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Read Ebook: Salta by D Valos Juan Carlos

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Ebook has 699 lines and 29026 words, and 14 pages

Una noche, camino de la Caldera, iba un pobre indio paso a paso en su mancarr?n, con las alforjas cargadas de bote en bote, cuando en un recodo top? de repente con la luz infernal. Indecible pavor hizo presa de jinete y cabalgadura, que, dando cara vuelta, fueron a sujetarse, perdiendo alforjas y calchas, a la plaza "9 de Julio".

Contaban que una negra que viv?a cerca del cementerio manten?a macabras relaciones con la condenada, y esto, y el aislamiento en que sus ?ntimos la dejaron, motiv? el trastorno mental de la infeliz catinga, sospechosa de brujer?a.

El n?mero de perseguidos y preocupados era muy grande.

Las ni?eras les contaban a los chicos, haci?ndoles poner los pelos de punta, las fechor?as de la condenada; y las viejas beatas de correveidile averiguaban del cura si comet?an pecado creyendo en ella.

Hasta entonces hab?a limitado el espectro sus andanzas a los arrabales; pero h?te aqu? que una noche, como a las doce, se presenta en plena plaza Belgrano, desierta a esa hora, donde se pone a dar vueltas en persecuci?n del ?nico mortal que a la saz?n la atravesaba; el cual, en fuga despavorida, logr? saltar las barandas que cercaban la plaza, y llegar sin resuello a guarecerse en la tienda donde era dependiente.

?Y no adivinas, lector, qui?n y qu? pudo ser aquella condenada que en mi pueblo meti? tanto susto?

Pues era el m?s pac?fico de los hombres: un relojero italiano, el que llev? a Salta la primera bicicleta.

Fatigado del trabajo del d?a, montaba por la noche en su aparato, encend?a la linterna fuera de la ciudad, y comenzaba su pedaleo de la manera m?s divertida del mundo.

LA CRECIENTE

Don Ventura Perdigones era un gallego verdulero que hab?a en Salta.

Desde Vaqueros, donde ten?a su hortaliza, llevaba todas las ma?anas al pueblo una arganada de verduras frescas para vender por las calles.

Vaqueros es un lugar que dista dos leguas de la ciudad, y est? situado en la margen izquierda del r?o de ese nombre.

Y digo r?o, porque se llaman as? en mi tierra, mal que pese al estricto sentido del vocablo, los que en invierno apenas parecen arroyos apacibles, y en verano se tornan, con las lluvias, en formidables avalanchas de barro y piedras.

A lo largo de la orilla, numeroso paisanaje a caballo esperaba que pasase lo recio de la crecida para atravesarlo.

Perdigones, encaramado en su asno, estaba all?, con las ?rganas repletas de repollos y lechugas. Quer?a pasar cuanto antes, sin atender a los consejos de algunos que le se?alaban el peligro; y porfiadamente taloneaba a su bestia, y se paraba en los estribos a ver por d?nde se lanzar?a.

Y Perdigones que s?, y el jumento que no, bruto y hombre pugnaban por hacer cada cual su gusto, con grande regocijo y mofa de los presentes.

--No dentre Don Ventura. Mire que la creciente lo va a trapiar,--dec?a uno.

--De ande lo han de convencer, si este gallego es m?s porfiau que una clueca,--gritaba otro.

--?Vaya, vaya hombre!--contestaba Perdigones.--Par?ceme a m? que no hay motivo pa tanta alharaca. Pero lo que es ?ste, a m? no me gana,--dec?a del asno, y le mol?a de firme.

Los gauchos armaron al punto sus lazos, y se los arrojaron al infeliz Don Ventura, que a manotones y zambullidas y vueltas de carnero en medio del agua, ni pudo ni atin? con los auxilios.

Y mal acaba el lance, si no logra prenderse, con todas las fuerzas que le restaban, a las ra?ces de un sauce ribere?o.

Y ya en tierra firme, pasado el susto, un paisano le dice al gallego:

--Velay pues, ?o Ventura aura que se ha salvao, d? gracias a Dios, porque esto ha sido un milagro.

Y el gallego, malhumorado y tiritando, le contest?:

--Hombre, d? t? gracias al sauce, que las intenciones de Dios fueron ahogarme.

LA DECADENCIA DE LOS OPAS

Como se ha cumplido para la historia del arte el "esto matar? aquello", de V?ctor Hugo, se ha cumplido en Salta esta otra f?rmula: el progreso ha matado al opa.

Y no hablamos aqu? de los opas que seguir?n existiendo pese a todos los progresos, sino "del opa" como g?nero social, del opa como factor social.

Todo ha conspirado, desde unos a?os a esta parte, contra los opas.

El advenimiento de las cloacas los ha emancipado de ciertos oficios de acarreo, que les era propio.

Despu?s, un jefe de polic?a los ha expatriado en vagones y ha sembrado las v?as, Salta afuera, con nuestros opas. As? fueron a parar, en este movimiento centr?fugo de reacci?n colectiva: "Leche de Burra" a La Quiaca, el "Coto Zapallo" a la tumba, "Ripitipi" a Buenos Aires...

Y en nuestros d?as, apenas si al paso del opa Panchito, con su cara de macho alfalfero, su andar vacilante y sus inmensas alpargatas, nos asalta un recuerdo borroso de los opas de otros tiempos, de aquellos que apedreamos siendo ni?os. El opa de hoy es como el espectro del opa de entonces...

El opa de hoy, ha tomado carta de ciudadan?a y hasta se le ha visto votar en las elecciones. Y luego, se le respeta, o quiz? se le compadece; y se ha vuelto mendigo, como "Achoscha" y como Enredadera, o masitero como Panchito.

Pero antes, antes los opas eran algo muy nuestro, muy popular, muy t?pico, y a ellos les debemos buenos modismos, que han quedado estratificados en la memoria social. As? decimos de un tonto cualquiera; es un "Chupa-charqui". Y del que se contenta con falsas promesas: est? Fulano como el opa del cura Arias, aquel opa famoso, excelente servidor, pero lun?tico, cuyo sabio amo, conoci?ndole su pasi?n por la ropa nueva, lo mandaba a lo del sastre a que le tomasen la medida, en cuanto lo notaba de mal talante.

El opa de las procesiones ha desaparecido. No hab?a procesi?n sin su opa a la cabeza, provisto de un rebenque de carrero, espanto de muchachos y perros. Y es que no hab?a iglesia sin opa, fiel criado del cura y auxiliar devoto de la sacrist?a. Quasimodo es as? un tipo universal de campanero. S?lo un opa pod?a repicar con toda el alma, bajo la campana, sin temor de romperse las orejas.

Pero el jubileo, la apoteosis de los opas salte?os ten?a lugar el d?a del lavapi?s.

En el patio de la Catedral, esa ma?ana, junto al pozo, el sacrist?n les arreglaba las barbas, cuando la ten?an, les daba un traje nuevo, de piel azul, y el opa, dignificado y elevado a la categor?a de ap?stol, ocupaba su trono de honor al pie del altar.

En una de aquellas ceremonias, en que el opa Vibor?n hac?a de ap?stol, es fama que los muchachos le trazaban v?boras en el aire, con el dedo, y el infeliz, olvidando su sagrado papel, se descolg? del entarimado, presa de inaudita c?lera.

LOS COCHEROS

Al mirarlos pasar desarrapados, blandiendo el largo flajelo de verdugos sobre los lomos enjutos del mancarr?n placero, se dir?a que son asesinos que se escapan y no aurigas que pasan.

Estos son los m?s zaparrastrosos cocheros del mundo. No pretendemos, no, que vistan de gala, ?as? quedar?an!, pero que, al menos, adopten en su pescante traza de cristianos. Ora es un gigante doblado en tres, con las canillas fuera del pescante, los botines rotos, el sombrero incre?ble, las barbas desparramadas; el judas de La Merced, el opa Vibor?n de cochero. O es un mico, un mequetrefe, metido hasta la nuca bajo la capota, llev?ndose por delante las vacas lecheras y la chinita que corre al mensaje. Pero todos, o casi todos precisan una lavada de cara.

?Por qu? no se les exige un m?nimum de compostura personal? Si el traje hace a la persona, tal vez as? se los har?a gente.

Aqu? es ?til ser medio psic?logo, hasta para tomar coche. Primero hay que semblantearlo al cochero y no meterse con los que tengan cara colorada, porque esos andan mal de la mollera y habr? que pelear a la hora del arreglo.

Sobre todo, cuando se os ocurra viajar a San Lorenzo, fijaos si vuestro cochero no est? con los ojos irritados y la nariz roma, pues al fin de la fiesta, cuando volveis por los precipicios de las lomas, ?l estar? m?s borracho que Baco y os sepultar? en alguna zanja, con vuestros deudos queridos. Y lanzar? a los vientos, levantando las piernas a la luna, en cada barquinazo, un juramento que har? ruborizar a las se?oras. Habeis puesto la vida a merced de un energ?meno, y s?lo Dios y la buena suerte podr?n salvaros. Que no es cosa simple contratar un cochero.

Y si al salir de un baile o del teatro llueve, y hay que tomar coche, ya no ser? dado elegir, porque los coches del servicio nocturno est?n que d? grima. Sub?s y empieza el calvario. Si no se zafa una rueda, media cuadra m?s all? la jaca que os arrastra cae extenuada. Y entonces, en el silencio de la calle, sin testigos, sin misericordia, comenzar? el martirio zool?gico de la pobre bestia, que a cada puntapi? que recibe, de su gu?a, en el cr?neo, gime con gemido profundo, mil veces m?s triste que el sollozo humano. Y la gloria del baile o del festival se disipa de vuestra mente, y el cuadro de la miseria de todo lo que vive se os impone al punto.

Y cochero y verdugo son una sola y misma cosa. Verdugo vuestro, porque pagais la hora con exceso, del sudor de la frente, y verdugo de los flacos, de los inocentes, de los desgraciados caballos que caen en sus manos.

UN BAILE DE VILLORRIO

No me olvido de aquel baile que congreg? tanta "gente bien" en casa del comisario.

En un rinc?n de la sala, zahumada por el grueso tufo de kerosene de las l?mparas, un m?sico, tra?do ex-profeso de Salta, galopaba sin piedad un viejo valse, sobre el no menos viejo y desvencijado piano.

En los ?ngulos restantes de la sala hab?a fr?giles mesitas de felpa calva, atestadas de ramos de flores de papel, cuajadas de pintitas negras, obra evidente de las moscas.

Contra las paredes, hileras de sillas de variadas formas y tama?os, donde descansaba la numerosa concurrencia; y en el suelo, mal disimulando las asperezas del b?rbaro enladrillado, retazos de alfombras descoloridas.

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