Read Ebook: Aguas fuertes by Palacio Vald S Armando
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Ebook has 524 lines and 54157 words, and 11 pages
AGUAS FUERTES
NOVELAS Y CUADROS
POR
ARMANDO PALACIO VALD?S
MADRID EST. TIP. DE RICARDO F? Cedaceros, n?m. 11
Es propiedad.
?NDICE
El Retiro de Madrid:
El P?jaro en la nieve
La Academia de Jurisprudencia
El Hombre de los pat?bulos
La Confesi?n de un crimen
La Biblioteca Nacional
El Drama de las bambalinas
Lloviendo
El Paseo de Recoletos
Los Mosquitos l?ricos
El Ultimo bohemio
Los Amores de Clotilde
El Profesor Le?n
El Sue?o de un reo de muerte
La Abeja
Los Puritanos
EL RETIRO DE MADRID
MA?ANAS DE JUNIO Y JULIO
Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo ser?n tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen car?cter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habr? observado en s? mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensaci?n deliciosa semejante a la que habr? experimentado Aqu?les despu?s de arrastrar el cad?ver de H?ctor en torno de las murallas de Ili?n. El hero?smo presenta diversas formas seg?n las edades y los pa?ses, mas en el fondo siempre es id?ntico.
El d?a que madrugamos no admitimos m?s jerarqu?as sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las dem?s se borran ante esta divisi?n trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpat?a y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocr?tica y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a alg?n amigo que sale de su casa frot?ndose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.
As? que entran en el parque y eligen un sitio a prop?sito, silencioso, umbr?o, embalsamado por las acacias, empiezan los juegos. La costurera es un portento de gracia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el volante y chillar como una golondrina. ?Qu? linda est? brincando y haciendo carocas a los se?oritos que acuden al reclamo de los chillidos! El juego la vuelve a los d?as de su infancia, y en consecuencia se sienta sobre las rodillas de sus compa?eros y les ordena que le aten las trenzas del cabello, sin pas?rsele por la mente que estas escenas despiertan en los se?oritos que las presencian ideas vituperables de adquisici?n. Nadie dir?a al ver aquella gracia inocente y modesta, que nuestra hero?na ha corrido algunas borrascas en las berlinas de punto y conoce los misterios de la calle de Panaderos tan bien como D. Antonio San Mart?n. En ciertas ocasiones, rendida, jadeante, las mejillas inflamadas, los ojos brillantes y el cabello desgre?ado, la he visto separarse del juego y tomar el brazo de alg?n zagal sietemesino con guantes amarillos. La he visto seguir lentamente una calle solitaria de ?rboles y perderse con ?l entre el follaje. ?Iban tal vez en busca de alguna gruta fresca y solitaria como aquella en que la esposa de Salom?n dej? olvidado su cuidado? No lo s?. En la vida del campo hay misterios inefables que ser?a m?s grato que prudente el escrutar.
EL ESTANQUE GRANDE
Apenas se deja atr?s la famosa puerta de Alcal? y se dan algunos pasos por la calle de ?rboles que nos lleva a lo interior del Retiro, empieza a refrescar el rostro un vientecillo ligero y h?medo, y con ?nfulas de marino. El coraz?n y los pulmones se dilatan, se cierran involuntariamente los ojos para recibir el beso blando de aquella brisa, y acuden vagamente a la memoria playas, olas, pe?ascos, barcos, gaviotas y sobre todo los horizontes dilatados del oceano que convidan a so?ar. Continuad, continuad con los ojos cerrados; no tem?is tropezar con nada; la calle es ancha y los coches no ruedan por aquel sitio. Durante algunos momentos pod?is meceros sin riesgo en esa grata ilusi?n mar?tima por la cual hab?is pagado ya vuestra contribuci?n.
Yo no dir? que cuando abr?is los ojos os encontr?is frente al mar; semejante exageraci?n servir?a tan s?lo para desacreditar los nobil?simos prop?sitos del poder ejecutivo, dado que ?ste nunca pens?, a mi entender, en fundar un oceano en Madrid, y s? ?nicamente un ep?tome o compendio de ?l. Pero si no frente al mar, os hall?is por lo menos frente a una cantidad de agua que divertir? y lisonjear? vuestras aficiones marinas, aunque no las satisfaga por entero. Las audacias de tal masa de agua est?n refrenadas por unos sencillos muros de ladrillo, sobre los cuales hay una verja de hierro no muy alta.
Cuando os inclin?is sobre esta verja para examinar de cerca el oceano del Ayuntamiento, tal vez conveng?is con la mayor?a de los vecinos de Madrid en que sus aguas no son lo bastante limpias y claras, y que la Corporaci?n municipal har?a muy bien en renovarlas con frecuencia si se propone, como es lo m?s seguro, halagar con ellas los sentimientos naturalistas y po?ticos del vecindario. No obstante, en ocasiones, esas aguas verdes y cenagosas se rizan blandamente al soplo de la brisa, lo mismo que el lago m?s hermoso, y a veces tambi?n, en la hora del medio d?a, estando el cielo l?mpido, despiden vivos y gratos reflejos azules. Le pasa al estanque lo que a las mujeres feas; todas ellas tienen instantes, posturas o movimientos agradables.
Navegan tambi?n en el estanque muchedumbre de botes, lanchas, canoas y otras embarcaciones de diversas formas y tama?os. Los d?as de fiesta suele cruzar por el horizonte un vapor que no se cansa jam?s de silbar. Parece un espectador de los dramas de Catalina. He querido averiguar cu?l era el precio del pasaje, y me han dicho que por recorrer todas las costas del estanque, deteni?ndose en los puntos m?s notables y dignos de verse, se pagaba, en c?mara de primera, diez c?ntimos. Pero es f?cil de comprender que estos viajes de itinerario forzoso no convienen m?s que a las personas de poca imaginaci?n y de sentimientos vulgares y limitados. Los esp?ritus fant?sticos y aventureros gustan m?s de viajar sin itinerario. Hay, pues, mucha gente que prefiere tripular los botes y canoas navegando sin rumbo prefijado y deteni?ndose donde bien les place el tiempo que tienen por conveniente. El amor a la naturaleza y el deseo de conocer las rudas faenas de la mar les arrastra a despojarse de la levita y a empu?ar los remos con las manos cubiertas de sortijas. Desde este momento su fisonom?a se contrae duramente y toma la expresi?n siniestra y terrible de los piratas: sus movimientos son torpes y pesados como los de un lobo de mar. Cuando pasan cerca de la costa y ven una ni?era m?s o menos gentil que les contempla absorta y admirada, se suelen gui?ar el ojo con cierta malicia ruda, exclamando con voz ronca: <>
A otros les da por lo sentimental, y el espect?culo de las aguas dormidas del lago les recuerda las novelas venecianas o las baladas de la Suiza: se dejan balancear dulcemente, inm?viles y apoyados sobre el remo, fijan la vista en un punto del espacio con expresi?n amarga, propia de corazones lacerados, y prorrumpen a veces en tiernas barcarolas que han aprendido en el teatro Real.
Lo mismo las aventuras maravillosas de los unos que las barcarolas de los otros cesan repentinamente as? que se escucha una voz poderosa, inmensa como la de Neptuno, que llega en alas del viento a todas las riberas del estanque:--<
LA CASA DE FIERAS
No s? de cu?ndo data la instituci?n de que quiero dar cuenta: es posible que haya nacido bajo el gobierno paternal del se?or Moyano, aunque no lo afirmo. Antes de ponerme a escribir acerca de ella, quiz? debiera examinar algunos documentos referentes a su erecci?n y desenvolvimiento, a fin de que las futuras generaciones, cuando lean el presente estudio, sepan a qui?n deben las fieras el piadoso hospital que hoy disfrutan. Prefiero, no obstante, improvisar algunas cuartillas, que caer?n fuera de los dominios de la ciencia hist?rica, hacia la cual me siento antes de almorzar poco inclinado.
A unas cien varas del estanque grande se alza el famoso hospicio donde un gobierno atento a las necesidades morales de sus contribuyentes ha colocado media docena de bestias feroces y veinte o treinta micos, con el objeto de recrear y al propio tiempo vigorizar a la guarnici?n de Madrid. As? como los cisnes del estanque reciben sus emolumentos para despertar en los ind?genas ideas buc?licas y sentimientos pastoriles, las alima?as de la Casa de fieras han venido adrede de los desiertos de ?frica para infundir en la clase de tropa la ferocidad que suele perder en el trato ?ntimo de criadas y costureras. Y es de admirar realmente el acierto que ha presidido a la elecci?n de estos terribles animales y con qu? esmero se han procurado utilizar sus diversas aptitudes. Por ejemplo, a nadie puede caber duda de que el le?n ha sido tra?do para despertar en el coraz?n de los espectadores la nobleza y la bravura, como el leopardo la fiereza, el lobo la rapidez, la hiena la crueldad, el mono la astucia y el oso la calma. La espa?ola infanter?a, al recorrer por las tardes en la grata compa??a de sus patronas las jaulas del establecimiento, se siente regenerada y dispuesta a hab?rselas con todo linaje de republicanos feroces y da?inos, mansos o amansados.
Es necesario cortar este abuso. ?C?mo? Buscando el origen y destruyendo la causa. El origen de tal apat?a y negligencia por parte de estos animales no puede ser otro que el no d?rseles el sustento necesario. Las bestias de la Casa de fieras pertenecen a la clase docente, y como el profesorado en general, est?n muy mal retribuidas: tienen los huesos salientes, el pellejo arrugado, el aspecto miserable y triste. Un profesor amigo m?o , me dec?a no ha mucho tiempo que ?l no ense?aba m?s ciencia que la equivalente a los catorce mil reales que le daban. Las fieras deben de seguir el mismo sistema. Aum?nteseles, pues, el sueldo, d?seles las piltrafas suficientes, y el Ayuntamiento ver? sus c?tedras de energ?a y ferocidad perfectamente desempe?adas.
EL PASEO DE LOS COCHES
Se trab? una lucha tit?nica en el Ayuntamiento y en las columnas de los peri?dicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzos incre?bles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasi?n; pero quedamos vencidos. En las hermosas calles de ?rboles nunca profanadas, chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernos conquistadores, los b?rbaros de la riqueza entraron soberbios, arroll?ndonos entre las patas de sus corceles.
Viv?amos felices y tranquilos, y a veces nos dec?amos:--<
Mas he aqu? que un d?a se les antoja a los b?rbaros penetrar con sus carros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeron los ?rboles m?s o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra a los triunfadores. Tambi?n nuestras frentes humilladas les sirvieron de alfombra.
En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en las tardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse un par de horas, despu?s de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a u?a de caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatro horitas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es la contemplaci?n. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, y arruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven a todas partes a contemplar a otros hombres que tambi?n se han quedado calvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismo objeto. Los madrile?os, mejor que ning?n otro pueblo antiguo o moderno, han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, en los teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios de contemplarse con m?s comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salir de Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de San Sebasti?n, a fin de no perderse un instante de vista.
De cinco a cinco y media de la tarde est? el paseo en todo su esplendor; un millar de coches se api?a en la no muy ancha carretera, de tal suerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar una sola vuelta m?s de hora y media, lo cual constituye, como es f?cil de comprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de esta guisa, la contemplaci?n es m?s f?cil y m?s intensa. Las se?oras levantan suavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otras se?oras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada por mirada. Hace ya muchos a?os que se miran y llevan por cuenta los vestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, el colorete y hasta los lunares que gastan; as? que, ordinariamente, se habla muy poco: s?lo de vez en cuando alguna dama comunica a su compa?era en voz baja y estilo telegr?fico ciertas observaciones de poca monta:
--?Has visto a Bermejillo?
--S?.
--?Va detr?s de Enriqueta?
--S?.
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