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Read Ebook: Los Caminos del Mundo by Baroja P O

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Ebook has 2487 lines and 66034 words, and 50 pages

En el oficio se nos induc?a a firmar un papel declarando que, bajo palabra de honor, guardar?amos obediencia a Su Majestad Cat?lica Jos? Napole?n. Despu?s de cumplida esta formalidad quedar?amos libres.

En el caso de no aceptar ser?amos considerados como prisioneros e internados en Francia.

La perspectiva de separarme de Mercedes era para m? doloros?sima; hubo instantes en que di paso en mi alma a proyectos de ego?smo personal; pero la idea del honor se sobrepuso a conveniencias mezquinas y contest? al virrey de Navarra, duque de Mah?n, con una carta en?rgica, dici?ndole que prefer?a la muerte a aceptar en mi patria la usurpaci?n y la tiran?a de un intruso.

No todos los oficiales rechazaron la propuesta, y hubo espa?oles indignos que la aceptaron.

Cuando comuniqu? a Mercedes mi decisi?n, me dijo:

--No esperaba de ti otra cosa; si te llevan a Francia te esperar? toda la vida.

?Santa y noble mujer!

Una semana despu?s el comandante de la plaza nos llam? a los oficiales rebeldes y nos advirti? prepar?ramos nuestros equipajes, pues ?bamos a ser internados en Francia.

Efectivamente, el siguiente d?a salimos de Pamplona, escoltados por una columna de infanter?a y caballer?a, y tomamos por Villava hacia Burguete.

En los d?as sucesivos cruzamos Roncesvalles, descansamos en Valcarlos y seguimos por San Juan de Pie del Puerto a internarnos en territorio franc?s. Aunque llovi? mucho, el tiempo no era desapacible, y pudimos hacer el largo viaje hasta Dij?n con relativa comodidad.

EL DEP?SITO

Dij?n, la antigua capital de la Borgo?a, es una hermosa ciudad de calles anchas y bien enlosadas, hermosos edificios, grandes monumentos y antiguos y amenos paseos. Es ciudad aburrida, como muchas capitales de provincia francesa, sobre todo para el extranjero. En el dep?sito de esta ciudad qued? yo acantonado.

Fu? a vivir a una peque?a pensi?n de madama Chevalier, vieja avara que nos trataba muy mal.

Esta casa, por lo barata, siempre estaba llena y hab?a en ella un ir y venir constante de oficiales espa?oles que pasaban solamente d?as.

Yo estuve algunos meses all?, y vi renovarse mucha gente. S?lo dos oficiales eran los constantes: uno de ellos, Guillermo Minali, italiano de nacimiento y coronel del ej?rcito espa?ol, que hab?a sido hecho prisionero por los franceses en el sitio de Gerona, y el otro, un tal Jer?nimo Belmonte, castellano viejo, tipo terco, malhumorado y cerril.

Minali ten?a un asistente catal?n con cara de pillo, aunque muy grave y muy serio, a quien llamaban el Noy.

Belmonte, el otro oficial, hab?a sido encontrado mutilado y medio muerto en el campo por los franceses despu?s de la batalla de Talavera, y el general V?ctor le hab?a puesto, para que le cuidase, un guardia val?n, joven efusivo con m?s condiciones de enfermero que de militar.

Entre el oficial espa?ol mutilado y este muchacho flamenco, llamado Hans, se estableci? una amistad fraternal, a pesar del genio insoportable de Belmonte, quisquilloso y agresivo.

A este oficial mutilado le faltaban una oreja y varios dedos de la mano, y no quer?a considerar sus mutilaciones como accidentes naturales de la guerra, sino como una ofensa inferida a su honor personal. As?, cualquier alusi?n a las orejas o a las manos le pon?a fuera de s? y la consideraba como un insulto.

No pensaba quedarme mucho tiempo en la casa de hu?spedes mis?rrima de madama Chevalier; pero estuve m?s de lo que esperaba. Yo viv?a en Dij?n muy apartado; iba al Jard?n Bot?nico, paseaba por la Plaza Real, visitaba los monumentos, y a la hora de la retreta me marchaba a casa. Mi ?nico consuelo era la m?sica, la m?sica religiosa, que o?a en la iglesia siempre que pod?a, y la m?sica profana, cuando encontraba sitio donde se tocaba alg?n instrumento, como el viol?n o el clavicordio.

Me hubiera gustado mucho comprar una clave y tocar en casa; pero no ten?a dinero para estos lujos.

Un oficial espa?ol, jugador empedernido, un tal Mancha, a quien ve?a en el caf?, realiz? en parte mis deseos. Este oficial, al o?r que yo me lamentaba de no tener un instrumento de m?sica, quiso venderme una guitarra; le dije que no; pero la ofreci? a precio tan bajo, que al ?ltimo tuve que compr?rsela. Me hice el cargo; tal era la miseria de los tiempos, que durante algunos meses, en vez de ir al caf?, me quedar?a en casa tocando este instrumento.

Llegu? a ser un guitarrista bastante bueno, y el ejercicio para conseguir esto constituy? mi gran distracci?n.

A las dos o tres semanas de vivir en casa de madama Chevalier, Jer?nimo Belmonte me invit? a ir a su cuarto a jugar al tresillo; fu?, y me choc? que en este d?a, como en los sucesivos, nos obsequi? con vino de Borgo?a y con otros de marca excelente. Me dijo que se los regalaban; me pareci? muy raro, pero no manifest? extra?eza.

Un d?a averig?? de d?nde ven?an las botellas. Me hab?a citado Belmonte para que fuera a su cuarto, y, sin duda, se olvid? de la cita. Llam? a su puerta, y como no me contestaban, empuj? y entr? en su habitaci?n. No hab?a nadie; la ventana estaba abierta y se o?a hablar. Me asom? a ella y vi en un patio estrecho, h?medo y sucio, a Belmonte, al flamenco Hans y al otro asistente de Minali, el Noy; los tres arrimados a unas rejas echando lazos hacia dentro.

Aquellas rejas daban a una gran bodega, y Belmonte y los dos asistentes se dedicaban a robar botellas de vino a lazo. As? se explicaba el buen Borgo?a con que el oficial mutilado obsequiaba a sus visitas.

Sal? del cuarto de Belmonte sin meter ruido; pocos d?as despu?s me mud? de casa.

La nueva pensi?n adonde fu? era de un monsieur Bonvalet, pasante de un colegio; parec?a m?s limpia que la otra; pero la alimentaci?n era tan deficiente, que estaba uno siempre l?nguido y d?bil.

Mis ?nicas distracciones en Dij?n eran escribir a Mercedes y a mi madre, ir al caf? a leer las noticias de Espa?a, jugar una partida al tresillo y despu?s tocar la guitarra.

La mayor?a de los oficiales espa?oles no se contentaban con estar un momento en el caf? y jugar una partida al tresillo, sino que iban a un rinc?n del billar, se pon?an a jugar al monte con mugrientas barajas espa?olas y se jugaban todo lo que ten?an: dinero, joyas, espadas, pistolas, trajes, ropa blanca, hasta los calcetines.

Uno de los m?s jugadores, y quiz? el m?s apasionado, era Mancha, el que me vendi? la guitarra.

Estuve en el dep?sito de Dij?n una larga temporada. Intent? fugarme dos veces, pero ninguna de ellas lo pude conseguir; la primera, porque el gu?a que se hab?a ofrecido a conducirme hasta la frontera de Espa?a, a la vuelta de un viaje concertado con otro prisionero, fu? cogido y metido en la c?rcel; la segunda, porque el dinero que esperaba de mi madre no lleg? a tiempo, y tuve el pesar de ver partir al gu?a acompa?ando a varios compa?eros.

Esta vez no fu? grande mi mala suerte; los espa?oles y el gu?a fueron cogidos y conducidos a un castillo. Entre los fugitivos iba Belmonte, cansado de Dij?n y de la casa de madama Chevalier, desde que se hab?a encontrado con las rejas de la bodega pr?xima a su casa herm?ticamente cerradas.

Estaba preparando mi tercer proyecto de fuga con probabilidades de ?xito, cuando me encontr? sorprendido con la orden de ser trasladado al dep?sito de Chalon-sur-Saone.

La distancia de un pueblo a otro no es muy grande; pero para llegar a conocer los recursos y poder preparar una fuga desde Chalon necesitaba mucho tiempo.

CHALON-SUR-SAONE

Chalon del Saona es una peque?a ciudad a orillas del r?o de este nombre, en la desembocadura del canal del Centro.

Tiene la antigua Cabillonum de los romanos hermosas fortificaciones, calles rectas y agradables, aunque algo tristes y l?nguidas; buenos comercios, algunas f?bricas de fundici?n, un Liceo, una Biblioteca, un peque?o Museo y varios centros de cultura.

Llegu? a Chalon del Saona a mediados de oto?o de 1811, y tuve la suerte de ir a hospedarme a la pensi?n de una viuda, se?ora de excelentes prendas, llamada madama Hocquard.

La casa de madama Hocquard era un poco triste: estaba en una calle estrecha y obscura pr?xima a la catedral, entre una imprenta y una tintorer?a, de cuyo fondo sal?a continuamente un arroyo de agua de colores.

Madama Hocquard, se?ora muy inteligente y trabajadora, ten?a dos hijas, Berenice y Camila; la mayor, una belleza; la peque?a, Camila, muy bonita, pero un poco jorobada.

En la casa serv?a un mozo llamado Antoine, diligente y amable.

Madama Hocquard se desviv?a para que no faltara nada a sus hu?spedes, y los trataba con gran consideraci?n.

Eramos siete u ocho constantes, gente seria y respetable: un magistrado, un can?nigo, un ingeniero forestal, dos o tres empleados y unas se?oritas solteras.

Me dieron a m? un cuarto que hab?a dejado un profesor de literatura del Liceo, con un armario, en el cual quedaban diccionarios y varios libros cl?sicos.

Llevaba yo al llegar a Chalon cartas para personas distinguidas de la ciudad.

Segu?a pensando en buscar una ocasi?n para hu?r; pero quer?a dar la impresi?n a mis vigilantes de que era un prisionero bien avenido con su suerte.

Despu?s de instalarme en casa de madama Hocquard le mostr? mis cartas de recomendaci?n para personas del pueblo, y ella me dijo deb?a presentarme inmediatamente a monsieur de Montrever, por ser ?ste el jefe del partido realista de la ciudad y el personaje de m?s influencia de los contornos.

Segu? su consejo, y escrib? una carta a dicho se?or pregunt?ndole a qu? hora podr?a ir a saludarle.

Al d?a siguiente me trajo un criado galoneado una esquela de monsieur de Montrever fij?ndome d?a y hora para la entrevista.

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