Read Ebook: La vida en los campos: novelas cortas by Verga Giovanni Cherif C Rivas Translator
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Ebook has 422 lines and 24807 words, and 9 pages
cho los ojos y se hac?a todo o?dos si el se?orito se pon?a a leer, mirando al libro y a ?l con ojos desconfiados, y permaneciendo atento, con ese ligero temblor de p?rpados que indica la intensidad de atenci?n en los animales que m?s se acercan al hombre. Le gustaban los versos, que le acariciaban el o?do con la armon?a de una canci?n incomprensible, y a veces frunc?a las cejas, sacaba la barbilla y parec?a como si en su interior se estuviera forjando un grave pensamiento; entonces dec?a que s? con la cabeza, sonriendo burlonamente, y se rascaba la cabeza. Cuando luego el se?orito pon?ase a escribir, para hacer ver todas las cosas que sab?a, Jeli se habr?a estado mir?ndolo horas enteras, y de pronto dejaba escapar una mirada de desconfianza. No pod?a comprender que se pudiesen repetir en el papel las palabras que ?l hab?a dicho o que hab?a dicho don Alfonso, y aun cosas que no hab?a pronunciado su boca; tanto, que acababa por echarse atr?s, incr?dulo, con maliciosa sonrisa.
Toda idea nueva que llamaba a su cabeza queriendo entrar d?bale que sospechar, y parec?a como si la oliscase con la misma salvaje desconfianza que su yegua "P?a". Pero no se maravillaba de nada; si le hubieran dicho que en la ciudad los caballos van en coche, se habr?a quedado impasible, con esa m?scara de indiferencia oriental que constituye la dignidad del campesino siciliano. Parec?a atrincherarse instintivamente en su ignorancia, como si fuese la fuerza de su pobreza. Siempre que le faltaban argumentos repet?a: "Yo no s? nada. Yo soy pobre", con una sonrisa obstinada que quer?a ser maliciosa.
Hab?a pedido a su amigo Alfonso que le escribiera el nombre de Mara en un pedazo de papel que hab?a encontrado qui?n sabe d?nde, porque recog?a cuanto ve?a por el suelo y lo hab?a puesto en el l?o de los trapos. Un d?a, luego de estar un rato callado, mirando muy pensativo de una parte a otra, dijo serio, serio:
-- Yo tengo mi novia.
Alfonso, aunque sab?a leer, abri? los ojos desmesuradamente.
-- S? -- repiti? Jeli --; Mara, la hija del se?or Agripino, que estaba aqu?, y que ahora est? en Marineo, en ese caser?o tan grande del llano que se ve desde el teso del Literero, all? arriba.
-- Conque... ?te casas?
-- S?; cuando sea mayor y tenga seis onzas de salario al a?o. Mara no sabe nada todav?a.
-- ?Por qu? no se lo has dicho?
Jeli movi? la cabeza y se di? a reflexionar. Luego desat? el l?o y desdobl? el papel que hab?a hecho que le escribiera.
-- Es verdad que aqu? dice Mara; lo ha le?do don Jesualdo, el guarda, y fray Col?s, cuando baj? en busca de las habas. Uno que sepa escribir -- observ? luego -- es como uno que conservase bien las palabras en la caja del eslab?n y pudiese llevarlas en el bolsillo y mandarlas aqu? y all?.
-- ?Qu? vas a hacer ahora con ese pedazo de papel, t? que no sabes leer? -- le pregunt? Alfonso.
Jeli se encogi? de hombros; pero continu? doblando cuidadosamente su papel escrito en el envoltorio de los trapos.
Hab?a conocido a la Mara cuando ni?a, que bien se pegaron al encontrarse en el valle, cogiendo moras en las zarzas. La chiquilla, que sab?a que "aquello era cosa suya", agarr? a Jeli por el pescuezo, como un ladr?n. Se dieron sus buenas pu?adas, por turno riguroso, como hace el tonelero con los aros de los toneles, y cuando se cansaron, calm?ronse poco a poco, seg?n se ten?an agarrados.
-- ?T? qui?n eres? -- le pregunt? Mara.
Y al ver que Jeli, m?s salvaje, no dec?a qui?n era:
-- Yo soy Mara, la hija del se?or Agripino, que es el campero de todos estos campos.
Jeli entonces solt? la presa sin decir nada, y la chica se puso a recoger las moras que se le hab?an ca?do por el suelo, mirando de reojo de cuando en cuando a su adversario con curiosidad.
-- Del otro lado del puentecillo, en el seto del huerto, hay muchas moras muy gordas -- a?adi? la peque?a -- y se las comen las gallinas.
Jeli, en tanto, se alejaba paso a paso, y Mara, luego que le sigui? con los ojos hasta que se perdi? en el encinar, volvi? las espaldas a su vez y fuese corriendo a casa.
Pero desde aquel d?a empezaron a domesticarse. Mara iba a hilar estopa al parapeto del puentecillo, y Jeli empujaba el ganado poco a poco hac?a las faldas del Cerro del Bandido. Al principio qued?base apartado de ella, revolote?ndole alrededor, mir?ndola de lejos con aire desconfiado, y poco a poco iba acerc?ndosele con paso cauteloso de perro acostumbrado a las pedradas. Cuando al cabo se encontraban juntos, permanec?an horas enteras sin abrir la boca; Jeli, observando atentamente el intrincado trabajo de media que hab?ale mandado hacer su madre a Mara, o vi?ndole ella a ?l incrustar caprichosos zigzag en las varas de almendro. Luego ?banse cada cual por su lado sin decirse palabra, y la ni?a, cuando llegaba a la vista de su casa, se echaba a correr, levant?ndosele las sayas sobre las coloradas piernezuelas.
Por el tiempo de los higos chumbos, fu?ronse a la espesura del matorral, a comer higos todo el santo d?a. Vagabundeaban juntos bajo los nogales seculares, y Jeli vareaba las nueces, que llov?an como granizo; la ni?a se daba a recoger con gritos de j?bilo cuantas pod?a, y luego escapaba a toda prisa, cogi?ndose las dos puntas del delantal y tambale?ndose como una viejecilla.
En todo el invierno Mara no se atrevi? a asomar la nariz con aquel fr?o tan grande. A veces, al anochecer, ve?ase el humo de las fogatas de zumaque, que Jeli hac?a en el Llano del Literero o en el Cerro de la Abundancia, para no quedarse aterido, igual que los abejarucos que encontraba por las ma?anas detr?s de una piedra, o al reparo de su surco. Tambi?n a los caballos les gustaba menear un poco la cola en torno al fuego, y se le apretaban unos con otros para calentarse.
Con el marzo volvieron las alondras al llano, los p?jaros al tejado, las hojas y los nidos a los setos, y Mara volvi? a andar en compa??a de Jeli sobre la blanda hierba, entre las matas en flor, bajo los ?rboles todav?a desnudos que empezaban a pintarse de verde. Jeli se met?a entre los espinos como un sabueso para coger los nidos de mirlos, que le miraban espantados con sus ojillos de pimienta; los dos ni?os llevaban muchas veces entre la camisa conejitos desencamados, casi pelados a?n, mas ya con largas e inquietas orejas, correteaban por los campos tras la piara de los caballos, entraban en los rastrojos tras los segadores, paso a paso, con el ganado, deteni?ndose cada vez que una yegua se paraba a arrancar un matojo. Por la noche, al llegar al puentecillo, se marchaban cada cual por su lado sin decirse adi?s.
As? pasaron todo el verano. Entre tanto, el sol empezaba a ponerse tras el cerro de la Cruz, y los pardillos iban sigui?ndole hacia la monta?a seg?n obscurec?a, por entre las chumberas. Ya no se o?an grillos ni cigarras y a aquella hora difund?ase por el aire como una gran melancol?a.
Por entonces lleg? a la caba?a de Jeli su padre, el vaquero, que hab?a cogido la malaria en Ragoleti, y ni aun tenerse sobre el burro que le llevaba pod?a. Jeli encendi? el fuego a toda prisa y corri? "a las casas" a buscar alg?n huevo de gallina.
-- Extiende un poco de paja junto al fuego -- le dijo su padre --, que siento que me vuelve la fiebre.
El calofr?o de la calentura era tan grande, que el compadre Menu, sepultado bajo su gran tabardo, la albarda del asno y el zurr?n de Jeli, temblaba como las hojas en noviembre ante la hoguera de sarmientos, que le hac?a una cara blanca como la de un muerto. Los hombres de la hacienda iban a preguntarle:
-- ?C?mo va, compadre Menu?
El pobrecillo no respond?a m?s que con un quejido como el de un perrillo nuevo.
-- Es malaria de la que mata como un escopetazo -- dec?an los amigos calent?ndose las manos al fuego.
Llamaron asimismo al m?dico; pero eran dinero despilfarrados, porque la enfermedad era tan clara que un ni?o sabr?a curarla; ya si la fiebre no era de las que matan de todos modos, con el sulfato se curaba en seguida. El compadre Menu se gast? un ojo de la cara en sulfato, pero era lo mismo que echarlo al pozo.
-- Toma un buen cocimiento de "eucalitus", que no cuesta nada -- suger?a el se?or Agripino --; y si tampoco sirve como el sulfato, por lo menos no te arruinas gastando.
Tomaba el cocimiento de eucalipto, y la fiebre le volv?a con m?s fuerza. Jeli asist?a a su padre lo mejor que sab?a. Todos las ma?anas, antes de salir con los potros, le dejaba el cocimiento preparado en la gamella, el haz de sarmientos a mano, los huevos en la ceniza caliente, y volv?a temprano a la noche, con la le?a, la botella de vino y alg?n pedazo de carne de carnero que hab?a ido a comprar a Licodia. El pobre muchacho hac?alo todo con garbo, como una buena ama de casa, y su padre, seg?n le segu?a con cansados ojos en sus quehaceres por la caba?a, sonre?a de cuando en cuando, pensando que el chico sabr?a salir adelante cuando se quedara solo.
Los d?as en que remit?a la fiebre algunas horas, el compadre Menu se levantaba todo descompuesto, con el pa?uelo atado a la cabeza, y se pon?a a la puerta a esperar a Jeli mientras calentaba el sol. Cuando Jeli dejaba caer junto a la puerta el haz de le?a y pon?a sobre la mesa la botella y los huevos, le dec?a:
-- Pon a hervir el "eucalitus" para esta noche.
O tambi?n:
-- Ten en cuenta para cuando yo te falte que el oro de tu madre lo tiene a recaudo la t?a Agueda.
Y Jeli dec?a que s? con la cabeza.
-- Es in?til -- repet?a el se?or Agripino cada vez que volv?a a ver al compadre Menu con la fiebre --. Tiene ya la sangre apestada.
El compadre Menu escuchaba sin parpadear, con la cara m?s blanca que el pa?uelo que llevaba a la cabeza.
Ya no se levantaba. Jeli se echaba a llorar cuando no ten?a fuerzas para ayudarle a volverse de un lado; poco a poco, el compadre Menu acab? por no hablar tampoco. Las ?ltimas palabras que le dijo a su chico fueron ?stas:
-- Cuando me muera, ve al amo de las vacas, a Ragoleti, y que te d? las tus onzas y los doce t?mulos de trigo que me debe de mayo ac?.
-- No -- respondi? Jeli -- son dos onzas y quince tan s?lo, porque ha dejado usted las vacas hace m?s de un mes y hay que hacer la cuenta justa con el amo.
-- ?Es verdad! -- afirm? el compadre Menu, entornando los ojos.
-- Ahora s? que estoy en el mundo lo mismo que un potro perdido, que se lo pueden comer los lobos -- pens? Jeli cuando se llevaron a su padre al cementerio de Licodia.
Mar?a fu? tambi?n a casa del muerto, con esa inquieta curiosidad que despiertan las cosas espantosas.
-- ?Mira c?mo me he quedado! -- le dijo Jeli.
La ni?a se ech? atr?s asustada, por miedo a que quisiera hacerle entrar en la casa donde hab?a estado el muerto.
-- Nos vamos -- le dijo Mara al ver que miraba --. Nos vamos a Marineo, donde est? ese caser?o tan grande, en el llano.
Jeli se di? a ayudar al se?or Agripino y a la "se??" L?a a cargar la carreta, y cuando ya no hubo nada que sacar de la habitaci?n, fu? a sentarse con Mara en el parapeto del abrevadero.
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