Read Ebook: Salta by D Valos Juan Carlos
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Ebook has 699 lines and 29026 words, and 14 pages
go menos noble que las ri?as, la taba tiene entre los decentes sus adeptos vergonzantes. La ri?a es como una ciencia, la taba es como un arte.
Depende del pulso y en parte de la cancha. Existe un canchero que prepara la tierra y la roc?a de modo que ni se haga barro ni est? dura. Los l?mites opuestos los marca un cordel hundido en tierra. Dos hileras laterales de bancos de tabla son los asientos de los jugadores que esperan turno.
Reina en el corro, grande algarab?a. Mientras un individuo pulsa la taba en una punta, el contrincante aguarda el tiro en la otra.
Form?lanse las apuestas entre el tabeador y su contrario, entre el tabeador y el p?blico, y el p?blico entre s?, por fas y por nef?s, por cara o culo, con ventaja o sin ella: es un enredo de t?rminos y dichos especiales, tan claros para el profano como si fuesen griego.
En media cancha han ido amontonando el dinero de las apuestas, apretado bajo una piedra para que no se vuele. Algunos empu?an rollos de billetes ajados y mugrientos. Los ya desplumados, se sientan a mirar, como fascinados, el manoseo de la plata.
De varias partidas atr?s, un chaque?o emponchado mantiene la taba: es un invencible. Ha pelado a muchos. Ahora "la va derecho" con un mulat?n compadre y hablador.
El invencible es un hombr?n taciturno, un poco alcoholizado. Reconcentra en su juego favorito toda su grande alma de animalote. Parece all? un toro parado en dos pies entre la tropa.
Usa enorme sombrero blanco y se alza el poncho al pescuezo para que le vean su charro cintur?n de bolivianas de plata. Va quinientos pesos a su mano.
Se escupe con calma las manos, refriega las palmas en el suelo, gui?a el ojo izquierdo como si fuera a apuntar con escopeta, mira bien la taba con el otro ojo, la blande, la sopesa varias veces, echa un desaf?o mudo a la redonda. Los espectadores, at?nitos, se apartan. La taba vuela: la siguen con la vista, da tres vueltas justas y se clava.
--?Culo!... ?Culo clavado! ?El primer culo!
La agitaci?n es intensa. Algunos juran. Otros se preparan a recibir su plata. Hay quien comenta a gritos las alternativas de aquella "mano".
El chaque?o saca un pa?ol?n colorado y se limpia el sudor del seboso rostro. Echa luego mano al bolsillo y paga de un grueso pu?ado de billetes. Ha sido un "batacazo". ?Quinientos a la olla! ?Ju? pucha! Pero no es nada; ?l puede jugar hasta diez mil pesos. Este hombre tiene quince mil cabezas en el Chaco.
La concurrencia es de un c?mico abigarramiento. Vense galeras, guantes, bastones, botas, alpargatas y hasta patas peladas: la ancha pata p?lida y ro?osa del opa que atisba una moneda, del t?pico opa salte?o, del infaltable de todas las aglomeraciones.
Vense levitas verdinegras. Una casaca con dos botones al rabo, que muestra que en sus tiempos fu? jaquet; chalecos multicolores de una antigua moda, camisas que rebalsan y pechos pelados al descubierto.
Tampoco se libra de la man?a el turco ex?tico, que ladra el idioma, pero que se hace entender y juega; ni el gringo, el delicioso gringo que masca tabaco y dice insolencias con la mayor soltura; ni tampoco faltan el mulatillo amanerado y compadr?n del centro y el honrado maestro de escuela que viene a echar una cana al aire.
LOS PERROS
En las grandes ciudades los perros son objetos de adorno o de lujo, cuando no seres esclavizados por el ego?smo del hombre, y que sirven en las tiendas para cazar ratones, o en las polic?as para perseguir malandrines.
En las grandes ciudades los perros pertenecen a alguna raza definida; y hasta los hay de abolengo.
Existe all? el perro de alcurnia, mimado y regalado; el galgo raro, el San Bernardo, el terranova, el fox-terrier, etc., etc. La mon?tona vida de estos perros no tiene all? sino un aspecto m?s o menos sentimental o decorativo, o francamente utilitario.
Para apreciar el papel de los perros en estado libre, de los perros como partido zool?gico, disputando al hombre sus derechos a la vida, hay que venir a verlos en Salta.
Es un d?a de verano, a la hora de la siesta, en un suburbio casi desierto del pueblo. El sol reverbera blanco en las piedras de la calle y en las veredas de laja: es la hora de los perros.
No se ve m?s que perros, como si una universal metempsicosis hubiese substitu?do los habitantes por perros.
Por las entornadas puertas de calle, asoman sus hocicos. Las puertas de calle, donde la gente sale a tomar fresco al caer la tarde.
La perrilla de la esquina congrega los pretendientes del barrio. Primero es el festejo, el contoneo afable, el menear de rabos y el olerse. Y despu?s la gresca galante que acaba en dispersi?n y derrota, cuando la mulata, due?a de la joven coqueta, asoma escoba en mano.
Un inquieto perdiguero, que los domingos suele ir de caza con el alba?il, se ha escapado con la piola al cuello, y pasa, trotando al sesgo, al viento las narices, que recuerdan por lo largas el ca??n de una escopeta.
Bajo el tropical ardor del d?a, entornados los ojos, la lengua afuera, cruzan por la calle grupos de perros de todos tama?os.
Uno que los mira pasar desde su puerta, se avispa, y sale a toparlos: se cambian los saludos de regla.
Se huelen, se gru?en; la pandilla sigue viaje, y el de la puerta vuelve lento sobre sus pasos, y alza la pata, desde?oso, contra la pared corro?da...
Los grupos circulan por todas direcciones. A ratos viene el rumor de una algarab?a lejana. Alguna pedrada, alguna dentellada. Y los corridos huyen haci?ndose los rengos.
En los d?as patrios y festividades populares los perros no saben d?nde meterse. La gente de Salta padece la monoman?a de las bombas. En cuanto se reunen doscientos manifestantes, sueltan inn?meras bombas. Entonces los perros, muertos de miedo, huyen a buscar un escondrijo, por entre las piernas del pueblo.
Al amanecer, desde las campi?as cercanas invaden la ciudad pandillas de perros. Vienen en alegre turbamulta a escarbar los cajones de basura que los sirvientes colocan en la vereda para que los levante el basurero municipal.
No hay casa arrabalera que no albergue tres perros por lo menos. ?Y qu? perros! Son perros de an?nimas, azarosas razas, monstruosas combinaciones anat?micas, a veces espectrales y desconcertantes.
V?nse perros largos y chatos, en forma de locomotoras. Otros, lanudos, peque??simos, llamados cuzcos, que al trotar parecen con cuerda. V?nse los pilas, es decir, unos que carecen en absoluto de pelos.
Y esos tres tipos fundamentales al entreverarse en las cruzas, forman la interesante poblaci?n perruna de mi pueblo.
DEFENSA DE UN PERRO
Mister Oscar Asterplat es un ingl?s que no me conoce, pero sabe que yo escribo, y ha venido a casa para encargarme un peque?o trabajo.
El otro d?a, un bruto de chauffeur atropell? al bull-dog de M. Asterplat, y ?ste desea que yo escriba un art?culo en favor de su perro, y contra los automovilistas.
Accediendo gustoso a tan justo pedido, he mandado a un diario las siguientes l?neas:
Se?or director: persigamos a las vizcachas que arrasan los sembrados; matemos a las ratas que comen documentos y propagan la pulmon?a y la peste; organicemos ej?rcitos langosticidas; fumiguemos los ?rboles arrugados por la diapsis pent?gona, y hagamos guerra a los gatos ardorosos que gritan en los tejados. Todo eso es razonable y bueno. La vida es una eterna lucha del hombre contra los viles engendros de la naturaleza.
?Pero pidamos al p?blico que respete a los perros!
A los pobres, a los buenos, a los leales, a los nobles, a los dignos perros, estos amigos prehist?ricos de nuestra malvada especie; que en el fondo de sus ojos, siempre despiertos, tienen un destello de luz para cada caricia, y un rayo de rebeld?a para cada injuria.
El activo perdiguero que por las calles husmea sin descanso una escopeta; el airoso, elegante pila, juicioso en la iglesia, y caliente en el lecho de la viejecilla reum?tica; el miserable caschi que en las ma?anas de invierno brinca delante de la cocinera, camino del mercado; el can flaco del pastero que a la sombra del carro va, paso a paso, del campo a la ciudad y de la ciudad al campo; el perro sucio del pordiosero, comensal en la olla de mendrugos, y lamedor cirujano de incurables lacras; el cuzquito centinela de los ranchos sin puerta; el perro del rico y el perro del pobre, el de la casa y el de la calle, cada cual llena un vac?o en nuestros caprichos, en nuestras necesidades, en nuestros achaques, en nuestros infortunios. ?Ning?n perro est? de m?s en el mundo!
Estas reflexiones, se?or Director, me las sugiere el atentado de que fu? v?ctima, el domingo de tarde, en la avenida Sarmiento, el perro "oso" de M. Oscar Asterplat, por parte de un miserable manejante de autom?vil.
?Este bruto le ha hecho pasar las ruedas por la barriga, y lo ha dejado extrachato, en media calle!
Yo protesto de semejante atentado, ante el p?blico, en nombre del se?or Asterplat y en el m?o propio.
LA CONDENADA
Hace mucho a?os, andaban de boca en boca, entre la gentuza de mi pueblo, relatos extraordinarios acerca de una luz ambulante que vagaba por avenidas y caminos urbanos.
Precisamente, en las noches m?s tenebrosas, ve?asela pasar, con diferencia de minutos, tan luego por las inmediaciones del cementerio como por los arrabales pr?ximos al r?o.
La velocidad hasta entonces no vista que la animaba, y el intenso fulgor rojizo que desped?a, dieron p?bulo a la medrosa fantas?a popular, que acab? por atribuirle sobrenatural origen.
Y a las viejas supercher?as de duendes y mulas ?nimas y viudas y almas en pena, vino a incorporarse la misteriosa leyenda de la condenada. As? hab?an dado en llamarle a la luz, sin duda porque se crey? que el pante?n era su morada. Y sal?a de all? a deshora de la noche para emprender sus locas, desaforadas carreras, que espantaban a los malos y horripilaban a los inocentes.
Una noche, camino de la Caldera, iba un pobre indio paso a paso en su mancarr?n, con las alforjas cargadas de bote en bote, cuando en un recodo top? de repente con la luz infernal. Indecible pavor hizo presa de jinete y cabalgadura, que, dando cara vuelta, fueron a sujetarse, perdiendo alforjas y calchas, a la plaza "9 de Julio".
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