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Read Ebook: The Secret Memoirs of Bertha Krupp From the Papers and Diaries of Chief Gouvernante Baroness D'Alteville by Fischer Henry W Henry William

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Ebook has 82 lines and 5174 words, and 2 pages

Librer?a general de Victoriano Su?rez.

PRECIADOS, N?MERO 48

ES PROPIEDAD DEL AUTOR.

MADRID.--Hijos de M. G. Hern?ndez, Libertad, 16 dup?, bajo.

TREINTA A?OS DESPU?S

LEGO ? la reimpresi?n de estas semblanzas, escritas y publicadas treinta a?os ha, con la curiosidad burlona y tambi?n con el enternecimiento con que descubrimos en el desv?n de nuestra casa el caballo de cart?n que hemos montado en la ni?ez. ?Oh cielos, cu?nto me he divertido cabalgando sobre mi pluma irresponsable en aquel tiempo feliz! ?Cuan dulce poder soltar la carcajada en una reuni?n prevalidos de nuestra insignificancia! Despu?s crecemos, adquirimos seriedad, reputaci?n, pero huye la alegr?a, y gracias que no sea en compa??a del talento.

Parece que me estoy viendo discurrir por aquel amplio corredor del Ateneo, en la calle de la Montera, pobremente esterado, sin m?s decoraci?n que los libros encerrados en estantes de pino. Conmigo pasean otros cuantos seres insignificantes, y juntos todos formamos un grupo de una insignificancia escandalosa. Por aquel pasillo cruzan ? cada instante enormes personajes, estadistas, oradores, acad?micos cuyo rostro se frunce al pasar ? nuestro lado. ?Por qu? se frunce? Aquellos personajes nos detestan porque disputamos <> y acaparamos las revistas extranjeras. Algunos, sin embargo, son buenos y cari?osos para nosotros, y el m?s bueno y cari?oso de todos y el m?s sabio al mismo tiempo es aquel var?n magn?nimo que se llam? D. Jos? Moreno Nieto. All? estaba siempre sentado en el rinc?n de la Biblioteca como un sacerdote en su confesonario esperando afablemente ? todo el que quisiera molestarle. Con ?l consult?bamos nuestras dudas cient?ficas, nuestros planes de estudio ? ensayos literarios. No era avaro, no, de su talento y de su ciencia. ?Pobre D. Jos?! ?Qu? suma de indulgencia se necesitaba para sufrir nuestra petulancia y no mandarnos ? paseo!

Pero hab?a otros, como he dicho, no tan pacientes y nos hac?an ostensible su desprecio y nos dirig?an miradas furibundas cuando os?bamos entrar en las salas de conversaci?n. Tanto que desesperados un d?a resolvimos declararnos independientes y conquistar tambi?n nuestro terru?o.

Pero he aqu? que en una noche de insomnio me asalt? la terrible duda que ? todos los escritores acomete m?s ? menos tarde. ?Si yo fuese inmortal! pens? de improviso. ?Si mis obras fuesen le?das de las generaciones venideras! Entonces no s?lo se reimprimir?a cuanto yo he escrito, sino que se buscar?an, se recoger?an y se publicar?an las cartas que he dirigido ? mis amigos y ?qui?n sabe! hasta los billetitos amorosos; hay eruditos capaces de las mayores infamias. Pensar esto y sentir inundado mi cuerpo de un fr?o sudor entre las s?banas fu? todo uno. No existe hombre en el mundo que haya escrito m?s simplezas ? sus amigos, pero estas simplezas no son comparables con las que he escrito ? las amigas. Mis huesos se ruborizar?an dentro de la tumba, estoy seguro de ello. Tan desazonado me dej? tal pensamiento, que ? la ma?ana siguiente encontr? paseando con sus nietos por el Retiro ? una venerable se?ora ? quien en otro tiempo dirig? por escrito una declaraci?n de amor, y me cost? trabajo no acercarme ? ella y suplicarle por el de Dios, ya que no por el m?o, que me devolviese la ep?stola si es que la conservaba. Por supuesto, ahora me miro mucho cuando escribo cartas, pensando en que andando el tiempo han de ser publicadas, y si alg?n conocido me escribe una pidi?ndome prestadas cien pesetas adopto el estilo m?s puro y m?s cl?sico, imitado de Hurtado de Mendoza, para responderle que no me es posible envi?rselas.

Desde esta fecha me di ? imaginar que era menester reimprimir las presentes semblanzas. Para animarme ? ello me he dicho ? m? mismo repetidas veces que los pecados de la juventud son letras de cambio que se pagan indefectiblemente en la vejez. Puesto que yo he cometido algunos, debo valerosamente sufrir las consecuencias. Al lado de este motivo generoso, levanta la cabeza su compa?ero eterno, el motivo ego?sta y s?rdido. Si este volumen de semblanzas ha de reportar algunas ganancias, ?no es preferible que estas ganancias caigan en mi bolsillo antes que en el de un editor profano que las desentierre?

He aqu? pues, lector, este libro de semblanzas que te vuelvo ? ofrecer al cabo de tantos a?os. Si eres viejo sentir?s cierta melancol?a hall?ndote de nuevo frente ? los hombres que amabas ? aborrec?as en tu juventud y ? quien siempre escuchabas con inter?s. Si eres joven sonreir?s desde?osamente al ver la importancia que entonces conced?amos ? ciertos hombres absolutamente desconocidos para ti. No te equivoques, sin embargo; lo que ahora sucede, suceder? m?s tarde y suceder? siempre. ?Cu?ntos de los personajes que hoy provocan tu admiraci?n ? tu c?lera se salvar?n del olvido? En conciencia puedo decirte que aquellos hombres por m? zaheridos no ten?an m?s talento que los que ahora figuran en las letras y en la pol?tica, pero te afirmo igualmente, con la mano sobre el coraz?n, que eran menos pedantes. En cuanto ? los por m? ensalzados, d?me, ?qui?nes son actualmente los sustitutos de Zorrilla, de Castelar y Campoamor?

LOS ORADORES DEL ATENEO

PROEMIO

L Ateneo Cient?fico y Literario de Madrid ha manifestado en los ?ltimos cursos una vida y animaci?n ? que no est?bamos acostumbrados los que tristemente discurr?amos en a?os anteriores por sus desiertos pasillos. Casi diariamente resuenan las voces de sus oradores por los ?mbitos del espacioso, aunque irregular, sal?n consagrado ? la c?tedra, y trasformado ahora en candente arena de estos palenques cient?ficos. La discusi?n no queda encerrada tampoco en el ceremonial de las formas acad?micas, sino que, desencadenada y movida por los huracanes de la pasi?n, sale ? los pasillos consiguiendo arrebatar los cerebros de aquellos que, por carecer de facundia ? por modestia, no tercian en el p?blico certamen. En privado, as? como en p?blico, l?branse formidables batallas, en las cuales se combate con todo el entusiasmo de la idea, aunque algunas veces, fuerza es decirlo, se sustituye ?ste por otro menos noble, el de los bandos pol?ticos ? el que origina las heridas del amor propio. Esparcidos aqu? y all? por los divanes y butacas del establecimiento, suele verse ? ?ltima hora empolvados, deshechos, aporreados y casi sangrientos ? los campeones de la noche, sorbiendo con ansia el agua fresca, mientras alguno que otro, de pulm?n m?s robusto, manteni?ndose a?n en pie frente ? estos desgraciados, descarga sobre ellos con extra?a ferocidad los golpes de remate. No pocas veces demand? gracia para algunos cuya inflamada pupila nos anunciaba la nube de argumentos que por su cabeza corr?a, sin que esta temerosa nube lograse rociar con algunas gotas sus exhaustos gaznates, y les pusiera en condiciones de revolverse contra su duro adversario.

Deb?tense en esta culta Sociedad los m?s arduos ? interesantes problemas de la ciencia; pero obs?rvase el, ? primera vista, extra?o fen?meno de que todas sus discusiones, previamente anunciadas en un tema concreto, vienen precipitadamente ? parar en puro asunto teol?gico ? pol?tico. Fuertemente impresionado por estas singulares corrientes que en breve plazo conducen siempre el tema ? su disoluci?n, trat? de inquirir la causa, y no cifrando gran confianza en el dictamen de mi pobre raz?n, busqu? el parecer de los m?s doctos. La mayor?a se inclin? ? creer noblemente que la trascendencia de tales temas, la irresistible atracci?n que ejercen sobre el esp?ritu en estos cr?ticos tiempos y su actualidad, sobre todo en nuestra Espa?a, donde ? la hora presente teolog?a y pol?tica andan sobradamente confundidas, son parte bastante ? explicar los extrav?os de nuestro pensamiento. Los menos y con peor intenci?n, quisieron ver en ello pruebas claras de nuestra insuficiencia para ahondar con profundo y delicado an?lisis en un determinado punto de la ciencia. Nuestros lectores optar?n entre las dos contrarias teor?as, aunque ? mi ver no ser?a dif?cil hallar elementos de verdad en ambas.

Lo cierto de todo es, como digo, que las discusiones marchan en completo y general desorden. Cada cual, sin preocuparse de nada del tema discutido, verdadero n?ufrago en estas borrascosas sesiones, teje como puede un discurso y encomienda ? la Providencia la convicci?n de sus oyentes. Dudo que exista pa?s en el mundo donde se hable tanto y tan bien como en Espa?a, pero seguro me encuentro de que en ninguno se recaba menos de tanta oratoria. Consiste esto en que la forma, el aspecto art?stico de la oratoria espa?ola, absorbe y avasalla su fondo cient?fico, el cual se halla primorosamente velado, pero velado al fin, por las hermosas galas de una ret?rica desenfrenada.

En ning?n otro pa?s m?s que en Espa?a, y para encarecer ? los representantes de la Naci?n la conveniencia de votar un impuesto sobre el aguardiente, trae el orador ? cuento, flotando en un mar de rizadas ondas, las primitivas construcciones pel?sgicas, el monote?smo de la raza sem?tica ? los cuadros del Correggio. Los oradores espa?oles no hacen obras de ciencia, sino obras de arte, y como artistas deben ser juzgados. De este modo nos explicamos el deleite con que hemos asistido estos cursos ? las sesiones del Ateneo, y ? la par el insignificante ardor cient?fico que lograron despertar en nosotros. El p?blico, artista tambi?n como los oradores, aplaude con frenes? los per?odos tersos, las brillantes im?genes, la m?mica fogosa; en cambio repugna el argumento recto y descarnado y el an?lisis detenido del asunto. Hay una derecha y hay una izquierda. Sentada la una enfrente de la otra, se miran con recelosa antipat?a, y tienen por costumbre aplaudir tan s?lo ? sus respectivos oradores. Excusado ser? advertir que los a?os de las personas que en la derecha se sientan suman bastante m?s que los de aquellos que tienen su asiento en la izquierda. Esto no obstante, el ardor, el entusiasmo y aun la intransigencia es igual por ambas partes.

Y cuenta que esto no lo decimos ? modo de censura, porque estamos bien convencidos de que estos fuegos y arrebatos salen del fondo mismo del car?cter nacional, de cuyas grandezas participan muchos, de cuyos defectos y peque?eces todos participamos. No creemos posible, seg?n lo expuesto, que la ciencia gane mucho en las sesiones del Ateneo, donde sus m?s intrincadas cuestiones se discuten; pero en cambio suponemos que el arte, ese fantasma divino que logr? arrastrar siempre con predominio los deseos y las fuerzas de nuestra patria, tendr? que agradecer ? este centro literario un culto desinteresado y devot?simo. En buen hora que se nos hagan ver los peligros sin cuento que la verdad corre entre tanta magnificencia y suntuosidad; por cima de todo flotar?n siempre las bellezas reales que hemos sabido crear.

Nuestra oratoria recorre en toda su extensi?n la colosal escala trazada para esta manifestaci?n art?stica. Oradores, cuya sutil iron?a asuela y abrasa, tenemos, y tambi?n poseemos esos grandes artistas, verdaderos magos de la palabra, que en todas ocasiones saben rodearse de hermosas y nunca pensadas im?genes que encantan y transportan el alma. El instrumento que exterioriza los vuelos de esta fantas?a con su majestuosa dulzura y sonoridad, realza la obra del orador, y la coloca ? la par ? por encima de los m?s acabados modelos del arte cl?sico.

Fijo en estas consideraciones, pienso mostrar en las p?ginas siguientes algunas observaciones sobre varios de los oradores que han terciado durante los ?ltimos cursos en los debates del Ateneo. No aspiro ? hacer retratos, que harto dif?cil lo considero para mi humilde pluma. Busco tan s?lo el medio de echar ? volar algunos pensamientos que me ocurrieron al escuchar los discursos pronunciados en las veladas del Ateneo. Excusado parecer? a?adir, despu?s de lo expresado, que mi punto de vista ser? principalmente art?stico. Esto no obstante, tratar?, hasta donde me sea posible, de hacer ver, ? la par que los m?ritos art?sticos de cada orador, las tendencias m?s caracterizadas de su inteligencia, ? sea el rumbo que actualmente sigue en el oc?ano del pensamiento humano. Bajo uno y bajo otro aspecto, aunque mucho pueda aplaudir, algo tendr? tambi?n que censurar; mas har? de modo que estas censuras, ni tengan su ra?z en la pasi?n, ni se presenten tan agrias que puedan herir ninguna susceptibilidad.

D. MIGUEL S?NCHEZ

IERTA noche, y en ocasi?n que el se?or S?nchez ped?a la palabra, o?mos decir ? nuestro lado: <>.

No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de significar. El Sr. S?nchez nada tiene de orador sagrado, si no es cierta pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases, como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasi?n, y otras tales que trascienden de una legua ? p?lpito.

Por lo dem?s, ?qui?n podr? dudar que el Sr. S?nchez abandon? totalmente las formas arcaicas de la C?tedra Santa para aceptar con amor la nueva fase de la apolog?tica cat?lica? No se trata ya de hinchadas ? indigestas pl?ticas, sembradas de m?sticos ejemplos donde Satan?s juega por lo com?n papeles de melodrama, de s?miles b?blicos y latines macarr?nicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo demostrar en ocasi?n propicia, se ha introducido por la mohosa cancela de las catedrales y ha sugerido ? los defensores de la verdad cat?lica nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia hab?a pose?do hasta ahora santos padres, doctores y m?rtires; pero carec?a de guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los han suministrado.

El Sr. S?nchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva apolog?tica. No pertenece ? la escuela de San Anselmo y San Bernardo; pero, en cambio, es disc?pulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace bastantes a?os que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, ? lo que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los honores de batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una emboscada y evitar los m?s certeros golpes. No para mientes jam?s en las doctrinas, sino en la persona que las representa, y ? ella asesta luego sus malignas estocadas. El Padre S?nchez entiende que la discusi?n es un pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que m?s aporrea ? su adversario.

Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo r?gimen; tiene bastante nervio dentro del g?nero especial de su oratoria, y maneja con ?xito ese estilo, ora m?stico, ora volteriano, que por medio de intencionadas burlas ? incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor de Dios y del pr?jimo.

Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con que el P. S?nchez maltrata ? sus adversarios pol?ticos, nuestro pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello ? los primeros tiempos del Cristianismo. Y contemplamos la figura apacible del Redentor, y escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos ? los otros; y vemos tambi?n sobre el fuste marm?reo de una columna ? aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de mirar al cielo. ?Oh santos Estilitas! ?Cu?ntas veces se hubiera desplomado el P. S?nchez de vuestra memorable columna; ?l que tan fijos tiene sus ojos en la tierra!

La verdad de todo es que estos detractores irreconciliables de la revoluci?n, son en el fondo esp?ritus revolucionarios. Comp?rese, si no, la forma en que el Cristianismo se difund?a en sus primeros tiempos con el m?todo que hoy adoptan sus ap?stoles para esparcirlo por el orbe, y se notar? con claridad la profunda revoluci?n que en su modo de ser y de propagarse se ha operado. Bajo este sentido, el Padre S?nchez es un demagogo del apostolado, un descamisado del Catolicismo. Su temperamento no le llevar? seguramente al desierto ? vivir con ra?ces y frutas y ? gozar de los inefables misterios de la soledad y del ?xtasis, antes bien, le arrastrar? constantemente hacia el choque ruidoso y apasionado de las ideas, hacia la invectiva, hacia la s?tira. Es un fan?tico del pasado con instintos y lenguaje democr?ticos.

Con estos procedimientos irrespetuosos, con esta fecundidad de invectiva y esta agudeza que le caracterizan, el orador cat?lico logra despertar en alto grado la curiosidad del auditorio. En Espa?a nada hay que nos regocije tanto como oir en la calle unos tiros ? una desverg?enza: estamos ?vidos de sensaciones fuertes; la monoton?a nos causa terror; queremos, en una palabra, divertirnos. Y hay que convenir en que nada m?s divertido que las fil?picas con que el P. S?nchez flagela ? los enemigos del absolutismo. No extra?e, pues, que en la sala del Ateneo se espere un discurso suyo con la risue?a impaciencia con que en el teatro se aguarda en pos de un drama un sainete.

De este modo, con las armas de la iron?a, con las donosuras del gracejo, con los excesos de la pasi?n, quiere servir nuestro orador al Catolicismo sin comprender que lo rebaja al nivel de secta tumultuosa y alborotada. Esto equivale ? servirse de la religi?n como de un estandarte bajo cuyos pliegues se lanzan al combate todos los ?mpetus del sectario, todas las genialidades del car?cter y los rencores todos del esp?ritu. Nuestra conciencia nos dice que servir ? la religi?n con tales armas es desnaturalizarla; y el imponerle una absurda solidaridad con el ideal absolutista es comprometerla gravemente.

No ofrece duda que en los tiempos en que vivimos, cuando las ideas chocan con estr?pito en medio de una incesante discusi?n, y se ponen en tela de juicio las bases fundamentales del Catolicismo, es no tan s?lo un derecho sino tambi?n un deber de los creyentes el acudir con presteza ? su defensa. Lo que lamentamos no es que los escritores y oradores cat?licos intervengan en la controversia, sino que se mezclen en los ardores y desmanes que la pasi?n produce siempre, quedando al mismo tiempo apartados de los altos y serios debates que ha suscitado la cr?tica contempor?nea.

El Sr. S?nchez, ? pesar de cuanto llevamos dicho, no es un orador cat?lico ? la moderna, en la acepci?n m?s completa de la palabra. F?ltale para esto una condici?n esencial, la de ser lego, joven y bien quisto de las damas. No pertenece ? esa falange inquieta de fogosos mancebos que aspiran ? ser la polic?a de la Iglesia, y que, juzg?ndose int?rpretes ?nicos de la voluntad divina, vil

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