimeen ilman miehi?!

-- Elina, Elina! parkuvat molemmat vanhemmat naiset nyt kuorossa.

-- Tuollaisella ulkomaalaisella veijarilla, joka ajaa takaa nuorta tytt??, ei ik?n? ole mit??n hyv?? mieless?. H?n aikoo vietell? sinut, sanoo yst?v?t?r ankarasti.

-- Ja h?n voi tappaakin sinut, etel?maalaisilla on niin kuuma veri, lis?? ?iti.

T?ten jatkuu kohtaus. Ja lopuksi otetaan Elinalta pyh?t valat siit?, ettei h?n en?? koskaan tapaisi tshekkil?ist? runoilijaa.

Elina j?? miettim??n. Mit? nyt oli teht?v?? Oikeastaan oli h?n jo v?h?n kyll?stynyt koko runoilijaan. Ja kenties h?n ei ollut runoilija ollenkaan, ainoastaan tavallinen veijari. Ehk? olikin ?iti oikeassa. Mutta jos niin oli laita, sen pilan h?n ainakin kostaisi.

Este trabajo previo del dibujo ocup? al artista como media semana, y qued? tan satisfecho de ?l, que hubo de otorgarse a s? mismo, en el silencio de la falsa modestia, ardientes pl?cemes. <>.

Peg? Bringas su dibujo sobre un tablero, y puso encima el cristal, adapt?ndolo y fij?ndolo de tal modo que no se pudiese mover. Hecho esto, lo dem?s era puro trabajo de habilidad, paciencia y pulcritud. Consist?a en ir expresando con pelos pegados en la superficie superior del cristal todas las l?neas del dibujo que debajo estaba, tarea verdaderamente peliaguda, por la dificultad de manejar cosa tan sutil y escurridiza como es el humano cabello. En las grandes l?neas menos mal; pero cuando hab?a que representar sombras, por medio de rayados m?s o menos finos, el artista empleaba series de pelos cortados del tama?o necesario, los cuales iba pegando cuidadosamente con goma laca, en caliente, hasta imitar el rayado del buril en la plancha de acero o en el boj. En las tintas muy finas, Bringas hab?a extremado y sutilizado su arte hasta llegar a lo microsc?pico. Era un innovador. Ning?n capil?fice hab?a discurrido hasta entonces hacer puntos de pelo, picando este con tijeras hasta obtener cuerpecillos que parec?an mol?culas, y pegar luego estos puntos uno cerca de otro, jam?s unidos, de modo que imitasen el punteado de la talla dulce. Usaba para esto fin?simos pinceles, y aun plumas de pajaritos afiladas con saliva; y despu?s de bien picado el cabello sobre un cristal, iba cogiendo cada punto para ponerlo en su sitio, previamente untado de laca. La combinaci?n de tonos aumentaba la enredosa prolijidad de esta obra, pues para que resultase arm?nica, conven?a poner aqu? casta?o, all? negro, por esta otra parte rubio, oro en los cabellos del ?ngel, plata en todo lo que estuviera debajo del fuero de la claridad lunar. Pero de todo triunfaba aquel bendito. ?Y c?mo no, si sus manos parec?a que no tocaban las cosas; si su vista era como la de un lince, y sus dedos deb?an de ser dedos del c?firo que acaricia las flores sin ajarlas?... ?Qu? diablo de hombre! Habr?a sido capaz de hacer un rosario de granos de arena, si se pone a ello, o de reproducir la catedral de Toledo en una c?scara de avellana.

Todo el mes de Marzo se lo llev? en el cenotafio y en el sauce, cuyas hojas fueron brotando una por una, y a mediados de Abril ten?a el ?ngel brazos y cabeza. Cuantos ve?an esta maravilla qued?banse prendados de la originalidad y hermosura de ella y pon?an a D. Francisco entre los m?s eximios artistas, asegurando que si viese tal obra alg?n extranjerazo, alg?n inglesote rico de esos que suelen venir a Espa?a en busca de cosas buenas, dar?an por ella una porrada de dinero y se la llevar?an a los pa?ses que saben apreciar las obras del ingenio. Ten?a Bringas su taller en el enorme hueco de una ventana que daba al Campo del Moro...

Porque la familia viv?a en Palacio en una de las habitaciones del piso segundo que sirven de albergue a los empleados de la Casa Real.

Ciento veinte y cuatro escalones ten?a que subir D. Francisco por la escalera de Damas para llegar desde el patio al piso segundo de Palacio, piso que constituye con el tercero una verdadera ciudad, asentada sobre los espl?ndidos techos de la regia morada. Esta ciudad, donde alternan pac?ficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real rep?blica que los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmenso circuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primera vez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en su nuevo domicilio, nos perdimos en aquel d?dalo donde ni ?l ni yo hab?amos entrado nunca. Al pisar su primer recinto, entrando por la escalera de Damas, un cancerbero con sombrero de tres picos, despu?s de tomarnos la filiaci?n, indiconos el camino que hab?amos de seguir para dar con la casa de nuestro amigo. <>.

?Que si quieres!... Echamos a andar por aquel pasillo de baldosines rojos, al cual yo llamar?a calle o callej?n por su magnitud, por estar alumbrado en algunas partes con mecheros de gas y por los ?ngulos y vueltas que hace. De trecho en trecho encontr?bamos espacios, que no dudo en llamar plazoletas, inundados de luz solar, la cual entraba por grandes huecos abiertos al patio. La claridad del d?a, reflejada por las paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones, t?neles o como quiera llam?rseles, se perd?a y se desmayaba en ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado c?rculo y bajo un doselete de lat?n.

En todas partes hall?bamos puertas de cuarterones, unas reci?n pintadas, descoloridas y apolilladas otras, numeradas todas; mas en ninguna descubrimos el guarismo que busc?bamos. En esta ve?amos pendiente un lujoso cord?n de seda, despojo de la tapicer?a palaciega; en aquella un deshilachado cordel. Con tal signo algunas viviendas acusaban arreglo y limpieza, otras desorden o escasez, y los trozos de estera de alfombra que asomaban por bajo de las puertas tambi?n nos dec?an algo de la especial aposentaci?n de cada interior. Hall?bamos domicilios deshabitados, con puertas telara?osas, rejas enmohecidas, y por algunos huecos tapados con rotas alambreras soplaba el aire tray?ndonos el vaho fr?o de estancias solitarias. Por ciertos lugares anduvimos que parec?an barrios abandonados, y las b?vedas de desigual altura devolv?an con eco triste el sonar de nuestros pasos. Subimos una escalera, bajamos otra, y creo que tornamos a subir, pues resueltos a buscar por nosotros mismos el dichoso n?mero, no pregunt?bamos a ning?n transe?nte, prefiriendo el grato af?n de la exploraci?n por lugares tan misteriosos. La idea de perdernos no nos contrariaba mucho, porque sabore?bamos de antemano mano el gusto de salir al fin a puerto sin auxilio de pr?ctico y por virtud de nuestro propio instinto topogr?fico. El laberinto nos atra?a, y adelante, adelante siempre, segu?amos tan pronto alumbrados por el sol como por el gas, describiendo ?ngulos y m?s ?ngulos. De trecho en trecho alg?n ventan?n abierto sobre la terraza nos correg?a los defectos de nuestra derrota, y mirando a la c?pula de la capilla, nos orient?bamos y fij?bamos nuestra verdadera posici?n.

<>.

En efecto, grandes formas piramidales forradas de plomo nos indicaban las grandes techumbres en cuya superficie inferior hacen volatines los angelones de Bayeu.

A lo mejor, andando siempre, nos encontr?bamos en un espacio cerrado que recib?a la luz de claraboyas abiertas en el techo, y ten?amos que regresar en busca de salida. Viendo por fuera la correcta mole del alc?zar, no se comprenden las irregularidades de aquel pueblo fabricado en sus pisos altos. Es que durante un siglo no se ha hecho all? m?s que modificar a troche y moche la distribuci?n primitiva, tapiando por aqu?, abriendo por all?, condenando escaleras, ensanchando unas habitaciones a costa de otras, convirtiendo la calle en vivienda y la vivienda en calle, agujerando paredes y cerrando huecos. Hay escaleras que empiezan y no acaban; vest?bulos o plazoletas en que se ven blanqueadas techumbres que fueron de habitaciones inferiores. Hay palomares donde antes hubo salones, y salas que un tiempo fueron caja de una gallarda escalera. Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepa a d?nde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras los cuales no se ve m?s que soledad, polvo y tinieblas.

A un sitio llegamos donde Pez dijo: <>. Vimos media docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel, espadas y fusiles de ca?a. M?s all?, en un espacio ancho y alumbrado por enorme ventana con reja, las cuerdas de ropa puesta a secar nos obligaban a bajar la cabeza para seguir andando. En las paredes no faltaban mu?ecos pintados ni inscripciones indecorosas. No pocas puertas de las viviendas estaban abiertas, y por ellas ve?amos cocinas con sus pucheros humeantes y los vasares orlados de cenefas de papel. Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dij?ramos, en medio de la calle.

<>--nos dijo una que ten?a en brazos un muchach?n forrado en bayetas amarillas.

--Buscamos la casa de D. Francisco Bringas.

--?Bringas?... ya, ya s?--dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja--. Aqu? cerca. No tienen ustedes m?s que bajar por la primera escalera de caracol y luego dar media vuelta... Bringas, s?, es el sacrist?n de la Capilla.

--?Qu? est? usted diciendo, se?ora? Buscamos al oficial primero de la Intendencia.

--Entonces ser? abajo, en la terraza. ?Saben ustedes ir a la fuente?

--No.

--?Saben la escalera de C?ceres?

--Tampoco.

--?Saben el oratorio?

--No sabemos nada.

--?Y el coro del oratorio? ?Y los palomares?

Resultado: que no conoc?amos ninguna parte de aquel laber?ntico pueblo formado de recovecos, burladeros y sorpresas, capricho de la arquitectura y mofa de la simetr?a. Pero nuestra impericia no se daba por vencida, y rechazamos las ofertas de un muchacho que quiso ser nuestro gu?a.

<>.

Andando. Pez hab?a adquirido en los libritos de Verne nociones geogr?ficas; se las echaba de pr?ctico y a cada paso me dec?a: <>.

La Providencia deparonos nuestra salvaci?n en la considerable persona de la viuda de Garc?a Grande, que se nos pareci? de improviso saliendo de una de las m?s feas y m?s ro?osas puertas que a nuestro lado ve?amos.

Cu?nto nos alegramos de aquel encuentro, no hay para qu? decirlo. Ella, por el contrario, pareciome sorprendida desagradablemente, coma persona que no quiere ser vista en lugares impropios de su jerarqu?a. Sus primeras palabras, dichas a tropezones y entremezcladas con las f?rmulas del saludo, confirmaron aquel mi modo de pensar.

<> Nada, nada, pues a Palacio. Meto mis muebles en siete carros de mudanza, y me encuentro con que el cuarto de la generala est? lleno de alba?iles... ?Es un horror!... se cae un tabique... el estuco perdido... los baldosines teclean bajo los pies... En fin, que tengo que meter mis queridos trastos en este aposento, bastante grande, s?, pero incapaz para m?... Ver?an ustedes las dos tablas de Rafael tiradas por el suelo, revueltas con la vajilla; el gran lienzo de Trist?n contra la pared; las porcelanas metidas en paja todav?a; las mesas patas arriba; las l?mparas y los biombos y otras muchas cosas en desorden, esperando sitio, todo hecho una atrocidad, un horror... Cr?anlo, estoy nerviosa. Acostumbrada a ver mis cosas arregladas me abruma la estrechez, la falta de espacio... Y esta vecindad de mozas de retrete, de porteros de banda, pinches y casilleres me enfada lo que ustedes no pueden figurarse. Su Majestad me perdone; pero bien me pod?a haber dejado en mi casa de la calle de la Cruzada, grandona, friota, eso s?; pero de una comodidad... No me faltaba sitio para nada y todos los tapices estaban colgados. Aqu? no s?, no s?... Creo que en la habitaci?n que voy a ocupar ha de faltarme tambi?n sitio para todo... ?Qu? hemos de hacer!... all? van leyes do quieren reyes>>.

Dijo esto en tono de jovial conformidad, cual persona que sacrificaba sus gustos y su bienestar al amistoso capricho de una Reina. Gui?banos por el corredor, y cuando salimos a la terraza para acortar camino, se?al? con aire imponente a una fila de puertas diciendo:

<>.

D. Manuel, como hombre muy pol?tico, apoyaba estas razones; pero demasiado sab?a con qui?n hablaba y el caso que deb?a hacer de aquellas cacareadas grandezas. Por mi parte, como la viuda de Garc?a Grande me era a?n punto menos que desconocida, pues mi familiar trato con ella se verific? m?s tarde, en los tiempos de M?ximo Manso, mi amigo, todo cuanto aquella se?ora dijo me lo tragu?, y lo menos que me ocurr?a era que estaba hablando con el m?s pr?ximo pariente de S. M. Aquel derribar de tabiques y aquel disponer obras y mudanzas, hicieron en mi candidez el efecto de un lenguaje regio hablado desde la pen?ltima grada de un trono. El respeto me imped?a desplegar los labios.

Llegamos por fin a las habitaciones de Bringas. Comprendimos que hab?amos pasado por ella sin conocerla, por estar borrado el n?mero. Era una hermosa y amplia vivienda, de pocos pero tan grandes aposentos, que la capacidad supl?a al n?mero de ellos. Los muebles de nuestro amigo holgaban en la vasta sala de abovedado techo; pero el retrato de D. Juan de Pipa?n, suspendido frente a la puerta de entrada, dec?a con sus sagaces ojos a todo visitante: <>. Por las ventanas que ca?an al Campo del Moro entraban torrentes de luz y alegr?a. No ten?a despacho la casa; pero Bringas se hab?a arreglado uno muy bonito en el hueco de la ventana del gabinete principal, separ?ndolo de la pieza con un cortin?n de fieltro. All? cab?an muy bien su mesa de trabajo, dos o tres sillas, y en la pared los estantillos de las herramientas con otros mil cachivaches de sus variadas industrias. En la ventana del gabinete de la izquierda se hab?a instalado Paquito con todo el f?rrago de su biblioteca, papelotes y el copioso archivo de sus apuntes de clase, que iba en camino de abultar tanto como el de Simancas. Estos dos gabinetes eran anchos y de b?veda, y en la pared del fondo ten?an, como la sala, sendas alcobas de capacidad catedralesca, sin estuco, blanqueadas, cubiertos los pisos de estera de cordoncillo. Las tres alcobas recib?an luz de la puerta y de claraboyas con reja de alambre que se abr?an al gran corredor-calle de la ciudad palatina. Por algunos de estos tragaluces entraba en pleno d?a resplandor de gas. En la alcoba del gabinete de la derecha se instal? el lecho matrimonial; la de la sala, que era mayor y m?s clara, serv?a a Rosal?a de guardarropa, y de cuarto de labor; la del gabinete de la izquierda se convirti? en comedor por su proximidad a la cocina. En dos piezas interiores dorm?an los hijos.

Para ir a su oficina, D. Francisco no ten?a que salir a la calle. O bien bajaba la escalera de C?ceres, atravesando luego el patio, o bien, si el tiempo estaba lluvioso, recorr?a la ciudad alta hasta la escalera de Damas, dirigi?ndose por las arcadas al Real Patrimonio. Como sal?a poco a la calle, hasta el paraguas hab?a dejado de serle necesario en aquella feliz vivienda, complemento de todos sus gustos y deseos.

En la vecindad hab?a familias a quienes Rosal?a, con todo su orgullete, no ten?a m?s remedio que conceptuar superiores. Otras estaban muy por bajo de su grandeza pipa?nica; pero con todas se trataba y a todas devolvi? la ceremoniosa visita inaugural de su residencia en la poblaci?n superpalatina. Do?a C?ndida...

Pero antes de seguir, quiero quitar de esta relaci?n el estorbo de mi personalidad, lo que lograr? explicando en breves palabras el objeto de mi visita al Sr. de Bringas. Hab?a yo rematado un lote de le?as y otro de hierbas en Riofr?o; y como ocurrieran informalidades graves en la adjudicaci?n, tuve ciertos dimes y diretes con un administradorcillo de la Casa Real, de donde me vino el peligro de un pleito. Ya empezaba a sentir las pesadas caricias del procurador, cuando resolv? matar la cuesti?n en su origen. D. Manuel Pez, el arreglador de todas las cosas, el recomendador sempiterno, el hombre de los volantitos y de las notitas, brindose a sacarme del paso. Yo le deb?a algunos favores; pero los que ?l me deb?a a m? eran de mayor importancia y cuant?a. Quiso, pues, nivelar mi agradecimiento con el suyo, llev?ndome en persona a ver al oficial primero del Patrimonio para que fuera as? la recomendaci?n m?s expresiva y eficaz. Todo sali? seg?n el deseo de entrambos. Tan servicial y diligente se mostr? el buen D. Francisco, que a los dos d?as de haberle visto, mi asunto estaba zanjado. Dos capones de Bayona y una docena de botellas de vino de mi propia cosecha le regal? el 4 de Octubre, d?a de su santo, y a?n no me pareci? esta fineza proporcionada al servicio que me hab?a hecho.

Si los hijos de aquella se?ora eran idiotas, raqu?ticos y feos como demonios, en cambio su hermana Milagros hab?a dado al mundo cuatro ?ngeles marcados desde su edad tierna con el sello de la hermosura, la gracia y la discreci?n. Aquel Leopoldito tan travieso y mono; aquel Gustavito tan precoz, tan sabidillo y sentado; aquel Luisito tan m?stico, que parec?a un aprendiz de santo, y principalmente aquella Mar?a, de ojos verdes y perfil hel?nico, Venus extra?da de las ruinas de Grecia, soberana escultura viva, ?a qu? madre no envanecer?an? Do?a Tula adoraba a sus sobrinos. Eran para ella hijos que no le hab?an causado ning?n dolor; hijos de otra para las molestias y suyos para las gracias. A Mar?a, que por entonces cumpliera quince a?os, la adoraba con pasi?n de abuela, o sea dos veces madre, y la ten?a un tanto consentida y mimosa. Iba la hermosa ni?a los domingos y jueves a pasar con do?a Tula todo el d?a; tambi?n sol?a ir los martes y los viernes, y a veces los lunes y s?bados. Los d?as de fiesta reun?anse all? varias amiguitas de la generala, entre ellas las ni?as de D. Buenaventura de Lantigua, y una prima de estas, hija del c?lebre jurisconsulto D. Juan de Lantigua, la cual, si no estoy equivocado, se llamaba Gloria.

Por m?s que D. Francisco protestase del gusto que ten?a en ver su casa llena de serafines, alguna vez le molestaban. Cuando se les ocurr?a admirar la obra peluda y se enracimaban en torno a la mesa, el gran artista, sin poder respirar dentro de aquella corona de preciosas cabezas, les dec?a riendo: <>.

Y ellas: <>.

Lo que cuento ocurr?a en la Primavera del 68, y el Jueves Santo de aquel a?o fue uno de los d?as en que m?s alborotaron. Don Francisco, santificador de las fiestas, asisti? de gran etiqueta, con su cruz y todo, a la solemnidad religiosa en la capilla. Rosal?a tambi?n se person? en la regia morada, juzgando que era indispensable su presencia para que las ceremonias tuviesen todo el brillo y pompa convenientes. C?ndida no baj?, aparentemente <>, en realidad porque no ten?a vestido. Las chicas de Lantigua y la Sudre invadieron desde muy temprano la habitaci?n de do?a Tula, que por raz?n de su cargo baj? muy emperejilada, dejando el gracioso reba?o a cargo de una se?ora que la acompa?aba. ?Cu?nto de divirtieron aquel d?a, y cu?nto hicieron rabiar a los pollos Leoncito, Federiquito Cimarra, el de Horro y otros no menos guapos y bien aprovechados! Les invitaron a subir con enga?o a un palomar alto dici?ndoles que desde all? se ve?a el interior de la capilla, y luego me les encerraron hasta media tarde.

Como eran amigas del sacrist?n, vecino de C?ndida, pudieron colocarse en la escalera de la capilla hasta vislumbrar, por entre puertas entornadas, la mitra del patriarca y dos velas apagadas del tenebrario, un altar cubierto de tela morada, algunas calvas de capellanes y algunos pechos de gentiles hombres cargados de cruces y bandas; pero nada m?s. Poco m?s tarde lograron ver algo de la hermosa ceremonia de dar la comida a los pobres despu?s del lavatorio. Hay en el ala meridional de la terraza unas grandes claraboyas de cristales, protegidos por redes de alambre. Corresponden a la escalera principal, al Sal?n de Guardias y al de Columnas. Asom?ndose por ellas, se ve tan de cerca el curvo techo, que resultan monstruosas y groseramente pintadas las figuras que lo decoran. Angelones y ninfas extienden por la escocia sus piernas enormes, cabalgando sobre nubes que semejan pacas de algod?n gris. De otras figuras creer?ase que con el esfuerzo de su colosal musculatura levantan en vilo la armaz?n del techo. En cambio, las flores de la alfombra, que se ve en lo profundo, tomar?anse por miniaturas.

Multitud de personas de todas clases, habitantes en la ciudad, acudieron tempranito a coger puesto en las claraboyas del Sal?n de Columnas para ver la comida de los pobres. Se enracimaban las mujeres junto a los grandes c?rculos de cristales, y como no faltaban agujeros, las que pod?an colocarse en la delantera, aunque fuera repartiendo codazos, gozaban de aquel pomposo acto de humildad regia que cada cual interpretar? como quiera. No faltaba quien cortara el vidrio con el diamante de una sortija para practicar huequecillos all? donde no los hab?a. ?Qu? desorden, qu? rumor de gent?o impaciente y dicharachero! Las personas extra?as, que hab?an ido en calidad de invitadas, eran tan impertinentes que quer?an para si todos los miraderos. Mas C?ndida, con aquella autoridad de que sab?a revestirse en toda ocasi?n grave, mand? despejar una de las claraboyas para que tomaran libre posesi?n de ella las ni?as de Teller?a, Lantigua y Bringas. ?Demontre de se?ora! Amenaz? con poner en la calle a toda la gente forastera si no se la obedec?a.

Curioso espect?culo era el del Sal?n de Columnas visto desde el techo. La mesa de los doce pobres no se ve?a muy bien; pero la de las doce ancianas estaba enfrente y ni un detalle se perd?a. ?Qu? avergonzadas las infelices con sus vestidos de merino, sus mantones nuevos y sus pa?uelos por la cabeza! ?Verse entre tanta pompa, servidas por la misma Reina, ellas que el d?a antes ped?an un triste ochavo en la puerta de una iglesia!... No alzaban sus ojos de la mesa m?s que para mirar at?nitas a las personas que les serv?an. Algunas derramaban l?grimas de azoramiento m?s que de gratitud, porque su situaci?n entre los poderosos de la tierra y ante la caridad de etiqueta que las favorec?a, m?s era para humillar que para engre?r. Si todos los esfuerzos de la imaginaci?n no bastar?an a representarnos a Cristo de frac, tampoco hay razonamiento que nos pueda convencer de que esta comedia palaciega tiene nada que ver con el Evangelio.

Los platos eran tomados en la puerta, de manos de los criados, por las estiradas personas que hac?an de camareros en tan piadosa ocasi?n. Formando cadena, las damas y gentiles hombres los iban pasando hasta las propias manos de los Reyes, quienes los presentaban a los pobres con cierto aire de benevolencia y cortes?a, ?nica nota simp?tica en la farsa de aquel cuadro teatral. Pero los infelices no com?an, que si de comer se tratara muy apurados se hab?an de ver. Seguramente sus torpes manos no recordaban c?mo se lleva la comida a la boca. Puestas las raciones sobre la mesa, un criado las cog?a y las iba poniendo en sendos cestos que ten?a cada pobre detr?s de su asiento. Poco despu?s, cuando las personas reales y la grandeza abandonaron el Sal?n, salieron aquellos con su canasto, y en los aposentos de la reposter?a les esperaban los fondistas de Madrid o bien otros singulares negociantes para comprarles todo por unos cuantos duros.

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