Read Ebook: Crónica de la conquista de Granada (2 de 2) by Irving Washington Montgomery G W George Washington Translator
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Con la noticia de estos acontecimientos, cesaron las negociaciones entre Fernando y el destituido alcaide Aben Connixa; y pues parecia que no quedaba otro recurso, se trat? de emprender el asedio de aquella plaza. En esto el marqu?s de C?diz, que habia hecho conocimiento en Velez con un moro principal, amigo de Hamet, y natural de M?laga, manifest? al Rey que por este conducto se podrian hacer proposiciones al alcaide de M?laga para la entrega de la ciudad, ? ? lo menos para la del castillo de Gibralfaro. Vino Fernando en ello, y aprobando el pensamiento del Marqu?s, le dijo: "En vuestras manos pongo este negocio, y la llave de mi tesoro; no repareis ni en el gasto ni en las condiciones, y haced ? mi nombre lo que mejor os pareciere." El moro, que estaba ya prevenido y conforme, parti? en compa??a de otro moro amigo suyo, para desempe?ar esta comision, habiendo el Marqu?s provisto ? entrambos de armas y caballos. Llevaban cartas secretas del Marqu?s para Hamet, ofreci?ndole la villa de Coin en herencia perpetua, y cuatro mil doblas de oro, si entregaba el castillo de Gibralfaro; juntamente con una suma cuantiosa para distribuir entre los oficiales y la tropa: para la entrega de la ciudad los ofrecimientos eran sin l?mites.
Cura de los Palacios, cap. 82.
Hamet, que apreciaba el car?cter guerrero del marqu?s de C?diz, recibi? ? sus mensageros en el castillo de Gibralfaro, con atencion y cortes?a, escuch? con paciencia las proposiciones que le hicieren, y los despidi? con un salvo conducto para la vuelta; pero se neg? absolutamente ? entrar en ningun trato.
La respuesta de Hamet no pareci? tan perentoria, que no debiese hacerse otra tentativa. En efecto, despacho el Marqu?s otros emisarios con nuevas proposiciones; los cuales llegando ? M?laga una noche, hallaron que se habian doblado las guardias, que rondaban patrullas por todas partes, y que habia una vigilancia extraordinaria: en fin, fueron descubiertos y perseguidos, debiendo solo su seguridad ? la ligereza de sus caballos, y al conocimiento pr?ctico que tenian del pais.
Visto por el Rey que la fidelidad de Hamet el Zegr? no sucumbia ? las ofertas que se le hacian, mand? intimarle p?blicamente la rendicion, ofreciendo las condiciones mas favorables en el caso de una sumision voluntaria, y amenazando ? todos con la cautividad en el caso de resistencia.
Recibi? Hamet esta intimacion en presencia de los habitantes principales, de los que ninguno se atrevi? ? interponer palabra, por el temor que le tenian. La respuesta fue que la ciudad de M?laga le habia sido encomendada, no para entregarla como el Rey pedia, sino para defenderla como veria.
Vueltos los mensageros al real, informaron sobre el estado de la ciudad, ponderando el n?mero de la guarnicion, la extension de sus fortalezas, y el esp?ritu decidido del alcaide y de la tropa. El Rey expidi? inmediatamente sus ?rdenes para que se adelantase la artiller?a, y el dia 7 de mayo march? con su ej?rcito ? ponerse sobre M?laga.
Tomando la ribera del mar, avanz? con direccion ? M?laga el ej?rcito real, cuyas largas y lucidas columnas se extendian por el pi? de las monta?as que guarnecen el mediterr?neo, al paso que una flota de naves cargadas de artiller?a y pertrechos, seguia su marcha ? corta distancia de tierra. Hamet el Zegr?, viendo que se acercaba esta fuerza, mand? poner fuego ? las casas de los arrabales mas inmediatos ? la ciudad, ? hizo salir tres batallones al encuentro de la vanguardia del enemigo.
Para penetrar en la vega y cercar la ciudad, era preciso que desfilase el ej?rcito por un paso angosto, al que por una parte defendia el castillo de Gibralfaro, y por otra lo dominaba un cerro alto y escabroso que se junta con las monta?as inmediatas. En este cerro coloc? Hamet uno de los tres batallones, otro en el paso por donde habian de marchar las tropas, y el tercero en una cuesta no muy lejos. Llegando por este lado la vanguardia del ej?rcito, pareci? necesario tomar el cerro, y con este objeto se destac? un cuerpo de peones, naturales de Galicia, al mismo tiempo que ciertos hidalgos y caballeros de la casa real atacaron ? los moros que estaban abajo guardando el paso, sigui?ndose en una y otra parte una pelea muy re?ida. Los moros se defendieron con valor: los gallegos repetidas veces fueron rechazados, y otras tantas volvieron al asalto. Por espacio de seis horas se sostuvo esta cruel lucha, en que se pele? no solo con arcabuces y ballestas, sino con espadas y pu?ales: ninguno daba cuartel ni lo pedia, ninguno curaba de hacer cautivos, y s? solo de herir y matar.
Los demas cuerpos del ej?rcito oian desde lejos el rumor de la batalla, los tiros y los lelilies de los moros; pero no podian pasar adelante para auxiliar ? la vanguardia, pues venian por una senda tan estrecha, entre el mar y las monta?as de la costa, que solo podian marchar en fila, impidi?ndose unos ? otros el paso, y sirvi?ndoles de mucho embarazo la caballer?a y los bagages. Empero algunas compa??as de las hermandades, sostenidas por las tropas que mandaban Hurtado de Mendoza y Garcilaso de la Vega, avanzaron al asalto del cerro, y con gran trabajo pasaron adelante, peleando siempre, hasta llegar ? la cumbre, donde el porta-estandarte, Luis Maceda, plant? su bandera. Los moros se retiraron de esta posicion, dej?ndola ocupada por los cristianos; y ? su ejemplo los que defendian el paso se retrajeron al castillo de Gibralfaro.
Pulgar, Cr?nica.
Ganado el cerro, y libre ya de enemigos aquel paso, pudo el ej?rcito seguir adelante sin estorbos. En esto iba entrando la noche, y no hubo lugar de sentar los reales en los puntos que convenia: las tropas cansadas y rendidas, acamparon por entonces en la mejor forma que permitian las circunstancias; y el Rey, acompa?ado de algunos grandes y caballeros de su hueste, pas? la noche reconociendo el campo, poniendo guardias, partidas avanzadas y escuchas, para que estuviesen en observacion de la ciudad, y avisasen de cualquier movimiento que hiciese el enemigo.
? otro dia cuando amaneci?, pudo el Rey contemplar y admirar aquella ciudad hermosa que esperaba en breve a?adir ? sus dominios. Por una parte estaba rodeada de arboledas, huertas y vi?edos, que hacian verdear los cerros convecinos: por otra le ba?aba un mar tranquilo, en cuyo pl?cido seno se reflejaban sus palacios, sus torres y fortalezas; obras de grandes varones, en muchos y antiguos tiempos construidas, para mayor seguridad de los habitadores de una morada tan deliciosa. Por entre las torres y edificios se descubrian los pensiles de los ciudadanos, donde florecian el cidro, el naranjo y el granado, y con ellos la erguida palma y el robusto cedro, indicando la opulencia y lujo que reinaban en el interior.
Entretanto el ej?rcito cristiano, distribuy?ndose en derredor de la ciudad, la cerc? por todas partes; se tom? posesion de todos los puntos importantes, y ? cada capitan se le se?al? su estancia respectiva. El encargo de guardar el cerro, que con tanto trabajo se habia ganado, fue confiado ? Rodrigo Ponce de Leon, marqu?s de C?diz, que en todas las ocasiones aspiraba al puesto de mas peligro: su campamento se componia de mil y quinientos caballos y catorce mil infantes, extendi?ndose desde la cumbre de aquella altura hasta la orilla del mar, y cerrando asi enteramente por este lado el paso para la plaza. Desde este punto partia una l?nea de campamentos fortificados con fosos y vallados que rodeaban toda la ciudad hasta la marina, donde las naves y galeras del Rey apostadas en el puerto, acababan de bloquear la plaza por mar y tierra. En ciertos parages habia talleres de varios art?fices; herreros, con fraguas siempre encendidas; carpinteros que al golpe de sus martillos hacian resonar el valle; ingenieros que construian m?quinas para el asalto de la plaza; en fin, picapedreros y carboneros, que los unos labraban las piedras para la artiller?a, y los otros hacian el carbon para los hornos y fraguas.
Sentados los reales, se desembarc? la artiller?a gruesa, se construyeron bater?as, y en el cerro que ocupaba el marqu?s de C?diz se plantaron cinco lombardas grandes para batir el castillo de Gibralfaro que estaba enfrente. Los moros hicieron los mayores esfuerzos para estorbar estas operaciones, y con el fuego de su artiller?a molestaron de tal manera ? la gente ocupada en los trabajos, que fue menester abandonarlos de dia para continuarlos por la noche. Tiraron asimismo con tanto acierto contra la tienda real, que se habia colocado en un punto al alcance de las bater?as, que fue necesario mudarla de alli para ponerla tras de una cuesta. Estando concluidos los trabajos, rompieron el fuego las bater?as cristianas, y contestaron ? las de la plaza con un ca?oneo tremendo; al mismo tiempo que los nav?os de la flota, acerc?ndose ? tierra, combatieron vigorosamente la ciudad por aquella parte.
Era un espect?culo grandioso ? imponente ver tanto aparato militar, tanta bater?a, tanto cerro poblado de tiendas, con las ense?as de los mas ?nclitos guerreros de Castilla; las galeras y nav?os que cubrian el mar, las embarcaciones que iban y venian, y el cont?nuo llegar de tropas, provisiones y pertrechos. Empero causaba horror el estruendo de la artiller?a, y el estrago que hacian las lombardas, singularmente las de una bater?a cristiana, que se llamaban las siete hermanas Jimenas. De dia no cesaba el bombardeo; de noche se veian resplandecer en los aires los combustibles que se arrojaban ? la plaza, y subir iluminando el cielo las llamas de las casas incendiadas; y entretanto Hamet el Zegr? y sus Gomeles miraban complacidos la tempestad que habian suscitado, y se gozaban con los horrores de la guerra.
El sitio de M?laga se prosigui? por algunos dias con la mayor actividad, pero sin producir mucha impresion en los baluartes; tanta era la fuerza de los que defendian ? aquella plaza antigua. El primero que se distingui? fue el conde de Cifuentes, que con algunos caballeros de la casa real se arroj? al asalto de una torre que estaba medio desmantelada por los tiros de la artiller?a. La resistencia de los moros fue pertinaz y terrible: desde las ventanas y troneras de la torre arrojaron sobre los cristianos pez y resina hirviendo, piedras, dardos y saetas. Pero todo fue poco contra el valor del Conde y de sus compa?eros; los cuales volviendo ? poner las escalas, subieron ? la torre, y plantaron en ella su bandera. Procedieron entonces ? atacarla los que habian sido echados de ella: min?ronla por la parte de dentro, y poniendo bajo los cimientos unos puntales de madera, los pegaron fuego y se retiraron: de alli ? poco cedieron los puntales, se hundi? la torre, y cay? con un rumor tremendo; quedando muchos de los cristianos sepultados en las ruinas, y expuestos los demas ? los tiros del enemigo.
Entretanto se habia abierto una brecha en la muralla que cercaba uno de los arrabales; y acudiendo ? ella sitiados y sitiadores, los unos para defender la entrada, los otros para forzarla, comenz? una lucha cruel, en que no se gan? paso que no fuese regado con sangre de los unos y de los otros. Al fin hubieron de ceder los moros al esfuerzo de los cristianos, y quedaron ?stos due?os de la mayor parte del arrabal.
Estas ventajas aunque cortas, hubieran podido animar las tropas de Fernando; pero las defensas principales de la plaza estaban aun enteras, la guarnicion se componia de soldados veteranos, que habian servido en muchas de las plazas conquistadas por el Rey; y los moros, acostumbrados ? los efectos de la artiller?a, no se confundian ya, ni se amedrentaban con el estruendo de los ca?ones, sino que reparaban las brechas, y construian nuevas defensas con mucha habilidad. Por otra parte, los cristianos ensoberbecidos con la rapidez de sus conquistas anteriores, se mostraban impacientes por los pocos progresos que hacian en este sitio. Algunos temian una carest?a en los mantenimientos, cuya conduccion por tierra era en extremo trabajosa, y por mar estaba sugeta ? mil incertidumbres. Muchos se alarmaron por una pestilencia que se manifest? en aquellos contornos; y tanto pudo con ellos el temor, que no pocos abandonaron los reales, y se volvieron ? sus casas. Otros, pensando hacer fortuna, y persuadidos que por todas estas causas tendria el Rey que levantar el sitio, desertaron al enemigo, ? quien dieron noticias exageradas de los temores y descontentos del ej?rcito, de la desercion diaria de los soldados, y sobre todo de la escasez de p?lvora, que aseguraban haria en breve callar la artiller?a.
Animados los moros con estas amonestaciones, y no dudando que si perseveraban en su defensa obligarian al Rey ? retirarse de sus muros, cobraron nuevos brios, hicieron nuevas salidas, y tan vigorosas, que fue preciso estar en todo el real con una continua y penosa vigilancia. Asimismo fortificaron las murallas en los lugares menos fuertes, con zanjas y empalizadas, ? hicieron otras demostraciones de un esp?ritu pertinaz y decidido.
Entretanto el Rey, instruido de las noticias que se habian comunicado ? los moros, y de la persuasion en que estaban de que muy pronto se alzaria el sitio, habia escrito ? la Reina para que se trasladase al campo, juzgando ser este el medio mas seguro de desmentir tan falsos rumores, y de desvanecer las vanas esperanzas del enemigo. En efecto, pasados algunos dias se present? do?a Isabel en los reales, y no fue poco el entusiasmo de los soldados cuando vieron llegar ? su magn?nima Reina, dispuesta ? partir con ellos los peligros y trabajos de aquella empresa. Venian acompa??ndola muchos grandes y caballeros de su corte; ? un lado iba la Infanta su hija, al otro el gran cardenal de Espa?a; despues el prior de Praxo, su confesor, con otros prelados; y ?ltimamente, un s?quito numeroso, para manifestar que no era una visita pasagera la que la Reina se proponia hacer.
Con la venida de do?a Isabel se suspendieron los horrores de la guerra, ces? el fuego contra la plaza, y se despacharon mensageros ? los sitiados para ofrecerles la paz en los mismos t?rminos que se habia concedido ? los de Velez-m?laga: se les intim? la resolucion de los Soberanos de no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad, y se les amenaz? con el cautiverio y la muerte si persistian en la resistencia.
Hamet el Zegr? oy? esta amonestacion con desprecio, y despidi? ? los mensajeros sin dignarse dar una respuesta. "El Rey cristiano, dijo ? los suyos, nos quiere ganar con ofrecimientos, porque desespera de vencernos con las armas: la falta que tiene de p?lvora se conoce por el silencio de sus bater?as: se le acabaron ya los medios de destruir nuestras defensas; y por poco que permanezca aqui, las pr?ximas lluvias y temporales arrebatar?n sus convoyes, dispersar?n sus flotas, y llenar?n su campo de hambre y mortandad. Entonces, quedando el mar abierto para nosotros, podremos recibir del ?frica socorros y mantenimientos."
Estas palabras, acompa?adas de terribles amenazas contra todo el que tratase de capitulacion, impusieron silencio ? los que pensaban de otro modo y suspiraban por la paz. No obstante, algunos de los moradores entraron en correspondencia con el enemigo; pero habiendo sido descubiertos, los b?rbaros Gomeles, para quienes una insinuacion de su gefe tenia fuerza de ley, se echaron sobre ellos, y los mataron, confiscando en seguida sus efectos. Intimid?se el pueblo con estos rigores, y los que mas habian murmurado eran ya los que mas diligentes se mostraban en la defensa de la plaza.
Instruido el Rey del menosprecio con que habian sido tratados sus mensageros, se indign? sobremanera; y sabiendo que la suspension del fuego se atribuia ? la falta de p?lvora, mand? hacer una descarga general de todas las bater?as. Esta explosion repentina convenci? ? Hamet de su error, y acab? de confundir ? los habitantes, que ya no sabian ? quien mas temer, si ? los que les guerreaban de fuera, ? ? los que les se?oreaban de dentro, si al cristiano ? al Zegr?.
Aquella tarde fueron los Soberanos ? visitar las estancias del marqu?s de C?diz, desde donde se descubria gran parte de la ciudad y del campamento. La tienda del Marqu?s era de mucha capacidad, y construida al estilo oriental; sus colgaduras de brocado y de fin?simo pa?o de Francia. Estaba colocada en lo mas alto del cerro, frente de Gibralfaro, rode?ndola otras muchas tiendas de diferentes caballeros; de modo que presentaban juntas un contraste vistoso y alegre con las torres sombr?as de aquel antiguo castillo. Aqui se sirvi? ? los Soberanos un refresco espl?ndido, de que participaron damas hermosas ? ilustres caballeros; y vi?ronse reunidas en un punto la flor de la belleza de Castilla y la gala de la caballer?a.
Mientras aun era de dia, propuso el Marqu?s ? la Reina que presenciase los efectos de la artiller?a, y al intento mand? disparar algunas lombardas gruesas contra la plaza. La Reina y sus damas, sintiendo temblar la tierra bajo sus pies, y viendo caer al ?mpetu de las balas grandes fragmentos de las murallas, se llenaron de temor y de admiracion. Estando el Marqu?s entreteniendo asi ? sus reales hu?spedes, levant? los ojos, y qued? confundido al ver su misma bandera desplegada en una de las torres de Gibralfaro. Un sonrojo irresistible cubri? sus mejillas, pues aquella bandera era la que habia perdido en la memorable matanza de los montes de M?laga. Para agravar aun mas este insulto, se presentaron los moros en las almenas vestidos con los cascos y corazas de muchos caballeros que habian quedado muertos ? cautivos en aquella ocasion. El marqu?s de C?diz disimul? su indignacion, y sin proferir palabra, remiti? para otro dia la satisfaccion de aquel agravio.
Diego de Valera, Cr?nica MS.
La ma?ana despues del banquete que se di? en obsequio de la Reina, rompieron las bater?as del marqu?s de C?diz un fuego tremendo contra el castillo de Gibralfaro. Todo el dia estuvo aquella altura envuelta en una nube de denso humo; ni ces? el estruendo de las lombardas con la entrada de la noche, sino que sigui? durante toda ella, hasta la ma?ana, cuando el ca?oneo, lejos de disminuirse, continu? con mayor viveza. Muy pronto se reconocieron en aquellos baluartes los efectos de estas m?quinas terribles; pues la torre principal del castillo, donde se habia desplegado aquella insolente bandera, qued? luego desmantelada, y reducida ? escombros otra mas peque?a; habi?ndose tambien abierto en la muralla inmediata una brecha considerable. Muchos de aquellos j?venes fogosos que seguian las banderas del Marqu?s, pidieron que se les llevase al asalto de la brecha; otros, mas prudentes y experimentados, reprobaron esta empresa como una temeridad; pero todos convinieron en que las estancias podrian acercarse mas ? las murallas, y que esto debia hacerse en pago del insolente desafio del enemigo.
Dudoso estuvo el Marqu?s al adoptar una medida tan arriesgada; pero porque no pareciese que rehusaba este peligro el que nunca habia mostrado temer ninguno, determin? complacer ? aquella juventud briosa, y mand? adelantar su campo hasta ponerlo ? un tiro de piedra de los baluartes.
El estruendo de las bater?as habia cesado: la mayor parte de la tropa se habia entregado al sue?o para descansar de las fatigas y desvelos de las noches anteriores, y la demas, esparcida por el campamento, lo guardaba con negligencia, sin recelar peligro alguno de una fortaleza medio arruinada. En tal estado salieron repentinamente del castillo hasta dos mil moros, conducidos por Aben Zenete, el capitan principal de Hamet, los cuales dieron sobre las primeras estancias del Marqu?s con ?mpetu tan arrebatado, que mataron ? muchos de los soldados mientras dormian, y ? los demas pusieron en huida. Estaba el Marqu?s en su tienda, distante de alli como un tiro de ballesta, cuando oy? el tumulto de la embestida, y vi? la fuga y confusion de sus gentes. Saliendo fuera sin tardanza, y sin mas acompa?amiento que el alf?rez que llevaba su bandera, corri? el marqu?s ? detener ? los fugitivos. "?Vuelta hidalgos! les decia, ?vuelta!, que ?yo soy el Marqu?s!, ?yo soy Ponce de Leon!" ? iba su bandera delante de ?l. Al oir aquella voz tan conocida, se detuvieron los soldados, y reuni?ndose bajo la bandera del Marqu?s, volvieron rostro al enemigo. Felizmente llegaron al mismo tiempo varios caballeros de las estancias inmediatas con algunos soldados gallegos, y otros de las hermandades. Trab?se entonces una porfiada y sangrienta lucha en las quebradas y barrancos del monte, peleando unos y otros ? pi?, y cuerpo ? cuerpo; por manera que llegaban ? herirse con los pu?ales, y ? veces abrazados rodaban aquellos precipicios. La bandera del Marqu?s estuvo ? pique de caer en manos del enemigo, y ? no haber sido tanto el valor de los caballeros que la guardaban, hubiera sido cierta esta desgracia, pues llegaron ? verse rodeados de enemigos, y heridos muchos de ellos; entre otros don Diego y don Luis Ponce, yerno ?ste, y hermano aquel, del marqu?s de C?diz. Dur? el combate por espacio de una hora, y el cerro, cubierto de muertos y heridos, se humedeci? con la sangre de unos y otros; pero al fin cedieron los moros, viendo mal herido de una lanzada ? su capitan Aben Zenete, y se retrajeron al castillo.
Vi?ronse entonces los cristianos expuestos ? un fuego atroz de arcabuces y ballestas, que se les hizo desde los adarves de Gibralfaro: las guardias avanzadas del campamento padecieron en extremo; y como quiera que los tiros se dirigian principalmente contra el Marqu?s, le acert? uno en el broquel, y pas?ndolo, le barre? la coraza sin hacerle da?o. Con ?sto vieron todos el peligro ? inutilidad de una posicion tan inmediata ? aquella fortaleza, y los mismos que habian aconsejado se estableciesen alli las estancias, solicitaban ahora con empe?o que se volviesen ? poner donde estaban al principio. Asi lo ejecut? el Marqu?s ? quien por su valor y por el que infundia ? sus soldados con su presencia, se debi? en aquel peligro la salvacion de toda aquella parte del ej?rcito.
Entre los muchos caballeros de estimacion que perecieron en este rebato, fue uno Ortega de Prado, capitan de escaladores, el mismo que proyect? la sorpresa de Alhama, y que plant? la primera escala para subir al muro. Su p?rdida se sinti? en extremo especialmente por el marqu?s de C?diz, que le habia dispensado siempre su amistad y confianza, como quien sabia apreciar ? los hombres de m?rito, y aprovecharse de sus talentos.
Zurita, Mariana, Abarca.
Tanto sitiados como sitiadores hicieron ahora los mayores esfuerzos para proseguir la contienda con vigor. El vigilante Hamet recorria los muros, doblaba las guardias, todo lo reconocia. Entre otras medidas dividi? la guarnicion en partidas de cien hombres con un capitan; los unos para rondar, los otros para escaramuzar con el enemigo, y otros de reserva y prontos ? auxiliar ? los combatientes. Hizo tambien armar seis albatozas ? bater?as flotantes provistas de piezas de gran calibre para atacar la flota.
Los Soberanos de Castilla por su parte, hicieron venir mantenimientos en gran cantidad de diferentes puntos de Espa?a, y mandaron traer p?lvora de Barcelona, Valencia, Sicilia y Portugal. Para el asalto de la plaza construyeron unas torres de madera montadas sobre ruedas que podrian contener hasta cien hombres. De estas torres salian unas escalas para echar sobre los muros; y para descender desde el muro ? la ciudad, habia otras escalas ingeridas en las primeras. Habia tambien gal?pagos ? grandes escudos de madera, cubiertos de cueros, con los cuales se defendian los soldados en los asaltos, ? cuando minaban las murallas: en fin, se abrieron minas en diferentes puntos, unas para volar el muro, otras para la entrada de las tropas en la ciudad, y entretanto se distraia la atencion de los sitiados con el incesante fuego de la artiller?a.
El infatigable Hamet, que conocia todos los puntos combatibles del real cristiano, no cesaba de atacar ? los sitiadores, ya por tierra con sus Gomeles, ya por mar con las albatozas; de manera que dia y noche no les dejaba punto de reposo. Con tan continuos trabajos estaba el ej?rcito real rendido y desvelado, y ya no cabian los heridos en las tiendas llamadas hospital de la Reina. Para mejor resistir los asaltos repentinos de los moros, mand? el Rey profundizar los fosos en derredor del campamento, y plantar una estacada h?cia la parte que miraba ? Gibralfaro. El cargo de guardar estas defensas, y proveer lo necesario ? su conservacion, se di? ? Garcilaso de la Vega, ? Juan de Z??iga, y ? Diego de Ataide.
En muy poco tiempo fueron descubiertas por Hamet las minas que con tanto secreto habian empezado los cristianos. Al punto mand? contraminarlas, y trabajando m?tuamente los soldados hasta encontrarse, se trab? en aquellos subterr?neos un combate sangriento y de cuerpo ? cuerpo, por desalojar los unos ? los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar ? los cristianos de una de las minas, y ceg?ndola la destruyeron. Animados con este peque?o triunfo, determinaron atacar ? un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate dur? seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede ? toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera.
? los padecimientos de M?laga se a?adieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reserv? exclusivamente para los soldados, y aun ?stos no recibian sino cuatro onzas por la ma?ana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la c?lera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron ? Al? Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunic?ndole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron ? intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. "Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga."
El compasivo Al? cedi? f?cilmente ? las instancias que se le hicieron; y poni?ndose de acuerdo con sus compa?eros de armas, escribi? una proposicion al Rey de Castilla, ofreciendo dar entrada en la ciudad al ej?rcito cristiano por la puerta que le estaba confiada, con solo que le diese seguro para las vidas y haciendas de los moradores. Este escrito se confi? ? un fiel emisario, para que lo llevase al real cristiano, y trajese ? una hora convenida la respuesta de Fernando. Parti? el moro, y llegando felizmente al campo, fue admitido ? la presencia de los Soberanos, los cuales, con el deseo de ganar aquella plaza sin mas sacrificios de hombres y dinero, prometieron por escrito conceder las condiciones. Venia ya el moro de vuelta para la ciudad, y se hallaba no muy lejos del parage donde le esperaban Al? Dordux y sus compa?eros, cuando le descubri? una patrulla de Gomeles que rondaba aquellos sitios. Teni?ndole por esp?a, lo acechan los Gomeles, y cayendo sobre ?l de improviso, le prenden ? la vista misma de los confederados, que se dieron por perdidos. Conducido por los soldados, lleg? el infeliz hasta cerca de la puerta; pero haciendo entonces un esfuerzo, se escap? de sus manos, y huy? con tal ligereza, que parecia llevar alas en los pies. Los Gomeles le persiguieron, pero perdiendo luego toda esperanza de alcanzarle, se detuvieron, y apunt?ndole uno de ellos con la ballesta, le dispar? una vira que se le clav? en mitad de las espaldas: cay? el fugitivo, y ya iban ? asirle los soldados, cuando volvi? ? levantarse, y huyendo con las fuerzas que la desesperacion le daba, pudo llegar al real, donde poco despues muri? de su herida, pero con la satisfaccion de haber guardado el secreto y salvado las vidas de Al? y sus compa?eros.
La extrema necesidad que padecian los de M?laga, y el peligro de que cayese esta hermosa ciudad en poder de los cristianos, tenian llenos de temor y sentimiento ? los moros de otras partes. El anciano y belicoso Rey Muley Audalla, el Zagal, estaba aun en Guadix, procurando rehacer poco ? poco su desbaratado ej?rcito, cuando supo la situacion cr?tica en que se hallaba aquella plaza. Animado por las exhortaciones de los alfaqu?s, y dej?ndose llevar de su aficion ? la guerra, determin? socorrer ? M?laga, y con la fuerza que tenia disponible envi? all? un capitan escogido para que entrase en la ciudad.
El Rey chico Boabdil, noticioso de este movimiento, y dispuesto siempre ? hostilizar ? su tio, despach? una fuerza superior de ? pi? y de ? caballo para interceptar los socorros. Trab?se un combate muy re?ido; y las tropas del Zagal, derrotadas con mucha p?rdida, se retiraron en des?rden ? Guadix. Ensoberbecido Boabdil con tan triste triunfo, y deseoso de acreditar su lealtad ? los Soberanos de Castilla, les envi? mensajeros con la noticia de esta victoria, suplic?ndoles le tuviesen siempre como el mas leal de sus vasallos. Asimismo envi? preciosas telas de seda, perfumes orientales, un vaso de oro curiosamente labrado, y una cautiva de Reveda; con cuatro caballos ?rabes suntuosamente enjaezados, una espada y una daga con guarniciones primorosas, muchos albornoces, y otras ropas ricamente bordadas, para el Rey.
Tal era la fatalidad de Boabdil, que hasta en sus victorias era desgraciado: su reciente expedicion contra el Zagal, y la derrota de unas tropas destinadas al socorro de M?laga, habia entibiado el amor de sus vasallos, haciendo vacilar en su lealtad ? muchos de sus partidarios mas adictos. "Muley Audalla, decian, era soberbio y sanguinario, pero tambien era fiel ? la p?tria, y sabia sostener el decoro de la corona. Este Boabdil sacrifica la religion, la p?tria, los amigos, todo, ? un simulacro de Soberan?a."
Instruido Boabdil de estas murmuraciones, y temiendo algun nuevo rev?s, escribi? ? los Reyes Cat?licos solicitando con urgencia le enviasen tropas para ayudar ? mantenerle sobre el trono. Esta s?plica, tan favorable ? las miras pol?ticas de Fernando, fue al punto concedida; y por ?rden del Rey march? para Granada un destacamento de mil caballos y dos mil infantes al mando de Gonzalo de C?rdoba, despues tan celebrado por sus haza?as.
No era el Rey chico el ?nico pr?ncipe moro que solicitaba la proteccion de Fernando ? Isabel: vi?se un dia entrar en el puerto de M?laga una galera pomposamente engalanada, llevando el pabellon de la medialuna, y juntamente una bandera blanca en se?al de paz. Enviado por el Rey de Tremecen, venia en esta galera un embajador con regalos para los Soberanos de Castilla, ? quienes pas? luego ? cumplimentar, presentando al Rey caballos berberiscos con jaezes de oro, mantos moriscos ricamente bordados, y otros objetos de mucho precio; con vestiduras de seda de diversas maneras, aderezos de fin?simas piedras, y perfumes exquisitos de la Arabia para la Reina.
Manifest? el embajador ? los Soberanos que el Rey de Tremecen, admirando el gran poder y r?pidas conquistas de SS. AA. deseaba le reconociesen como vasallo de la corona de Castilla, y que en este concepto diesen favor y proteccion ? los naturales y nav?os de Tremecen, de la misma suerte que ? los demas moros que se habian sometido ? su dominio: pidi? asimismo un modelo de las armas de Castilla, para que el Rey, su amo, y sus vasallos pudiesen conocer y respetar su bandera donde quiera que la viesen; y por ?ltimo les suplic? extendiesen ? los habitantes de la infeliz M?laga la misma clemencia que habian dispensado ? los de otras plazas conquistadas.
Esta embajada fue recibida por los Reyes Cat?licos con el mayor agrado; concedi?se el seguro que pedia el Rey de Tremecen para sus buques y vasallos, y se le enviaron las armas reales fundidas en escudos de oro del tama?o de una mano.
Los sitiados entretanto veian crecer la hambre de dia en dia, y disminuirse las esperanzas de recibir socorros de fuera: los mas se mantenian de carne de caballos; y diariamente perecian muchos de pura necesidad. Esta penosa situacion se les hacia aun mas sensible al ver cubierto el mar de embarcaciones que entraban de continuo con v?veres para los sitiadores. Todo sobraba en el campo cristiano; el ganado que no cesaba de llegar, y el trigo y la harina, que amontonados en medio del real blanqueaban al sol para tormento de los sitiados, los cuales veian ? sus hijos perecer de necesidad, al paso que reinaba la abundancia ? un tiro de ballesta de sus muros.
Vivia por este tiempo en una aldea cerca de Guadix un moro anciano, llamado Abrahan Alguerb?, natural de Guerba, en el reino de Tunez, el cual por muchos a?os habia hecho vida de ermita?o. La soledad en que vivia, sus ayunos y penitencias, junto con las revelaciones que decia tener por un ?ngel enviado por Mahoma, le granjearon en breve entre los habitantes del contorno la opinion de santo; y los moros, naturalmente cr?dulos, y afectos ? este g?nero de entusiastas, respetaban como inspiraciones prof?ticas los desvarios de su imaginacion.
Present?se un dia este visionario en las calles de Guadix, p?lido el semblante, extenuado el cuerpo, y los ojos encendidos. Convocando el pueblo, declar? que Al? le habia revelado all? en su retiro, un medio de libertar ? M?laga, y de confundir ? los enemigos que la cercaban. Los moros le escucharon con atencion; y mas de cuatrocientos de ellos, fiando ligeramente de sus palabras, ofrecieron aventurarse con ?l ? cualquier peligro, y obedecerle ciegamente. De este n?mero muchos eran Gomeles, que ardian en deseos de socorrer ? sus paisanos, de quienes se componia principalmente la guarnicion de M?laga.
Pusi?ronse en camino para esta ciudad, marchando de noche por sendas secretas al trav?s de las monta?as, y ocult?ndose de dia por no ser observados. Al fin llegaron ? unas alturas cerca de M?laga, y dieron vista al real cristiano. El campamento del marqu?s de C?diz, por la parte que se extendia desde la falda del cerro frente de Gibralfaro hasta la orilla del mar, pareci? el punto mas combatible, y consiguiente ? esto tom? el ermita?o sus medidas. Aquella noche se acercaron los moros al campamento, y permanecieron ocultos; pero la ma?ana siguiente, casi al alba, y cuando apenas se divisaban los objetos, dieron furiosamente y de improviso en las estancias del Marqu?s, con intento de abrirse paso hasta la ciudad. Los cristianos, aunque sobresaltados, pelearon con esfuerzo: los moros, saltando unos los fosos y parapetos, y otros meti?ndose en el agua por pasar las trincheras, lograron entrar en la plaza en n?mero de doscientos: los demas casi todos fueron muertos ? prisioneros.
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