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Read Ebook: Los majos de Cádiz by Palacio Vald S Armando

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Ebook has 1482 lines and 65145 words, and 30 pages

ban su secreto deseo y la ayudaban ? expresar claramente lo que s?lo torpe y confusamente balbuc?a.

No es, pues, indiferente el asunto ? tema en que la pluma de un escritor se ejercite. Todos son dignos, como los oficios en que el hombre cumple con la ley del trabajo, pero unos son bajos y otros elevados. Quiz? esta afirmaci?n parezca anticuada ? los modernos est?ticos, pero la encuentro exacta. Despu?s de todo, en la mayor parte de estos asuntos ? m? me basta la verdad antigua. El que pinta bien la naturaleza muerta, jam?s ser? tan gran artista como el que pinta bien la naturaleza viva: quien reproduzca s?lo las formas m?s groseras de la vida y los movimientos rudimentarios del esp?ritu, no alcanzar? la gloria del que sabe evocar y poner en conflicto pat?tico las grandes pasiones del alma humana. Considero absurda la importancia que hoy se da ? los que manejan bien los accesorios, lo mismo en las artes pl?sticas que en la poes?a. Pintar bien el fondo de un cuadro, los muebles, los cortinajes no es ser un pintor en la acepci?n m?s completa que nuestra imaginaci?n da ? la palabra. Hacer hablar con propiedad ? un rudo ga??n, describir con exactitud las costumbres de un pa?s no basta para merecer el nombre de insigne novelista. Los griegos se re?an de los pintores de bodegones.

Para disimular esta falta de asuntos po?ticos que es evidente, y producir, no obstante, honda impresi?n, los autores m?s se?alados en la actualidad apelan ? varios recursos que ir? examinando, con lo cual dar? idea sucinta de los vicios de que en mi sentir adolece la novela moderna, vicios casi todos que pudieran desaparecer f?cilmente si en vez de formar principal empe?o en mostrar al p?blico la viveza de nuestro ingenio y la fuerza de nuestra imaginaci?n, lo tuvi?semos en escribir obras s?lidas y perfectas. Pienso como el escritor ingl?s Tom?s Carlyle que la sinceridad es la esencia del hombre superior , y que la ausencia de sinceridad, no la de ingenio, es la que ha producido la decadencia del arte moderno.

Pero aun suponiendo leg?timos estos prop?sitos, todav?a es mas censurable la manera con que se realizan. En vez de presentar la vida de tal ? cual pa?s ? clase de la sociedad con serenidad y como se nos aparece realmente, oprimido el novelista por el deseo de producir fuerte impresi?n, exagera, falsea, amontona todos los datos que la realidad le ofrece dispersos.

Vivir mecido en una suave idealidad es lo mejor que el artista puede hacer. La imaginaci?n es la maga que trasforma el mundo y lo embellece. Pero debe cuidar al mismo tiempo de ba?arse ? menudo en la realidad, de acercarse ? cada instante ? la tierra: cada vez que toque en ella sacar?, como el gigante Anteo, nuevas fuerzas. El hecho tiene un valor inapreciable que en vano se buscar? en las fuerzas de nuestro esp?ritu. Todas las abstracciones desaparecen ante ?l: ?l es el verdadero revelador de la esencia de las cosas, no los conceptos que nuestra raz?n extrae de ellas: ? ?l hay que acudir en ?ltima instancia para fundar todos los juicios y recrearse con cualquier belleza. Aplaudo, pues, sin reserva ese respeto que los buenos novelistas modernos sienten por la verdad y el cuidado con que evitan el falsearla, aunque sea en los ?nfimos pormenores. Pero creo al mismo tiempo que se concede exagerada importancia ? la exactitud de lo que pudi?ramos llamar, ? ejemplo de los pintores, accesorios. No hay que olvidarse de que la verdad moral, la del sentimiento, la del car?cter, es la que se halla plenamente en los dominios del poeta, y su responsabilidad principal estriba en el uso que haga de ella. Antiguamente los novelistas ten?an licencia para lanzar toda clase de disparates cient?ficos ? hist?ricos. Se exige hoy, con raz?n, que sea instru?do y se ajuste ? las verdades descubiertas. Pero hemos pasado ? la exageraci?n contraria: con el m?s insignificante error, no s?lo f?sico, hist?rico ? matem?ticas, sino de indumentaria ? arqueolog?a, se nos da en rostro como si fuera un crimen. Se nos pide que seamos una enciclopedia viva. Por eso muchos escritores que conocen las man?as de la cr?tica y se esfuerzan en darle gusto, no s?lo se guardan de estos errores, sino que cada vez que tocan alg?n punto de pol?tica ? administraci?n, de artes, oficios ? modas, endilgan verdaderos y sapient?simos cursos acerca de ellos. El lector bosteza, pero ?qu? importa, si el cr?tico se extas?a y se encara con la plebe ignorante que no sabe divertirse? Sin embargo, piensen estos se?ores lo que quieran, la exactitud no es la primera obligaci?n del artista, sino la de hacer sentir la belleza. Homero no deja de ser el m?s grande poeta porque pensase que el r?o Oc?ano rodeaba ? la tierra.

Este deseo anhelante de escrupulosidad que apruebo en principio ha engendrado la necesidad de buscar modelo para todo lo que se est? ejecutando. Los pintores no dan una pincelada ni los escultores ponen los dedos sobre el barro sin tener el modelo delante. A su ejemplo, los novelistas modernos llevan en el bolsillo una cartera para apuntar cuanto ven y oyen. A todos les parece el colmo de lo absurdo trabajar de memoria. Y, sin embargo, entre los grandes artistas de los pasados siglos esto era lo corriente. Rubens no pudo haber tenido modelos para los millares de figuras que ha pintado. La prueba de que pintaba de memoria hasta los paisajes es que existe uno suyo en el cual la luz procede de dos sitios contrarios, lo cual es absurdo. Y sin embargo, el paisaje es bell?simo. Ni Shakspeare, ni Moli?re, ni Balzac han presenciado las escenas que trazan ni conocido los caracteres que estudian. Schiller confiesa que, dada su vida retirada y trabajosa, ten?a muy pocas ocasiones de observar ? los hombres. El modelo ser?, pues, necesario, pero confesemos que es signo de impotencia. El pintor, cuando se llama Rubens, Vinci ? Tiziano, lleva impresa en su cerebro la naturaleza; le basta haber visto un objeto para poder trazarlo con mano segura, aunque el tiempo y la distancia se lo oculten. El poeta no necesita siquiera esta visi?n. Lleva en s? mismo el alma entera de la humanidad y un leve signo le basta para adivinar la de cualquier hombre. En ?l y en el santo es donde mejor se expresa la profunda identidad de los seres; por eso ambos conocen intuitiva, directamente, sin necesidad de experiencia, el coraz?n de los hombres. <>

Para aquellos novelistas en quien la imaginaci?n no ha llegado ? tal grado supremo de viveza que permita escribir sin la observaci?n atenta de todos los d?as, el modelo, el dato real es de absoluta necesidad: pero como ayuda poderosa para su fantas?a, me atrevo ? aconsejar el estudio no pr?ctico, sino contemplativo de las artes pl?sticas. El novelista debe frecuentar los museos de pintura y escultura para acostumbrarse ? escribir por medio de im?genes claras y precisas. Adem?s es una manera de contrarrestrar la funesta man?a de los an?lisis psicol?gicos, tan artificiosos como mentidos, que hoy nos domina. Ni Cervantes, ni Shakspeare, ni Moli?re han necesitado tanta p?gina larga y nutrida para hacernos ver un car?cter, para present?rnoslo vivo y grabarlo profundamente en nuestra memoria.

El viajero.

Suced?a esto all? en C?diz, en una taberna del Campo del Sur, no lejos de Capuchinos, frente al mar Oc?ano.

Para entrar en la tienda era menester subir tres escalones. Cerca de la entrada, ? mano izquierda, estaba el mostrador: detr?s de ?l la gran estanter?a repleta de botellas. ? un lado toneles y barriles y terciados sobre ?stos varios zaques de vino. En el fondo tres aposentos separados por sendos tableros pintados de amarillo que no llegaban al suelo. Hab?a gente bulliciosa en estos cuartos: escuch?base rumor de pl?tica alegre y chasquido de vasos.

La tienda estaba sola, d?bilmente esclarecida por una l?mpara de petr?leo colgada sobre el mostrador. Sentada detr?s de ?ste y haciendo calceta se hallaba la tabernera, cuyos ojos grandes, negros, aterciopelados, no se apartaban de la puerta explorando tenazmente las tinieblas de la calle. Era una espl?ndida andaluza de carnes opulentas, blancas, sonrosadas, de negra y ondeada cabellera y expresi?n grave y melanc?lica, como la de las mujeres ?rabes. Por la amplitud de sus formas parec?a mujer de treinta a?os; pero examinando su rostro de cerca observ?base en ?l la frescura y trasparencia de la infancia. Deb?a de ser mucho m?s joven de lo que aparentaba. Vest?a traje sencillo de percal azul con pa?uelo negro de seda anudado ? la espalda, los cabellos sencilla y graciosamente peinados, los brazos un poco m?s fuertes y macizos de lo que exigir?a un escultor, pero blancos ? incitantes de todos modos, remangados hasta m?s arriba del codo; la fresca, mantecosa garganta al aire tambi?n. Las l?neas suaves de su rostro ovalado, la pureza de su perfil acusaban alma sencilla y bondadosa; pero en el mirar fijo de sus ojos profundos hab?a se?ales evidentes de un car?cter pertinaz. No eran duros aquellos ojos, pero les faltaba poco.

Un caballero subi? r?pidamente las escaleras y entr? en la tienda. Era un mozo corpulento, de fisonom?a dulce y simp?tica, sobre cuyo labio superior apenas se distingu?a leve bozo rubio.

--?Sole?!--exclam? al entrar, con visible y placentera emoci?n extendiendo sus manos ? la tabernera.

?sta se alz? de la silla y le mir? un instante con m?s sorpresa que alegr?a. Era casi tan alta como ?l y casi tan corpulenta.

--?Manolo!--dijo al fin bastante fr?amente.--?De d?nde sales?

--?De d?nde salgo?... Pues del tren, y antes de una fementida tartana que me ha desparramao los huesos por el cuerpo... Pero choca, criatura. ?Es que no quieres darme la mano?--a?adi? poni?ndose serio repentinamente.

--?Por qu? no?--dijo ella extendiendo su mano regordeta por encima del mostrador.

Manolo la estrech? con fuerza entre las suyas y la retuvo, mirando ? la joven en silencio con intensa expresi?n de cari?o. Ella apart? los ojos con se?ales de malestar y dijo afectando indiferencia:

--?Y qu? dejas por Medina, ni?o?

Al mismo tiempo tir? suavemente de su mano. Manolo, sin soltarla, profiri? en voz baja con acento apasionado:

--D?jamela siquiera un minuto. ?Cinco meses hace ya que no la toco!

--?Un siglo!--exclam? la tabernera con sonrisa apenas perceptible, echando al mismo tiempo una mirada recelosa ? la puerta.

Manolo advirti? esta mirada y, soltando bruscamente la mano, pregunt?:

--?Y Vel?zquez?

--Tan bueno--respondi? poni?ndose levemente colorada.

--?Est? fuera?

--S?, despu?s de almorzar ha salido y a?n no ha vuelto.

El joven se sent? en una silla que hab?a delante del mostrador, apoy? el codo sobre ?ste y con la mano en la mejilla qued? sombr?o y silencioso. Soledad, al cabo de un rato, le pregunt? con amabilidad:

--?Hace mucho tiempo que no has visto ? mi madre?

--No la he visto hace un siglo... ?ni ganas!--respondi? con reprimido acento de c?lera, puestos los ojos en el techo.

Soledad le contempl? fija y severamente largo rato; luego, alzando los hombros, hizo una leve mueca de desd?n. Manolo adivin? esta mueca sin verla y volviendo su rostro turbado:

--Dispensa, hija; no puedo remediarlo... Tu madre me ha hecho mucho da?o.

--?Qu? ni?o eres, Manolo! La pobrecita de mi madre no se ha metido en nada. Si hay en lo que ha pasado alguna culpa, toda es m?a; no se la eches ? nadie.

--?Est? bien!--exclam? el joven con sonrisa triste.--?Ni siquiera me quieres dejar esa ilusi?n!

La tabernera iba ? contestar, movi? los labios para hacerlo, pero se contuvo; hizo un gesto de indiferencia y guard? silencio. Manolo volvi? ? su actitud sombr?a. Al cabo de un rato profiri? secamente:

La tabernera dej? la media sobre el mostrador, se levant? en silencio y despu?s de sacar un vaso y fregarlo reposadamente en la pileta, lo llen? de manzanilla. Manolo lo apur? casi de un tope. Soledad le clav? los ojos con curiosidad un instante y volvi? ? sentarse.

--?Qui?n est? ah??--pregunt? Manolo.

--Los de siempre.

--?Y qui?nes son los de siempre?

--Pues la reuni?n; ?no los conoces? Pepe de Chiclana, Mar?a-Manuela, Paca la de la Parra, Antonio, Frasquito y su t?o el se?or Rafael.

--?Y en el otro cuarto?

--Marchantes que juegan al rentoy.

Hubo una pausa y Manolo volvi? ? decir:

Con la misma calma y silencio, Soledad se levant? de nuevo y escanci? otro vaso, que el joven apur? instant?neamente.

--La noche en que muri? tu padre--profiri? al cabo de largo silencio con voz poco segura--fu? ? despertar ? mi pobre madre, que ya dorm?a; me sent? ? su cabecera y llorando como un ni?o le pint? vuestra situaci?n, le puse delante el cuadro terrible que acababa de presenciar. ?Qu? cosas le dir?a que al poco rato vi rasados sus ojos con l?grimas!... Aprovechando aquel momento de blandura me puse de rodillas y le dije:--?Por Dios, mam?, por los dolores que has pasado para echarme al mundo, no te opongas m?s tiempo ? mi matrimonio!... Y aquella mujer tan orgullosa me bes? en la frente y me dijo al o?do: <>. Me fu? tambaleando ? la cama como un beodo y no pude dormir. Cuando tuve ocasi?n para comunicarte la noticia, vi tu semblante alterado y huiste ? ocultarte en tu cuarto. Pens? que la emoci?n te ahogaba, cuando era el remordimiento...

Soledad hizo un gesto de impaciencia.

--?Qui?n se acuerda ya de esas historias, Manolo! T? y yo no hab?amos nacido el uno para el otro.

--Cuando volv?amos del entierro--prosigui? el joven como si no hubiese o?do--me emparej? con Vel?zquez, hablamos de vuestra situaci?n, le di las gracias por lo que hab?a hecho, consider?ndome ya de la familia, y le dije mi proyecto, mejor dicho, mis proyectos, porque le abr? el coraz?n por completo y le enter? de todos los pormenores de nuestro noviazgo. ?l aprobaba con la cabeza ? todo lo que yo dec?a, elogiaba mi conducta y hac?a votos por mi felicidad, sonriendo... ?S?! le vi sonreir dos ? tres veces... ?Qu? papel me has hecho representar, Sole?!

Esta baj? la cabeza balbuciendo ruborizada:

--No te acuerdes m?s de eso.

--No lo traigo ? la memoria para ech?rtelo en cara. Lo hago ?nicamente para que me perdones lo que he dicho al hablar de tu madre. Aunque me jures lo contrario, seguir? creyendo que ha tenido la mayor parte de la culpa.

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