bell notificationshomepageloginedit profileclubsdmBox

Read Ebook: Aguas fuertes by Palacio Vald S Armando

More about this book

Font size:

Background color:

Text color:

Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page

Ebook has 524 lines and 54157 words, and 11 pages

--S?.

Y de nuevo guardan silencio.

--?Has visto a la de Quintanar?

--Hasta ahora no.

--?Y a la de Bele?o?

--Tampoco.

La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que se vaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que est?n en el paseo la de Quintanar, la de Bele?o, la de Casagonzalo, la de Trujillo, la de Torrealta, la de Villavicencio, la de C?rdova, la de Perales, la de V?lez M?laga y la de Cerezangos, a quienes est? viendo hace veinte a?os, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada, diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo alto de los pescantes, dejan caer miradas ol?mpicas sobre las carrozas, y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena a prop?sito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreas de sus compa?eros, proponi?ndose exigir otras iguales de sus amos. Los caballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio como sus se?ores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidos y cabezadas, alguna observaci?n punzante acerca de sus colegas:

--?Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos de Villamediana! ?Me da risa!

--?Qu? otra cosa quieres que les pongan, chico? ?Si son dos burros sin orejas!

--Que esos potros son tan ingleses como el forro de mis pezu?as.

As? hablan los caballos a menudo; y a menudo tambi?n los amos.

Por una de las calles laterales y antiguas caminan los b?pedos de la burgues?a, contemplando sin pesta?ear el fastuoso cortejo de los cuadr?pedos aristocr?ticos. Cuando se cansan de caminar, toman asiento en las sillas met?licas puestas all? adrede para mirarse c?modamente. Numerosas y respetables familias, cuyos jefes sirven dignamente a la Administraci?n p?blica, se autorizan diariamente el sabroso placer de ver pasar en procesi?n a las damas y caballeros que en Madrid gastan coche. La vida cortesana ofrece vivos y punzantes atractivos: el jefe de familia la encuentra demasiado agitada cuando llega a su casa.

Ci?endo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelen cruzar a paso largo algunos se?oritos de palo, con el felpudo sombrero ladeado, pu?os salientes, levita abrochada hasta la nuez y b?culo. Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener el paso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, pon?rselo otra vez y seguir andando.

Y el sol, por no ser menos que todos, contempla con ojo de moribundo esta escena interesante enfilando sus rayos oblicuos entre los ?rboles y levantando mil graciosos reflejos en el barniz de los coches, en el cristal de las linternas y en el metal de los botones de cocheros y lacayos. Antes de morir envuelve con suave caricia la pompa abigarrada de aquella muchedumbre, que no tiene ojos m?s que para s? misma, hace brillar los arreos de los caballos y las joyas de las se?oras, ti?e de vivos colores la seda de los vestidos y extiende un manto brillante de oro sobre la inm?vil y silenciosa comitiva. Los ?rboles recogen con m?s placer que los hombres el ?ltimo beso del astro del d?a, y entre sus copas frondosas surgen gratas y fugitivas luces. A la izquierda el puro azul del cielo se deja ver, desva?do ya y marchito, y su fondo luminoso queda cortado a trechos por las formas r?gidas de alguna con?fera o por los tricornios de los guardias que permanecen clavados a sus caballos, y los caballos a la tierra como verdaderas estatuas. En el medio de la curva que el paseo describe, hay abierto un boquete sin ?rboles, por donde se contempla el paisaje: parece un enorme balc?n desde donde se divisan algunas leguas de tierra ?rida como toda la que rodea a Madrid. Este paisaje s?lo es bello a la ca?da de la tarde: entonces las brumas del crep?sculo, traspasadas un instante por los rayos del sol, matizan delicadamente la vasta planicie, las colinas lejanas flotan en una neblina azulada, y sobre ellas resaltan como puntos blancos algunos caser?os. Los juegos de la luz fingen en la llanura bosques, campos, r?os y pueblos que no existen: es un pa?s falso y teatral que guarda cierta semejanza con el fondo del cuadro de las Lanzas, de Vel?zquez; pero cautiva la vista por su esplendor, y dilata el pecho por su inmensidad.

El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguando los vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos de los caballos, esfumando las facciones de las damas y prest?ndole a todo aspecto escenogr?fico, pierde lentamente su brillo y se transforma en un polvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche. La noche se llega al fin: el sol sepulta sus fuegos en los confines de la yerma llanura: algunas nubecillas finas y delgadas, como rayas trazadas en el firmamento, despu?s de ennegrecerse fuertemente, concluyen por desaparecer. El paseo pierde todo su esplendor; ya no es m?s que un grupo numeroso de coches sin brillo ni poes?a. La comitiva siente casi al mismo tiempo un leve temblor de fr?o; las se?oras se embozan en los chales y tiran hacia s? las pieles que cubren sus rodillas; los caballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en el aire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las pr?ximas dulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el l?tigo enderez?ndolos ya hacia la ciudad. En pocos minutos queda la carretera desierta. Los peones, que como es natural permanecen rezagados, escuchan alg?n tiempo el ruido de los coches, como un rumor distante de olas que se estrellan.

EL P?JARO EN LA NIEVE

El padre se muri? sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote que le exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como si tratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacar el cad?ver de casa sostuvo una lucha fren?tica, espantosa, con los empleados f?nebres. Al fin se qued? solo; pero ?qu? soledad la suya! Ni padre, ni madre, ni parientes, ni amigos: hasta el sol le faltaba, el amigo de todos los seres creados. Pas? dos d?as metido en su cuarto, recorri?ndolo de una esquina a otra como un lobo enjaulado, sin probar alimento. La criada, ayudada por una vecina compasiva, consigui? al cabo impedir aquel suicidio: volvi? a comer y pas? la vida desde entonces rezando y tocando el piano.

El cambio de ministerio le sorprendi? cuando a?n no la hab?a terminado: no s? si entraron los radicales, o los conservadores, o los constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino tarde y con da?o. El nuevo gabinete, pasados algunos d?as, juzg? que Juan era un organista peligroso para el orden p?blico, y que desde lo alto del coro, en las v?speras y misas solemnes, roncando y zumbando con todos los registros del ?rgano, le estaba haciendo una oposici?n verdaderamente escandalosa. Como el ministerio entrante no estaba dispuesto, seg?n hab?a afirmado en el Congreso por boca de uno de sus miembros m?s autorizados, <> procedi? inmediatamente y con saludable energ?a a dejar cesante a Juan, busc?ndole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese m?s garant?as o fuese m?s adicto a las instituciones. Cuando le notificaron el cese, nuestro ciego no experiment? m?s emoci?n que la sorpresa; all? en el fondo casi se alegr?, porque le dejaban m?s horas desocupadas para concluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situaci?n cuando al fin del mes se present? la patrona en el cuarto a pedirle dinero; no lo ten?a, porque ya no cobraba en la iglesia; fue necesario que llevase a empe?ar el reloj de su padre para pagar la casa. Despu?s se qued? otra vez tan tranquilo y sigui? trabajando sin preocuparse de lo porvenir. Mas otra vez volvi? la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vio precisado a empe?ar un objeto de la escas?sima herencia paterna; era un anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qu? empe?ar. Entonces, por consideraci?n a su debilidad, le tuvieron algunos d?as m?s de cortes?a, muy pocos, y despu?s le pusieron en la calle, glori?ndose mucho de dejarle libre el ba?l y la ropa, ya que con ella pod?an cobrarse de los pocos reales que les quedaba a deber.

Busc? una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le caus? una inmensa tristeza; ya no pod?a terminar su misa. Todav?a fue alg?n tiempo a casa de un almacenista amigo y toc? el piano a ratos; no tard?, sin embargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menos amabilidad, y dej? de ir por all?.

Otra vez volvi? a rodar el m?sero por los sitios m?s hediondos de la capital. Alg?n alma caritativa, que por casualidad se enteraba de su estado, socorr?ale indirectamente, porque Juan se estremec?a a la idea de pedir limosna. Com?a lo preciso para no morirse de hambre en alguna taberna de los barrios bajos, y dorm?a por cuatro cuartos entre mendigos y malhechores en un desv?n destinado a este fin. En cierta ocasi?n le robaron, mientras dorm?a, los pantalones, y le dejaron otros de dril remendados. Era en el mes de Noviembre.

El pobre Juan, que siempre hab?a guardado en el pensamiento la quimera de la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenz? a alimentarla con af?n. Hizo que le escribiesen a la Habana, sin poner se?as a la carta porque no las sab?a; procur? informarse si le hab?an visto, aunque sin resultado; y todos los d?as se pasaba algunas horas pidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los ?nicos momentos felices del desdichado eran los que pasaba en oraci?n en el ?ngulo de alguna iglesia solitaria: oculto detr?s de un pilar, aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando el chisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos fieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba este mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con Dios y su Madre Sant?sima. Ten?a la devoci?n de la Virgen profundamente arraigada en el coraz?n desde la infancia: como apenas hab?a conocido a su madre, busc? por instinto en la de Dios la protecci?n tierna y amorosa que s?lo la mujer puede dispensar al ni?o; hab?a compuesto en honor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dorm?a jam?s sin besar devotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.

--Pero yo no hago da?o a nadie.

Es realmente consolador el ver con qu? esmero procura la autoridad gubernativa que las v?as p?blicas se hallen siempre limpias de ciegos que canten. Y yo creo, por m?s que haya quien sostenga lo contrario, que si pudiese igualmente tenerlas limpias de ladrones y asesinos, no dejar?a de hacerlo con gusto.

Retirose a su zah?rda el pobre Juan, pesaroso, porque ten?a buen coraz?n, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dado pie para una intervenci?n del poder ejecutivo. Hab?a ganado cinco reales y un perro grande. Con este dinero comi? al d?a siguiente, y pag? el alquiler del miserable colch?n de paja en que durmi?. Por la noche torn? a salir y a cantar trozos de ?pera y piezas de canto: vuelta a reunirse la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad grit?ndole con energ?a:--Adelante, adelante.

?Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transe?ntes no pod?an escucharle! Sin embargo, Juan marchaba, marchaba siempre porque le estremec?a, m?s que la muerte, la idea de infringir los mandatos de la autoridad, y turbar, aunque fuese moment?neamente, el orden de su pa?s.

Cada noche se iban reduciendo m?s sus ganancias. Por un lado la necesidad de seguir siempre adelante, y por otro la falta de novedad, que en Espa?a se paga siempre muy cara, le iban privando todos los d?as de algunos c?ntimos. Con los que tra?a para casa al retirarse apenas pod?a introducir en el est?mago algo para no morirse de hambre. Su situaci?n era ya desesperada. S?lo un punto luminoso segu?a viendo tenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado: este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas las noches, al salir de casa con la guitarra colgada del cuello, se le ocurr?a el mismo pensamiento:--<> Y esta esperanza, mejor dicho, esta quimera, era lo ?nico que le daba fuerzas para soportar la vida.

Lleg? otro d?a, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieron l?mites. En la noche anterior no hab?a ganado m?s que seis cuartos. ?Hab?a estado tan fr?a! Como que amaneci? Madrid envuelto en una s?bana de nieve de media cuarta de espesor. Y todo el d?a sigui? nevando sin cesar un instante, lo cual les ten?a sin cuidado a la mayor?a de la gente, y fue motivo de regocijo para muchos aficionados a la est?tica. Los poetas que gozaban de una posici?n desahogada, muy particularmente, pasaron gran parte del d?a mirando caer los copos al trav?s de los cristales de su gabinete, y meditando lindos e ingeniosos s?miles de esos que hacen gritar al p?blico en el teatro <> u obligan a exclamar cuando se leen en un tomo de versos: <>

Juan no hab?a tomado m?s alimento que una taza de caf? de ?nfima clase y un panecillo. No pudo entretener el hambre contemplando la hermosura de la nieve, en primer lugar, porque no ten?a vista; y en segundo, porque aunque la tuviese, era dif?cil que al trav?s de la reja de vidrio empa?ada y sucia de su desv?n pudiera verla. Pas? el d?a acurrucado sobre el colch?n, recordando los d?as de la infancia y acariciando la dulce man?a de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado por la necesidad, desfallecido, baj? a la calle a implorar una limosna. Ya no ten?a guitarra; la hab?a vendido por tres pesetas en un momento parecido de apuro.

En vano clam? el ciego largo rato pidiendo favor al cielo; en vano repiti? el dulce nombre de Mar?a un sinn?mero de veces, acomod?ndolo a los diversos tonos de la melod?a. El cielo y la Virgen estaban lejos, al parecer, y no le oyeron; los vecinos de la plaza estaban cerca, pero no quisieron o?rle. Nadie baj? a recogerlo; ning?n balc?n se abri? siquiera para dejar caer sobre ?l una moneda de cobre. Los transe?ntes, como si viniesen perseguidos de cerca por la pulmon?a, no osaban detenerse.

Al fin ya no pudo cantar m?s: la voz espiraba en la garganta; las piernas se le doblaban; iba perdiendo la sensibilidad en las manos. Dio algunos pasos y se sent? en la acera al pie de la verja que rodea el jard?n. Apoy? los codos en las rodillas y meti? la cabeza entre las manos. Y pens? vagamente en que hab?a llegado el ?ltimo instante de su vida; y volvi? a rezar fervorosamente implorando la misericordia divina.

Al cabo de un rato percibi? que un transe?nte se paraba delante de ?l y se sinti? cogido por el brazo. Levant? la cabeza, y sospechando que ser?a lo de siempre, pregunt? t?midamente:

--Apenas puedo, caballero.

--S?, se?or... y adem?s no he comido hoy.

--Entonces, yo le ayudar?... vamos... ?arriba!

El caballero cogi? a Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombre vigoroso.

--S?, se?or; creo que he dado contra la columna de un farol... ?Como soy ciego!

--S?, se?or.

--?Desde cu?ndo?

--Desde que nac?.

Juan sinti? estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminando en silencio. Al cabo ?ste se detuvo un instante y le pregunt? con voz alterada.

--Juan.

--?Juan qu??

--Juan Mart?nez.

--S?, se?or.

En el mismo instante el ciego se sinti? apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuch? en su o?do una voz temblorosa que exclam?:

--?Dios m?o, qu? horror y qu? felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago.

Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve ca?a sobre ellos dulcemente.

Santiago se desprendi? bruscamente de los brazos de su hermano y comenz? a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:

Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo meti? en el coche y detr?s se introdujo ?l. El cochero arre? a la bestia y el carruaje se desliz? velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientras caminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le cont? r?pidamente su vida. No hab?a estado en Cuba, sino en Costa Rica, donde junt? una respetable fortuna; pero hab?a pasado muchos a?os en el campo, sin comunicaci?n apenas con Europa; escribi? tres o cuatro veces por medio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo respuesta. Y siempre pensando en tornar a Espa?a al a?o siguiente, dej? de hacer averiguaciones proponi?ndose darles una agradable sorpresa. Despu?s se cas? y este acontecimiento retard? mucho su vuelta. Pero hac?a cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registro parroquial que su padre hab?a muerto; de Juan le dieron noticias vagas y contradictorias: unos le dijeron que se hab?a muerto tambi?n; otros que reducido a la ?ltima miseria, hab?a ido por el mundo cantando y tocando la guitarra. Fueron in?tiles cuantas gestiones hizo para averiguar su paradero. Afortunadamente la Providencia se encarg? de llevarlo a sus brazos. Santiago re?a unas veces, lloraba otras mostrando siempre el car?cter franco, generoso y jovial de cuando ni?o.

Par? el coche al fin. Un criado vino a abrir la portezuela. Llevaron a Juan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibi? una temperatura tibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza: los pies se le hund?an en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados le despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron ropa limpia y de abrigo. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete, donde ard?a un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y despu?s algunas viandas, aunque con la debida cautela, por la flojedad en que deb?a hallarse su est?mago: subieron adem?s de la bodega el vino m?s exquisito y a?ejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las ?rdenes oportunas, acerc?ndose a cada instante al ciego para preguntarle con ansiedad:

--?C?mo te encuentras ahora, Juan?--?Estas bien?--?Quieres otro vino?--?Necesitas m?s ropa?

Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page

 

Back to top