Read Ebook: Incesto: novela original by Zamacois Eduardo
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Ebook has 453 lines and 14218 words, and 10 pages
Carmen Vallejo pas? por todo.
--Bien--dijo--, lo har? seg?n deseas, aunque no con la premura que supones. Antes he de ver a mi primo y explicarle nuestro plan, para que ?l, a su vez, me determine el d?a, hora y sitio en que hab?is de reuniros.
Aquella noche Mercedes se acost? feliz, columpiada por la ilusi?n de que muy pronto Roberto y ella, a despecho de los obst?culos que les separaban, podr?an abrazarse. Al d?a siguiente supo por Carmen que todo estaba arreglado.
--Acabo de verle--murmur? la joven--; estaba aguard?ndome con Luis a la salida del Conservatorio. Dice que pasado ma?ana te espera, a las cuatro de la tarde, en el Caf? de la Universidad.
La noticia era tan grande, tan superior a toda excelsitud que Mercedes no comprendi? bien.
--A ver, a ver--dijo--, rep?teme eso, que es muy bonito...
Do?a Balbina andaba trasteando por las habitaciones interiores y Carmen pudo satisfacer las dudas de su amiga.
--El Caf? de la Universidad--dijo--est? en la calle San Bernardo y tiene una puertecilla a la traves?a de Pozas, que es por donde debes entrar. Mi primo espera en un saloncillo situado a la derecha de los billares: es un rinconcito muy obscuro, muy cuco, a donde Luis me ha llevado algunas veces. Y, a prop?sito de mi novio: me ha dado recuerdos para ti, para <
Mercedes sonre?a conmovida y satisfecha de que las personas que andaban por el mundo no la hubiesen olvidado.
--?Seg?n eso--dijo--, t? escribir?s hoy el an?nimo?
--Hoy, s?, en cuanto llegue a casa; y esta misma noche lo echar? al correo.
Mercedes ten?a los ojos arrasados en l?grimas. Carmen Vallejo exclam?:
--?Ves, tont?sima, c?mo con ingenio y perseverancia no hay dificultad que no se orille?... Todo lo que nos sucede es muy interesante, muy divertido; algo que podr? referirse dentro de algunos a?os: ten paciencia; considera que los que llegaron a viejos sin hacer nada notable, no merec?an el honor de haber nacido.
Al d?a siguiente, poco antes de almorzar, el correo trajo una carta para do?a Balbina Nobos. Aquello era extraordinario; la anciana no recib?a jam?s correspondencia de ning?n sitio.
--Se?ora--dijo Felipa--, aqu? hay esto para usted...
Y la presentaba un sobre. La carta era del interior. Mercedes, para no menoscabar con su presencia la buena impresi?n de su mentira, se hab?a retirado... Durante el almuerzo la joven mir? disimuladamente a su madre, que estaba muy ensimismada y con los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado. Era indudable que el an?nimo hab?a surtido efecto. A la hora de costumbre, G?mez-Urquijo se march?; do?a Balbina estuvo largo rato en el comedor, sentada delante de su taza de caf?; luego entr? en su dormitorio. Mercedes, que estaba en el sal?n distrayendo su impaciencia con los valses de Waldteufel, la o?a ir y venir por sus habitaciones, hablando entre dientes y abriendo y cerrando el armario donde guardaba sus ropas. Momentos despu?s apareci? vestida modestamente, llevando un sencillo velo sobre la cara.
--Hasta luego--dijo.
Mercedes se volvi? hacia su madre, admir?ndose con naturalidad pasmosa.
--?D?nde va usted?
--A ver una amiga.
--?Qui?n?...
--Esta, do?a... t? no la conoces... he sabido que est? enferma...
Tartamudeaba; su car?cter ingenuo era refractario al fingimiento. La joven, entre tanto, procuraba pensar en algo muy triste para no re?r.
--Felipa viene conmigo--a?adi? do?a Balbina--; t? no salgas, porque volver? en seguida; antes de media hora...
Iban a dar las cuatro: Mercedes comprendi? que su madre exageraba la prontitud de su regreso y que si Carmen la hab?a citado, seg?n ten?an convenido, en la iglesia de Ant?n Mart?n, do?a Balbina no podr?a volver antes de las seis.
No obstante, para contestar a la recomendaci?n de su madre, afect? un aire muy compungido, muy indiferente:
--?D?nde quiere usted que vaya?--murmur?.
En cuanto Balbina Nobos y Felipa salieron, la joven corri? a su cuarto y empez? a vestirse con la celeridad de la actriz que acaba de recibir el segundo aviso del traspunte. Las enaguas, la falda, el gab?n, todo de cualquier modo; las botitas sin abrochar, el cors? desajustado, el corpi?o abierto, dejando entrever los encajes de la camisa; el sombrerito lo llevaba en la mano y se lo puso r?pidamente al pasar por delante de un espejo; y sin perder instante sali?, cerrando la puerta de golpe, guard?se la llave en el bolsillo y ech? escaleras abajo, recogi?ndose las faldas con una mano, requiriendo con la otra los corchetes mal prendidos.
Al llegar a la calle mir? a todos lados, cercior?ndose de que nadie la espiaba, y satisfecha de su examen dirigi?se resueltamente hacia la calle de Andr?s Borrego, por donde fue hasta la del Desenga?o. Iba de prisa, la vista fija en el suelo, procurando pasar desapercibida.
Con estos sobresaltos cruz? por delante de San Mart?n, sigui? la calle Luna y continu? por la de San Roque hacia la del Pez. Era un d?a fr?o, triste, lloviznoso; uno de esos d?as en que los madrile?os andan muy despacio, deteni?ndose en frente de todos los escaparates, reparando en todas las mujeres y con los paraguas abiertos, queriendo in?tilmente preservarse de una llovizna que, por lo sutil, parece niebla, una niebla densa que moja como un aguacero, y en que los aleros de los tejados recortan sobre las calles h?medas grandes franjas de un cielo plomizo, uniforme, como una b?veda de ceniza. Mercedes avanzaba velozmente, sin advertir que ten?a los pies h?medos y las faldas salpicadas de barro. Al llegar a la calle del Pez hubo de refugiarse en un portal, esperando a que pasase un individuo amigo de don Pedro; luego reanud? su camino ocult?ndose el rostro con un pa?uelo, temiendo siempre alg?n encuentro desagradable, y sigui? por la calle Pozas pensando que all? hab?an asesinado a una cantadora, cuyo crimen oy? pregonar la ?ltima tarde que habl? con Roberto...
Al entrar en el Caf? de la Universidad, Mercedes tuvo un momento de indecisi?n, recelando el misterio de aquel lugar que no conoc?a: lentamente, sus ojos deslumbrados iban habitu?ndose a la obscuridad: estaba en una especie de recibimiento limitado por tabiques de madera que med?an, aproximadamente, dos metros de altitud; al frente vi? una puertecilla, a la derecha otra, en cuyas hojas hab?a dos ?valos de cristal esmerilado; a la izquierda y bajando algunos pelda?os, estaba el caf?; vasto sal?n rectangular, con su piano en el centro y sus largas hileras de veladores, insinu?ndose t?midamente bajo el melanc?lico resplandor que penetraba por algunas ventanas enrejadas.
Mercedes continuaba inm?vil, recordando las se?as que Carmen la hab?a dado. Un camarero se acerc? preguntando:
--?Busca usted a alg?n caballero?
La joven sinti? que una oleada de sangre reflu?a a sus ojos.
--S?--balbuce?--, dijo que esperaba aqu?... ignoro si ha venido o si se habr? marchado.
Entonces el camarero abri? la puertecilla de la derecha, exclamando con aire indiferente:
--Pase usted.
Mercedes atraves? un saloncillo rectangular, a la hila de cuyas paredes hab?a largos banquillos forrados de rojo, y veladores que abocetaban en la penumbra sus formas blancas: andando casi a tientas, se aproxim? a uno de ellos y tom? asiento.
--?Qu? desea usted?...--dijo el mozo.
Ella palideci?, recordando que no llevaba dinero.
--Nada... esperar? a que venga ese se?or...
El camarero di? media vuelta y se march? sin responder; era un hombrecillo regordete, moreno, de rostro impasible, con ojuelos inteligentes y cari?osos que inspiraban confianza. Entonces Mercedes, algo m?s tranquila, pudo reparar el aspecto del saloncito en que se hallaba: era una habitaci?n que, ni hecha adrede, pod?a ofrecer mejores condiciones de aislamiento, seguridad y misterio: el piso era de tablas; un piso desigual, sucio, por donde pasaron seguramente muchas generaciones de enamorados clandestinos; en el centro del local hab?a una especie de columna que soportaba un techo renegrido por el humo y el polvo, y a la izquierda una ventanita arrojaba dentro del sal?n un chorro de luz triste y fr?a.
La joven permanec?a inm?vil, con las manos metidas en los bolsillos de su gab?n, extra?ando que la hubiesen dejado tan sola; y su cuerpo nervioso empez? a sentir la penetrante humedad de aquel local desamparado. El resto del caf? estaba desierto, silencioso, con una quietud somn?fera de establecimiento provinciano. Pas? tiempo y Mercedes se impacientaba, temiendo que Roberto no viniese. En el reloj de la Universidad, un viejo reloj que tiene una campana muy triste, dieron las cuatro y media... La joven continuaba absorta en sus cavilaciones e hilvanando con los asuntos m?s trascendentales las ocurrencias m?s pueriles; pensaba que su madre ya estar?a aburri?ndose sobre alg?n banco de la iglesia de Ant?n Mart?n, y que en aquel sitio donde ella estaba, tan malsano, y tan triste, habr?a muchas ara?as: ara?as de patas flexibles, grandes, negras, de ?sas que crecen entre la humedad de los lugares obscuros...
De pronto Mercedes volvi? la cabeza, mirando a la ventana, por donde acababa de pasar la silueta de un hombre; luego oy? que abr?an violentamente la puertecilla del caf? y casi al mismo tiempo apareci? Roberto.
Mercedes se levant?, el actor corri? hacia ella y ambos se abrazaron estrechamente, sin poder hablar, con un apasionamiento real en que la carne no interven?a. Roberto la besaba en la nuca, embriag?ndose con el suave aroma de aquellos ricillos perfumados, murmurando:
--?Por fin, por fin!...
Ella se abandonaba entre sus brazos, tr?mula, perdida, sintiendo que por sus mejillas resbalaban l?grimas ardientes como brasas. Despu?s fueron a sentarse en el rinc?n m?s obscuro del saloncillo y de modo que la columna les ocultase la puerta. El camarero que acababa de servirles caf? pregunt? distra?damente, como por mera f?rmula:
--?Quieren ustedes que encienda el gas?...
--No--repuso Alcal?--; ya te avisar?...
El mozo se march?, sonriendo con una risilla aburrida y triste, recordando que todos los enamorados contestaban lo mismo.
--?Por fin--repiti? Roberto--, por fin estamos juntos!...
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