Read Ebook: Crónica de la conquista de Granada (2 de 2) by Irving Washington Montgomery G W George Washington Translator
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Translator: Jorge W. Montgomery
CR?NICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA.
CR?NICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA.
ESCRITA EN INGL?S por Mr. Washington Irving.
TRADUCIDA AL CASTELLANO POR DON JORGE W. MONTGOMERY, Autor de las Tareas de un Solitario.
CR?NICA DE LA CONQUISTA DE GRANADA.
CAP?TULO PRIMERO.
Hasta aqui los sucesos de esta ilustre guerra, han sido principalmente una s?rie de haza?as brillantes, pero pasageras, como correr?as, cabalgadas, y sorpresas de lugares y castillos. Mas ahora se trata de operaciones importantes y detenidas, y del asedio formal y rendicion de las plazas mas fuertes del reino de Granada, cuya capital qued? asi aislada, y desnuda de los baluartes que la defendian.
Los grandes triunfos de los Reyes de Castilla habian resonado en el oriente, llenando de consternacion al Gran Se?or, Bayaceto II, y al Soldan de Egipto; y estos pr?ncipes, suspendiendo por entonces las sangrientas guerras que traian entre s?, entraron en una confederacion para defender la religion de Mahoma y el reino de Granada, contra el poder hostil de los cristianos. ? fin de distraer la atencion de los Soberanos, acordaron de enviar un armamento poderoso contra la isla de Sicilia, que pertenecia entonces ? la corona de Castilla, y de expedir al socorro de Granada una fuerza considerable desde las costas vecinas del ?frica.
Con la noticia que tuvieron de estos sucesos, resolvieron don Fernando y do?a Isabel dirigir sus fuerzas contra los pueblos mar?timos de Granada, y apoder?ndose de todos los puertos, privar ? los moros de los auxilios que les pudieran venir de fuera. El punto que mas particularmente llamaba su atencion, era M?laga, por ser el puerto principal del reino, y el emporio de un comercio vasto que se hacia entre aquellas partes y las costas de la Siria y del Egipto. Por este conducto se mantenia tambien una comunicacion activa con el ?frica, y se recibian de Tunez, Tr?poli, Fetz y los demas estados Berberiscos, socorros pecuniarios, tropas, armas y caballos; por lo que se llamaba enf?ticamente la mano y boca de Granada. Pero antes de poner sitio ? esta formidable ciudad, pareci? indispensable asegurarse de la de Velez-m?laga y sus dependencias, que, por su proximidad ? aquella, podria entorpecer las operaciones del ej?rcito.
Para esta importante campa?a fueron convocados nuevamente los grandes del reino, con sus gentes respectivas, en la primavera de 1487. La guerra que amenazaban las potencias del oriente despert? en los pechos generosos de aquellos caballeros un ardor extraordinario; y con tal celo acudieron al llamamiento de sus Soberanos, que en breve se junt? en la antigua ciudad de C?rdoba un ej?rcito de doce mil hombres de ? caballo y cincuenta mil infantes, la flor de la milicia espa?ola, capitaneada por los caudillos mas valientes de Castilla. La noche anterior ? la marcha de esta poderosa hueste hubo un terremoto, que estremeci? la ciudad y llen? de espanto ? sus moradores, principalmente ? los que vivian cerca del antiguo alc?zar de los Reyes moros, donde fue mayor el movimiento: y este suceso muchos lo tuvieron por presagio de alguna calamidad iminente, al paso que otros lo celebraron como anuncio de que el imperio de los moros iba ? estremecerse hasta su centro.
Pulgar, Cr?nica de los Reyes Cat?licos.
La v?spera del Domingo de Ramos parti? de C?rdoba el Rey con su ej?rcito dividido en dos cuerpos; en uno de los cuales puso toda la artiller?a, guardada por una buena escolta, y mandada por el maestre de Alc?ntara y Martin Alonso, se?or de Montemayor. Se dispuso que marchase esta division por el camino mas llano, para que no faltase el forrage ? los bueyes que llevaban la artiller?a. La otra division, que era el grueso del ej?rcito, iba capitaneada por el Rey en persona, y se dirigi? por las monta?as, sin que le arredrasen las asperezas de un camino que ? veces se reducia ? una vereda, perdi?ndose entre pe?as y precipicios, y otras conducia al borde de una sima espantosa, ? ? un torrente cuyas aguas, acrecentadas por las recientes lluvias, interceptaban la marcha del ej?rcito. Para vencer en algun modo las dificultades del terreno, se envi? delante al alcaide de los Donceles con cuatro mil gastadores, prevenidos unos de picos, palas y azadones, para allanar los caminos, y otros, de los instrumentos necesarios para construir puentes de madera en los arroyos, mientras que algunos tuvieron ?rden de poner piedras en los charcos para el paso de la infanter?a. ? don Diego de Castrillo se le despach? con alguna gente de ? caballo y de ? pi?, para que tomase los pasos de las monta?as, cuyos habitantes, por la ferocidad de su car?cter, no dejaban de inspirar al ej?rcito algun cuidado.
Despues de una marcha penosa por monta?as tan agrias, que ? veces no habia disposicion para formar el campamento, y con p?rdida de muchos bagages, que rendidos de fatiga perecieron por el camino, llegaron felizmente ? dar vista ? la vega de Velez-m?laga. Defendido por una cordillera de monta?as, se extendia este delicioso valle hasta la ribera del mar, cuyos aires le refrescaban, al paso que le hacian f?rtil las aguas del rio Velez. Estaban los collados cubiertos de vi?edos y olivares, lozanas mieses ondeaban en las llanuras, y numerosos reba?os pacian en las dilatadas dehesas. En torno de la ciudad se veia florecer los jardines de los moros, y blanquear en ellos sus pabellones por entre infinitos naranjos, cidros y granados, sobre los cuales descollaba la erguida palma, amiga de los climas meridionales y de un cielo benigno y puro.
En un extremo del valle, y ? la falda de un cerro aislado, estaba fundada la ciudad de Velez-m?laga, bien fortificada con torres y muros muy espesos. En lo mas alto del cerro habia un castillo poderoso ? inaccesible por todas partes, que dominaba todo el pais circunvecino, y junto ? los muros dos arrabales, defendidos con albarradas y grandes fosos. Contribuian ? la seguridad de esta plaza las inmediatas fortalezas de Benamarhoja, Comares y Competa, guarnecidas por una raza de moros muy fuertes y belicosos, que habitaban aquellas monta?as.
Al mismo tiempo que lleg? el ej?rcito cristiano ? la vista de Velez-m?laga, arrib? ? aquella costa la escuadra que mandaba el conde de Trevento, compuesta de cuatro galeras armadas, y de muchas caravelas con mantenimientos para el ej?rcito.
Despues de reconocer el terreno determin? el Rey acampar en la ladera de una monta?a, que es la ?ltima de una cordillera que se extiende hasta Granada. En su cumbre habia un lugar de moros muy fuerte, llamado Bentomiz, que, por su proximidad ? Velez-m?laga, se crey? podria proporcionar socorros ? esta plaza. ? muchos de los generales pareci? peligrosa la posicion escogida por el Rey, pues quedaba el campo expuesto ? los ataques de un enemigo tan inmediato; pero Fernando resolvi? conservarla, diciendo que asi cortaria la comunicacion entre el lugar y la ciudad, y que en cuanto al peligro, estuviesen sus soldados mas alerta para evitar una sorpresa. Sali?, pues, el Rey ? caballo con algunos caballeros, para distribuir las estancias, y despues de colocar cierta gente de ? pi? en un cerro que dominaba la ciudad, se retir? ? su pavellon para tomar algun alimento. Sentado apenas ? la mesa, sinti? un alboroto repentino, y saliendo fuera, vi? correr ? sus soldados delante de una fuerza superior enemiga. Asiendo una lanza, y sin mas armas defensivas que su coraza, salt? Fernando ? caballo, dirigi?ndose con los pocos que le acompa?aban al socorro de sus soldados. ?stos, que vieron venir en su auxilio al mismo Rey, cobraron aliento, y revolviendo contra los moros, los acometieron con denuedo. Llevado del ardor que le animaba, se meti? Fernando por medio de los enemigos: un caballerizo que iba ? su lado, fue muerto ? los primeros tiros; pero antes que pudiera escapar el moro que le mat?ra, le dej? el Rey atravesado con su lanza. Ech? mano entonces ? la espada, pero por mas esfuerzos que hizo, no pudo sacarla de la vaina; de manera que rodeado de enemigos, y sin armas con que defenderse, se hall? el Rey en el mas iminente peligro. En esta hora cr?tica llegaron el marqu?s de C?diz, el conde de Cabra y el adelantado de Murcia, con Garcilaso de la Vega y Diego de Ataide, los cuales, cubriendo al Soberano con sus cuerpos, le defendieron contra los tiros del enemigo. Al marqu?s de C?diz mataron su caballo, y aun ?l mismo corri? gran riesgo; pero con la ayuda de sus valientes compa?eros logr? rechazar ? los moros, persigui?ndolos hasta meterlos por las puertas de la ciudad.
Pasado este rebato, rodearon al Rey sus grandes y caballeros, represent?ndole cu?n mal hacia en exponer su persona en los combates, teniendo en su ej?rcito tantos y tan buenos capitanes ? quienes tocaba pelear; que mirase que la vida del pr?ncipe era la vida de su pueblo, y que muchos y grandes ej?rcitos se habian perdido por la p?rdida de su general; por lo que le suplicaban que en adelante les ayudase con la fuerza de su ?nimo gobernando, y no con la de su brazo peleando. ? esto respondi? el Rey confesando que tenian razon, pero que no le era posible mirar el peligro de sus gentes sin acudir ? su socorro; cuyas palabras llenaron ? todos de contento, pues veian que no solo les gobernaba como buen Rey, sino que les protegia como capitan valiente. Esta haza?a no tard? en llegar ? los oidos de la Reina, haci?ndola temblar el arrojo de su esposo, aun en medio de su regocijo al saber que el peligro era pasado. Posteriormente concedi? do?a Isabel ? Velez-m?laga, por armas de la ciudad, y en conmemoracion de este suceso, la figura de un Rey ? caballo, con un caballerizo muerto ? sus pies y los moros en huida.
Estaba ya formado el campamento, pero faltaba la artiller?a, que por el mal estado de los caminos aun no habia podido llegar. Entretanto mand? el Rey combatir los arrabales de la ciudad, los cuales fueron entrados despues de una lucha sangrienta de seis horas, y con p?rdida de muchos caballeros muertos ? heridos, siendo entre ?stos el mas distinguido, don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza. Se procedi? entonces ? fortificar los arrabales con trincheras y empalizadas, se puso en ellos una guarnicion competente, al mando de don Fadrique de Toledo, y se abrieron en derredor de la ciudad otras trincheras, con que se cort? enteramente la comunicacion de los sitiados con los pueblos del contorno. Para mayor seguridad de las recuas que traian los mantenimientos al real, se colocaron en los pasos de las monta?as varios destacamentos de infanter?a; pero la aspereza de aquellos lugares favorecia de manera ? los moros, que no fue posible impedir que hiciesen ?stos salidas repentinas, en que arrebataban los convoyes, y cautivaban las personas, retir?ndose luego ? sus guaridas con toda seguridad. ? veces, por medio de grandes fuegos encendidos en las cumbres de las monta?as, se concertaba el enemigo con las guarniciones de las torres y castillos inmediatos, para atacar al campo de los cristianos, ? quienes convenia por esto estar de continuo alerta y apercibidos para pelear.
Creyendo el Rey haber intimidado ? los de Velez-m?laga con la manifestacion de sus fuerzas, les dirigi? una carta, ofreci?ndoles condiciones muy ventajosas si desde luego capitulaban, y amenazando llevar la ciudad ? sangre y fuego si persistian en defenderse. El portador de esta carta fue un caballero llamado Carvajal, que, poni?ndola en la punta de una lanza, la entreg? ? los moros que estaban en la muralla, los cuales contestaron diciendo, que el Rey de Castilla era demasiado noble para llevar ? efecto una amenaza semejante, y que ellos no se entregarian, porque no era posible llegase al campo la artiller?a, y porque estaban seguros de ser socorridos por el Rey de Granada.
Al mismo tiempo que esta noticia, recibi? el Rey la de haberse juntado en Comares, lugar fuerte distante de alli dos leguas, las gentes de la Ajarqu?a, cuya sierra era capaz de proporcionar hasta quince mil hombres de pelea, y era la misma donde, al principio de la guerra, se habia hecho tan gran matanza de cristianos.
La situacion del ej?rcito, desunido y encerrado en pais enemigo, no dejaba de ser peligrosa, y exigia la mayor disciplina y vigilancia. Asi lo entendi? Fernando, haciendo publicar en los reales ciertas ordenanzas, por las que se prohibian los juegos, las blasfemias y las pendencias: las mugeres mundanas, y los rufianes que las acompa?aban, fueron echados del campamento: ninguno habia de salir ? las escaramuzas que los moros moviesen, sin licencia de su capitan, ni pegar fuego ? los montes inmediatos; y el seguro concedido ? cualquier pueblo ? individuo moro se habia de guardar inviolablemente. Estas ordenanzas, mandadas observar bajo penas muy severas, tuvieron tan buen efecto, que en medio de ser tan grande el concurso de varias gentes que alli habia, no se vi? ? nadie sacar armas contra otro, ni se oy? palabra, de que pudiese nacer esc?ndalo.
Entretanto los guerreros de la serran?a, reuni?ndose en las cumbres de las monta?as ? la par de una tormenta que amenaza las llanuras, bajaron ? las cuestas de Bentomiz, que dominaban el real, con intento de abrirse paso con las armas hasta la ciudad; pero un destacamento fuerte que se envi? contra ellos, los arroj? de alli despues de un combate muy re?ido, y se recogieron los moros ? los lugares ?speros de la sierra, donde no se les pudo seguir.
Habian pasado ya diez dias desde que se asent? el real, y la artiller?a aun no habia llegado. Las lombardas y otras piezas de mayor calibre quedaron en Antequera, de donde no pudieron pasar por la fragosidad de los caminos: las demas, con muchos carros de municiones, llegaron, ? duras penas, hasta media legua del campo; y los cristianos, animados con este refuerzo, se dispusieron ? batir en forma las fortalezas de Velez-m?laga.
En tanto que el estandarte de la cruz tremolaba delante de Velez-m?laga, las facciones rivales del Albaicin y la Alhambra seguian afligiendo con sus disensiones ? la infeliz Granada. La noticia de hallarse sitiada aquella plaza llam? al fin la atencion de los viejos y alfaqu?s, los cuales, dirigi?ndose al pueblo, le representaron el peligro que ? todos amenazaba. "?Qu? contiendas son estas, decian, en que aun el triunfo es ignominioso, y en que el vencedor oculta sonrojado sus heridas? Los cristianos est?n devastando la tierra que ganaron vuestros padres con su valor y sangre, habitan las mismas casas que ?stos edificaron, gozan la sombra de los ?rboles que plantaron; y entretanto vuestros hermanos andan por el mundo desterrados y peregrinos. ?Buscais ? vuestro enemigo verdadero?... acampado est? en las alturas de Bentomiz. ?Quereis ocasion en que mostrar vuestro valor?... hallareis no pocas bajo los muros de Velez-m?laga."
Habiendo asi conmovido los ?nimos del pueblo, se presentaron ? los dos Reyes contrarios, ? quienes dirigieron iguales reconvenciones. La situacion del Zagal era en extremo delicada: dos enemigos, uno de casa, otro de fuera, le guerreaban al mismo tiempo: si dejaba ? los cristianos apoderarse de Velez-m?laga, era consiguiente la perdicion del Reino: si salia ? contenerlos, debia temer que Boabdil, en su ausencia, se levantase con el mando. En tal estado determin? concertarse con su sobrino, ? quien hizo presente cuanto sufria la p?tria por efecto de sus discordias, y cu?n f?cil seria habiendo union, remediarlo todo, y acabar de una vez con los cristianos, que de suyo se habian metido en la sepultura, sin que faltase mas que echarles la tierra encima: ofreci? dejar el t?tulo de Rey, reconocer como tal ? su sobrino, y pelear bajo su bandera; solo pedia que se le permitiese marchar al socorro de Velez-m?laga, y castigar ? los cristianos. Pero Boabdil, tratando de artificiosas estas proposiciones, las desech? con indignacion: "?C?mo, dijo, he de fiarme de un traidor, que se ha ensangrentado en mi familia, y que ha buscado mi muerte por tantos modos y en tantas ocasiones?"
Qued? el Zagal confuso y despechado con esta repulsa; pero no habia tiempo que perder: los clamores del pueblo, que veia abandonadas al enemigo las mejores ciudades del reino, y el ardor de los caballeros de su corte, impacientes por salir al campo, exigian una pronta resolucion, y se decidi? ? marchar contra el enemigo. Poni?ndose, pues, ? la cabeza de una fuerza de mil caballos y veinte mil infantes, sali? repentinamente una noche, y se dirigi? por las monta?as que se extienden desde Granada hasta Bentomiz, tomando los caminos menos transitados, y marchando con tal rapidez, que lleg? ? las alturas de este pueblo, antes que el Rey Fernando tuviese noticia de sus movimientos.
Alarm?ronse los cristianos una tarde, viendo arder grandes hogueras en las monta?as inmediatas ? Bentomiz. ? la roja luz de las llamas se descubria el brillo de las armas y el aparato de la guerra, y se oia ? lo lejos el sonido de los timbales y trompetas de los moros. ? los fuegos de Bentomiz respondian otros fuegos desde las torres de Velez-m?laga, y el grito de, ?el Zagal, el Zagal! resonaba de cerro en cerro, anunciando ? los cristianos que el belicoso Rey de Granada campeaba en las alturas que dominaban al real. Iguales eran con este motivo la sorpresa del Rey de Castilla y el regocijo de los moros. El conde de Cabra, con su ardor acostumbrado, queria escalar aquellos cerros, y atacar al Zagal antes que pudiese formar su campo; pero no lo consinti? Fernando por no exponerse ? tener que levantar el sitio, y mand? que permaneciesen todos guardando sus respectivos puestos, sin moverse para buscar al enemigo.
Toda aquella noche ardieron los fuegos que coronaban las monta?as. Al dia siguiente presentaban las cercan?as de Bentomiz una escena marcial y pintoresca. Los rayos del sol naciente doraban los altos picos de la sierra, y desliz?ndose por la ladera abajo, caian de soslayo sobre las tiendas de los guerreros castellanos, dando ? su blancura un realce singular, y mayor viveza ? los colores de las banderetas con que se distinguian. El suntuoso pabellon del Rey descollaba sobre todo el campamento; y plantados en una eminencia, ondeaban al aire libre los estandartes de Castilla y de Aragon. Mas all? se descubria la ciudad, su encumbrado castillo, y sus fuertes torres, en que relumbraban las armas de los infieles; siendo remate de esta perspectiva el campamento moro, que guarnecia el perfil de la sierra, y que, ? los resplandores del nuevo sol, se mostraba reluciente de armas, pabellones y divisas. Ve?anse subir columnas de humo donde la noche anterior se habian encendido las hogueras; y la aguda voz de la trompeta, el ronco sonido de las cajas, y el relincho de los caballos, se oia confusamente desde aquella elevacion a?rea; que es tan puro y di?fano el atm?sfera en esta region, que se oyen los sonidos y se distinguen los objetos ? una gran distancia, y asi pudieron f?cilmente los cristianos ver la multitud de enemigos que se reunian contra ellos en las monta?as inmediatas.
La primera disposicion del Rey moro fue destacar una fuerza competente al mando de Rodovan de Vanegas, gobernador de Granada, con ?rden de dar sobre el convoy de artiller?a que se encaminaba al real cristiano; pero la diligencia con que sali? ? impedirlo el maestre de Alc?ntara, le oblig? ? revocar esta ?rden; permaneciendo asi unos y otros sin osar venirse ? las manos, y el Zagal contemplando desde arriba el campo enemigo, como tigre que espera la ocasion de saltear alguna presa. Habi?ndosele frustrado este proyecto, concibi? el de sorprender ? los cristianos por medio de un ataque repentino concertado con los moros de la ciudad. Al efecto escribi? al alcaide de ella, previni?ndole que ? la medianoche, cuando viese la se?al de un fuego en cierto punto de la sierra, saliese con toda su guarnicion para dar furiosamente sobre las guardias del real: el Rey acometeria al mismo tiempo por la parte opuesta; de modo que envolviendo al enemigo en el silencio de la noche, seria f?cil arrollarlo y destruirlo.
Lleg? al fin la hora se?alada, y por ?rden del Rey moro se encendi? una llama viva en la parte mas elevada de Bentomiz; pero en vano fue esperar la se?al correspondiente que debia hacerse en la ciudad. Apurada la paciencia del Zagal con esta tardanza, empez? ? mover la sierra abajo con su gente, para atacar al real cristiano. Avanzando por un desfiladero que conducia al llano, dieron de improviso con un cuerpo numeroso de cristianos: oyese al mismo tiempo una vocer?a terrible, y se ven los moros acometidos cuando menos lo esperaban. Confuso y sobresaltado, manda el Zagal retirar sus tropas, y se recoge ? las alturas: hace una se?al, y al punto empiezan ? arder por todos aquellos cerros muchas y grandes hogueras que estaban ya prevenidas. El resplandor de las llamas iluminaba el horizonte, esparciendo en aquellos contornos una luz tan viva, que todo se descubria, las entradas y pasos de la sierra, el campo cristiano, su situacion y sus defensas. Donde quiera que volvia los ojos veia el Zagal relumbrar ? la luz de los fuegos, las espadas, yelmos y corazas de sus enemigos; no habia paso que no estuviese herizado de lanzas cristianas, ni punto que no estuviese guardado por escuadrones de ? caballo y de ? pi? ordenados en batalla.
Conviene saber que la carta que el Rey moro dirigi? al alcaide de Velez-m?laga habia sido interceptada por el vigilante Fernando, que tom? con prontitud y sigilo las medidas convenientes para recibir al enemigo.
Desesperado y furioso el Zagal al ver que se habian descubierto y frustrado sus designios, mand? avanzar sus tropas al ataque. En efecto, bajaron los moros aquellas cuestas impetuosamente y con grandes alaridos; pero de nuevo los detuvieron y rechazaron los cristianos apostados en la hondonada, los cuales eran la division de don Diego Hurtado de Mendoza, hermano del gran cardenal. Los moros, retir?ndose como antes ? las alturas, donde no podian seguirles los soldados de don Diego, hicieron desde alli un fuego bien sostenido de arcabuces y ballestas, correspondi?ndoles los cristianos con descargas de artiller?a. Asi se pas? la mayor parte de la noche: al estruendo de los tiros retumbaban los montes y valles, y el l?gubre resplandor de las hogueras hacia resaltar lo terrible de aquella nocturna escena.
Venida el alba, y viendo los moros que no habia cooperacion por parte de la ciudad, empezaron ? desanimarse, y ? temer que subiesen al asalto de aquellas cuestas las tropas cristianas que guardaban en gran n?mero todas las entradas y pasos de la sierra. ? esta sazon fue cuando envi? Fernando al marqu?s de C?diz con gente de ? caballo y de ? pi? para apoderarse de un cerro que ocupaba uno de los batallones del enemigo. Subi? all? el Marqu?s, y con su intrepidez acostumbrada atac? ? los moros, que luego abandonaron el puesto huyendo. Los demas, que ocupaban otros puntos, alarmados al ver huir ? sus compa?eros, se retiran en des?rden. Un terror p?nico se apodera de toda la hueste; y arrojando las armas, se entrega aquella numerosa morisma ? una fuga desordenada. Derram?ndose por las monta?as, se precipitan por todos los pasos y desfiladeros, y huyen sin saber de que, y sin que nadie los persiga, sembrando el suelo de espadas, lanzas, corazas y ballestas, que dejan para correr mas f?cilmente. Solo Rodovan de Venegas pudo en tanta confusion reunir algunos pocos, con los cuales efectu? su entrada en Velez-m?laga; todos los demas gefes, y el Rey con ellos, tuvieron que seguir ? los fugitivos. El marqu?s de C?diz, como viese despejado el campo, y que no se le hacia oposicion, movi? adelante con sus gentes; y subiendo de cuesta en cuesta con mucha circunspeccion por el temor de alguna estratagema, lleg? al sitio que el ej?rcito moro acababa de abandonar: alli ningun enemigo se le present?: todo estaba tranquilo; y solo se veia por el suelo armas, tiendas, banderas y trofeos. La fuerza con que venia era demasiado corta para perseguir al enemigo; asi que, cargando con los despojos, se volvi? ? los reales.
Una derrota tan se?alada y milagrosa, llen? de admiracion al Rey Fernando, haci?ndole recelar algun ardid de los que usaban los moros con frecuencia. Con esta sospecha mand? que toda aquella noche estuviesen las tropas sobre las armas; dobl? las guardias, y en su tienda la hicieron mil caballeros ? hidalgos bien armados, sin que se disminuyese un punto esta vigilancia, hasta que se tuvo noticia cierta de la dispersion del ej?rcito del Zagal.
La salida del anciano guerrero Muley Audalla, el Zagal, para defender su territorio, dejando en Granada un rival poderoso, se celebr? alli como una bizarr?a digna de admiracion: sus pasadas haza?as y su valor acreditado inspiraban ? todos las mas lisongeras esperanzas, al paso que la apat?a de Boabdil, que miraba tranquilo la invasion y ruina de su p?tria, tenia exasperados los ?nimos del pueblo, y llenos de temor ? los que seguian su partido. Se habian suspendido las sangrientas conmociones de la ciudad, y la atencion p?blica se dirigia ?nicamente ? las operaciones del Zagal, ? quien contemplaban ya victorioso y de vuelta para Granada, conduciendo prisionero al Rey de Castilla y ? toda su caballer?a. Estando todos en tan alegre expectacion, vieron llegar algunos ginetes fugitivos del ej?rcito moro, que corriendo la vega, fueron los primeros que anunciaron aquella fatal derrota y dispersion. Al referir este desastroso suceso, parecia que recordaban confusamente algun sue?o espantoso: no sabian decir c?mo ni por qu? habia sucedido: hablaban de un combate empe?ado en la oscuridad de la noche entre rocas y precipicios; de millares de enemigos emboscados en los pasos y desfiladeros de las monta?as; del horror que se apoder? del ej?rcito, de su fuga, dispersion y ruina.
La llegada de otros fugitivos confirm? en breve estas infaustas nuevas; y el pueblo de Granada, pasando desde el colmo de la alegr?a al extremo del abatimiento, prorumpi? en exclamaciones no de dolor, s? de indignacion: confundian al general con el ej?rcito, ? los abandonados con los desertores; y el Zagal, que habia sido el ?dolo del pueblo, vino ? ser el objeto de su execracion. En esto se oy? de improviso el grito de ?viva Boabdil el chico! y al punto resuena por todas partes la misma voz; ?viva Boabdil el chico!, decian, ?viva el leg?timo Rey de Granada! y ?mueran los usurpadores! Llevado de aquel impulso moment?neo, corre el pueblo al Albaicin, y los mismos que poco antes habian sitiado ? Boabdil, rodean ahora su palacio con aclamaciones. Conducido ? la Alhambra en triunfo, y due?o ya de Granada y de todas sus fortalezas, se vi? este pr?ncipe sentado otra vez sobre el trono de sus mayores.
Al ce?ir aquella corona que tantas veces le habia arrebatado la inconstante multitud, trat? Boabdil de consolidar su poder, y por ?rden suya rodaron al suelo las cabezas de cuatro moros principales, que mas celosos se habian mostrado en la causa de su rival. Estos castigos eran tan comunes en toda mudanza de gobierno, que el p?blico, lejos de ofenderse, alab? la moderacion de su Soberano: cesaron las facciones, y ensalzando todos ? Boabdil hasta las nubes, qued? el Zagal entregado al olvido y menosprecio.
Confundido y humillado por un rev?s tan repentino cual nunca, acaso, cupo en suerte ? ningun caudillo, se dirigia el Zagal tristemente h?cia Granada: la v?spera de aquel dia se habia visto ? la cabeza de un ej?rcito poderoso, sus enemigos le temblaban, y la victoria parecia que iba ? coronarle de laureles: ahora se contemplaba fugitivo entre los montes; su ej?rcito, su prosperidad, su poder?o, todo se habia desvanecido como un sue?o ligero, ? como una ficcion de la fantas?a. Llegando cerca de la ciudad, se detuvo en las m?rgenes del Jenil, y envi? delante algunos ginetes para tomar lengua; los cuales volviendo en breve con semblantes decaidos, le dijeron: "Se?or, las puertas de Granada est?n cerradas para vos; el estandarte de Boabdil tremola sobre las torres de la Alhambra." Volvi? el Zagal las riendas ? su caballo, y parti? silencioso la vuelta de Almu?ecar: desde alli pas? ? Almer?a, y por ?ltimo se refugi? en Guadix, donde permaneci? procurando reunir sus fuerzas, por si alguna mudanza pol?tica le llamaba ? nuevas empresas.
Entretanto reinaba en Velez-m?laga una penosa incertidumbre sobre lo que pasaba por fuera: durante la noche anterior habian notado por los fuegos encendidos en las alturas de Bentomiz, que se les hacian se?ales cuyo sentido no comprendian: al amanecer del dia siguiente vieron que el campamento moro habia desaparecido como por encanto; y todo se volvia conjeturas y recelos, cuando vieron llegar ? rienda suelta, y entrar por las puertas de la ciudad, al bizarro Rodovan de Venegas con un escuadron de caballer?a, triste fragmento de un ej?rcito florido. La noticia de tan gran rev?s llen? ? todos de consternacion; pero Rodovan los anim? ? la resistencia con la seguridad de ser en breve socorridos desde Granada, y con la esperanza de que la artiller?a gruesa de los cristianos se atascaria en los caminos, y nunca llegaria al campo. Pero esta esperanza en breve se desvaneci?: al dia siguiente vieron entrar en el real un tren poderoso de lombardas, ribadoquines, catapultas, y una larga fila de carros con municiones, escoltados por el maestre de Alc?ntara.
Sabido por los sitiados que Granada habia cerrado sus puertas contra el Zagal, y que no habia que esperar socorros, trataron de capitular, aconsej?ndolo el mismo Rodovan de Venegas, que conocia ser ya in?til la resistencia. Las condiciones se ajustaron entre Rodovan y el conde de Cifuentes, que se conocian y estimaban m?tuamente; y aprobadas por Fernando, que deseaba proseguir mas adelante sus conquistas, y marchar contra M?laga, se entreg? la ciudad, permiti?ndose salir ? los habitantes con todos sus efectos, menos las armas, y dejando ? cada uno la eleccion de su morada, no siendo en lugares inmediatos ? la mar. Ciento y veinte cristianos de ambos sexos debieron su libertad ? la rendicion de Velez-m?laga; y enviados ? C?rdoba, fueron recibidos por la Reina y la Infanta do?a Isabel en aquella famosa catedral, donde se celebr? con toda solemnidad tan gran victoria.
? la entrega de Velez-m?laga se sigui? la de Bentomiz, Comares, y todos los lugares y castillos de la Ajarqu?a. Vinieron diputaciones de unos cuarenta pueblos de las Alpujarras, cuyos moradores se sometieron ? los Soberanos, jurando obedecerlos como mudejares ? vasallos moriscos. Se tuvo al mismo tiempo noticia de la revolucion acaecida en Granada; con cuyo motivo solicitaba Boabdil la proteccion del Rey en favor de los pueblos que habian vuelto ? su obediencia, ? que renunciasen ? su tio, asegurando que no dudaba ser en breve reconocido por todo el reino, al cual tendria entonces como vasallo de la corona de Castilla. Accedi? Fernando ? esta s?plica, extendiendo su proteccion ? los habitantes de Granada, los cuales pudieron asi salir en paz ? cultivar sus campos, y comerciar con el territorio cristiano: iguales ventajas se ofrecieron ? los pueblos que dentro de seis meses abandonasen al Zagal, y volviesen ? la obediencia de Boabdil.
Dadas estas disposiciones, y proveido todo lo necesario al gobierno del territorio nuevamente adquirido, dirigi? Fernando su atencion al objeto principal de esta campa?a, la conquista de la ciudad de M?laga.
La ciudad de M?laga era la plaza mas importante, y al mismo tiempo la mas fuerte, del reino de Granada. Fundada en un valle hermoso ? la ribera del mar, la defendia por un lado una cordillera de monta?as, y por otro ba?aban el pi? de sus baluartes las olas del mediterr?neo. Sus murallas eran altas, macizas, y coronadas de muchas torres. Dos castillos formidables dominaban la poblacion: el uno la Alcazaba ? ciudadela, que estaba en la pendiente de una cuesta junto al mar: el otro, Gibralfaro, situado en la cumbre de la misma cuesta en un sitio donde antiguamente hubo un faro ? fanal, de donde tom? su nombre, por una corrupcion de Gibel fano, cerro del fanal; y este castillo era tan fuerte por su situacion y defensas, que se tenia por inexpugnable. De la una ? la otra fortaleza se comunicaba por medio de un camino cubierto, seis pasos de ancho, que corria de arriba abajo entre dos murallas paralelas. Inmediatos ? la ciudad habia dos grandes arrabales; en el uno, por la parte del mar, estaban las casas de recreo y jardines de los ciudadanos mas opulentos; en el otro, por la parte de tierra, habia una poblacion numerosa, defendida por murallas y torres de mucha fuerza.
La ciudad de M?laga, rica, mercantil y populosa, estimaba en mas la conservacion de un comercio lucrativo que mantenia con el ?frica y Levante, que el honor de resistir ? un asedio, cuyas ruinosas consecuencias no ignoraba: la paz era sus delicias; y en sus consejos influia no tanto el voto del guerrero, como el inter?s del comerciante. De esta clase era Al? Dordux, uno de los principales; sus riquezas eran sin cuento, sus nav?os cubrian todos los mares, y su palabra era ley en la ciudad. Reuniendo ? los primeros y mas ricos de sus compa?eros, acudi? Al? ? la Alcazaba, donde hizo al alcaide Aben Connixa un discurso, represent?ndole la inutilidad de toda resistencia, los males que debia acarrear un sitio, y la ruina que se seguiria ? la toma de la ciudad ? fuerza de armas. Por otra parte le puso delante el favor que podrian esperar del Monarca de Castilla, si pronta y voluntariamente reconocian ? Boabdil por Rey, la segura posesion de sus bienes, y el comercio provechoso con los puertos de los cristianos. El alcaide escuch? con atencion estos consejos, y cediendo ? las instancias que se le hicieron, sali? al real cristiano para tratar de conciertos con el Rey, habiendo dejado ? su hermano con el mando.
Mandaba ? esta sazon en el castillo de Gibralfaro aquel moro belicoso, enemigo implacable de los cristianos, aquel Hamet el Zegr?, alcaide de Ronda, tan valiente y tan temido. Tenia Hamet consigo el remanente de sus Gomeles, y otros de la misma tribu que se le habian agregado. Mirando estos b?rbaros la ciudad de M?laga desde los antiguos torreones de su encumbrado castillo, donde se anidaban como aves de rapi?a, contemplaban con todo el desprecio del orgullo militar aquella poblacion mercantil, que tenian cargo de defender, estimando en mas que ? sus moradores, sus fortalezas y defensas. La guerra era su oficio, las escenas de peligro y sangre sus delicias; y confiados en la fuerza de la plaza y en la de su castillo, tenian en poco la guerra con que el cristiano les amenazaba.
Tales eran los elementos de la guarnicion de Gibralfaro, y el furor de sus soldados al saber que se trataba de la entrega de M?laga, y que el alcaide de la Alcazaba lo consentia, puede f?cilmente concebirse. Para evitar una degradacion semejante, no repar? Hamet en la violencia de los medios: baj? con sus Gomeles ? la ciudadela, y entrando en ella repentinamente di? la muerte al hermano del alcaide Aben Connixa, asi como ? todos los que presentaron la menor resistencia, y en seguida convoc? ? los habitantes de M?laga para deliberar sobre las medidas que convenia tomar en defensa de la plaza.
Cura de los Palacios, cap. 82.
? consecuencia de esta intimacion, acudieron de nuevo ? la Alcazaba los principales de la ciudad. Llegando ? la presencia de Hamet, vieron con temeroso respeto la feroz guardia africana que le rodeaba, y las se?ales de la reciente carnicer?a que alli se habia cometido. "El alcaide Aben Connixa, dijo el Zegr? con tono altivo y mirar torvo, ha sido un traidor ? su Soberano y ? vosotros, pues ha conspirado para entregar la ciudad ? los cristianos: el enemigo se acerca, y conviene que luego elijais otro gefe mas digno del honroso cargo de defenderos."
? esto respondieron todos que solo ?l era capaz de mandar en aquellas circunstancias; y quedando asi Hamet constituido alcaide de M?laga, procedi? ? guarnecer todas las fortalezas y torres con sus partidarios, ? hizo las demas prevenciones necesarias para una vigorosa resistencia.
Con la noticia de estos acontecimientos, cesaron las negociaciones entre Fernando y el destituido alcaide Aben Connixa; y pues parecia que no quedaba otro recurso, se trat? de emprender el asedio de aquella plaza. En esto el marqu?s de C?diz, que habia hecho conocimiento en Velez con un moro principal, amigo de Hamet, y natural de M?laga, manifest? al Rey que por este conducto se podrian hacer proposiciones al alcaide de M?laga para la entrega de la ciudad, ? ? lo menos para la del castillo de Gibralfaro. Vino Fernando en ello, y aprobando el pensamiento del Marqu?s, le dijo: "En vuestras manos pongo este negocio, y la llave de mi tesoro; no repareis ni en el gasto ni en las condiciones, y haced ? mi nombre lo que mejor os pareciere." El moro, que estaba ya prevenido y conforme, parti? en compa??a de otro moro amigo suyo, para desempe?ar esta comision, habiendo el Marqu?s provisto ? entrambos de armas y caballos. Llevaban cartas secretas del Marqu?s para Hamet, ofreci?ndole la villa de Coin en herencia perpetua, y cuatro mil doblas de oro, si entregaba el castillo de Gibralfaro; juntamente con una suma cuantiosa para distribuir entre los oficiales y la tropa: para la entrega de la ciudad los ofrecimientos eran sin l?mites.
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