bell notificationshomepageloginedit profileclubsdmBox

Read Ebook: Zaragoza by P Rez Gald S Benito

More about this book

Font size:

Background color:

Text color:

Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page

Ebook has 1025 lines and 69101 words, and 21 pages

--Pero mucho mejor fu? lo que hizo Cod?, labrador de la parroquia de la Magdalena, con el ca??n de la calle de la Parra--continu? el mendigo deteni?ndose otra vez.--Pues al ir ? disparar, los franceses se echan encima: huyen todos; pero Cod? se mete debajo del ca??n; pasan los franceses sin verlo, y despu?s, ayudado de una vieja que le di? una cuerda, arrastra la pieza hasta la boca-calle. Vengan ust?s y les ense?ar?.

--No, no queremos ver nada: adelante, adelante en nuestro camino.

Tanto le azuzamos, y con tanta obstinaci?n cerramos nuestros o?dos ? sus historias, que al fin, aunque muy despacio, nos llev? por el Coso y el Mercado ? la calle de la Hilarza, donde la persona ? quien quer?amos ver ten?a su casa.

Pero ?ay! D. Jos? de Montoria no estaba en ella, y nos fu? preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. Dos de mis compa?eros, aburridos de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros, aspirando ? buscar con su propia iniciativa un acomodo militar ? civil. Nos quedamos solos D. Roque y un servidor, y as? emprendimos con m?s desembarazo el viaje ? la torre de nuestro amigo , situada ? Poniente, lindando con el camino de Muela y ? poca distancia de la Bernardona. Un paseo tan largo ? pie y en ayunas no era lo m?s satisfactorio para nuestros fatigados cuerpos; pero la necesidad nos obligaba ? tan inoportuno ejercicio, y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado zaragozano, y siendo objeto de su cordial hospitalidad.

Ocup?base Montoria, cuando llegamos, en talar los frondosos olivos de su finca, porque as? lo exig?a el plan de obras de defensa establecido por los jefes facultativos ante la inminencia de un segundo sitio. Y no era s?lo nuestro amigo el que por sus propias manos destru?a sin piedad la hacienda heredada: todos los propietarios de los alrededores se ocupaban en la misma faena, y presid?an los devastadores trabajos con tanta tranquilidad como si fuera un riego, un replanteo ? una vendimia. Montoria nos dijo:

--En el primer sitio tal? la heredad que tengo al lado all? de la Huerva; pero este segundo asedio que se nos prepara dicen que ser? m?s terrible que aqu?l, ? juzgar por el gran aparato de tropas que traen los franceses.

Cont?mosle la capitulaci?n de Madrid, lo cual pareci? causarle mucha pesadumbre; y como elogi?ramos con exclamaciones hiperb?licas las ocurrencias de Zaragoza desde el 15 de Junio al 14 de Agosto, encogi?se de hombros y contest?:

--Se ha hecho todo lo que se ha podido.

Montoria en tanto me examinaba de pies ? cabeza, y si llamaba su atenci?n mi mal traer y las feas roturas de mi vestido, tambi?n debi? advertir que ?ste era de los que usan las personas de calidad, revelando su finura, buen corte y aristocr?tico origen en medio de la multiplicidad abrumadora de sus desperfectos. Luego que me examin? me dijo:

--?Porra! No le podr? afiliar ? usted en la tercera escuadra de la compa??a de escopeteros de D. Santiago Sas, de cuya compa??a soy capit?n; pero entrar? en el cuerpo en que est? mi hijo; y si no quiere usted, largo de Zaragoza, que aqu? no admitimos gente haragana. Y ? usted, D. Roque, amigo m?o, puesto que no est? para coger el fusil, ?porra! le haremos practicante en los hospitales del ej?rcito.

Luego que esto oy? D. Roque, expuso por medio de circunlocuciones ret?ricas y de graciosas elipsis la gran necesidad en que nos encontr?bamos, y lo bien que recibir?amos sendas magras y un par de panes cada uno. Entonces vimos que frunci? el ce?o el gran Montoria, mir?ndonos de un modo severo, lo cual nos hizo temblar, y pareci?nos que ?bamos ? ser despedidos por la osad?a de pedir de comer. Balbucimos t?midas excusas, y entonces nuestro protector, con rostro encendido, nos habl? as?:

--?Con que tienen hambre? ?Porra, v?yanse al demonio con cien mil pares de porras! ?Y por qu? no lo hab?an dicho? ?Con que yo soy hombre capaz de consentir que los amigos tengan hambre, porra? Sepan que no me faltan diez docenas de jamones colgados en el techo de la despensa, ni veinte cubas de lo a?ejo, s?, se?or; y tener hambre y no dec?rmelo en mi cara sin retru?canos, es ofender ? un hombre como yo. Ea, muchachos, entrad adentro y mandar que fr?an obra de cuatro libras de lomo, y que estrellen dos docenas de huevos, y que maten seis gallinas, y saquen de la cueva siete jarros de vino, que yo tambi?n quiero almorzar. Vengan todos los vecinos, los trabajadores y mis hijos, si est?n por ah?. Y ustedes, se?ores, prep?rense ? hacer penitencia conmigo. ?Nada de melindres, porra! Comer?n de lo que hay, sin dengues ni bober?as. Aqu? no se usan cumplidos. Usted, Sr. D. Roque, y usted, Sr. de Araceli, est?n en su casa hoy y ma?ana y siempre, ?porra! Jos? de Montoria es muy amigo de los amigos. Todo lo que tiene es de los amigos.

La ruda generosidad de aquel insigne var?n nos ten?a anonadados. Como recibiera muy mal los cumplimientos, resolvimos dejar ? un lado el formulario artificioso de la Corte, y vi?rais all? c?mo la llaneza m?s primitiva rein? durante el almuerzo.

--?Qu?, no come usted m?s?--me dijo Don Jos?.--Me parece que es usted un boquirrubio que se anda con enjuagues y finuras. A m? no me gusta eso, caballerito: me parece que me voy ? enfadar y tendr? que pegar palos para hacerles comer. Ea, despache usted este vaso de vino. ?Acaso es mejor el de la Corte? Ni ? cien leguas. Con que, porra, beba usted, porra, ? nos veremos las caras.

Esto fu? causa de que comiera y bebiera mucho m?s de lo que en mi cuerpo cab?a; pero hab?a que corresponder ? la generosa franqueza de Montoria, y no era cosa de que por una indigesti?n m?s ? menos se perdiera tan buena amistad.

Despu?s del almuerzo siguieron los trabajos de tala, y el rico labrador los dirig?a como si fuera una fiesta.

--Veremos--dec?a,--si esta vez se atreven ? atacar el castillo. ?No ha visto usted las obras que hemos hecho? Menudo trabajo van ? tener. Yo he dado doscientas sacas de lana, una friolera, y dar? hasta el ?ltimo mendrugo.

Cuando nos retir?bamos ? la ciudad, llev?nos Montoria ? examinar las obras defensivas que ? la saz?n se estaban construyendo en aquella parte occidental. Hab?a en la puerta del Portillo una gran bater?a semicircular que enlazaba las tapias del Convento de los Fecetas con las del de Agustinos Descalzos. Desde este edificio al de Trinitarios corr?a otra muralla recta, aspillerada en toda su extensi?n y con un buen reducto en el centro, todo resguardado por profundo foso que se abr?a hacia el famoso campo de las Eras ? del Sepulcro, teatro de la her?ica jornada del 15 de Junio. M?s al Norte y hacia la puerta de Sancho, que da paso al pretil del Ebro, segu?an las fortificaciones, terminando en otro baluarte. Todas estas obras, como hechas ? prisa, aunque con inteligencia, no se distingu?an por su solidez. Cualquier general enemigo, ignorante de los acontecimientos del primer sitio y de la inmensa estatura moral de los zaragozanos al ponerse detr?s de aquellos montones de tierra, se habr?a re?do de fortificaciones tan despreciables para un buen material de sitio; pero Dios ha dispuesto que alguien escape de vez en cuando ? las leyes f?sicas establecidas por la guerra. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras c?lebres plazas fuertes tomadas ? no, era entonces una fortaleza de cart?n. Y sin embargo...

En ?l no hab?a disimulo, y ten?a las grandes virtudes cristianas en crudo y sin pulimento, como un macizo canto del m?s hermoso m?rmol, donde el cincel no ha trazado una raya siquiera. Era preciso saberlo entender, cediendo ? sus excentricidades, si bien en rigor no debe llamarse exc?ntrico el que tanto se parec?a ? la generalidad de sus paisanos. No ocultar jam?s lo que sent?a era su norte, y si bien esto le ocasionaba algunas molestias en el curso de la vida ordinaria y en asuntos de poca monta, era un tesoro inapreciable siempre que se tratase con ?l un negocio grave, porque puesta ? la vista toda su alma, no hab?a que temer malicia alguna. Perdonaba las ofensas, agradec?a los beneficios, y daba gran parte de sus cuantiosos bienes ? los menesterosos.

Ten?a mujer y tres hijos. Era aqu?lla Do?a Leocadia Sarriera, navarra de origen. De los v?stagos, el mayor y la hembra estaban casados y hab?an dado ? los viejos algunos nietos. El m?s peque?o de los hijos llam?base Agust?n y era destinado ? la Iglesia, como su t?o del mismo nombre, arcediano de la Seo. A todos les conoc? en el mismo d?a, y eran la mejor gente del mundo. Fu? tratado con tanto miramiento, que me ten?a absorto su generosidad, y si me conocieran desde el nacer no habr?an sido m?s rumbosos. Sus obsequios, espont?neamente sugeridos por corazones generosos, me llegaban al alma, y como yo siempre he sido f?cil en dejarme querer, les correspond? desde el principio con muy sincero afecto.

--Sr. D. Roque--dije aquella noche ? mi compa?ero cuando nos acost?bamos en el cuarto que nos destinaron,--yo jam?s he visto gente como ?sta. ?Son as? todos los aragoneses?

--Hay de todo--me respondi?;--pero hombres de la madera de D. Jos? de Montoria, y familias como esta familia, abundan mucho en esta tierra de Arag?n.

Estas y otras frases hab?an dado la vuelta al mundo.

Pero volvamos ? lo de mi alistamiento. Era un obst?culo para ?ste el manifiesto de Palafox de 13 de Diciembre, en que ordenaba la expulsi?n de forasteros, mand?ndoles salir en el t?rmino de veinticuatro horas; acuerdo tomado en raz?n de la mucha gente que iba ? alborotar sembrando discordias y desavenencias; pero precisamente en los d?as de mi llegada se public? otra proclama llamando ? los soldados dispersos del ej?rcito del Centro, desbaratado en Tudela, y en esto hall? una buena coyuntura para afiliarme, pues aunque no pertenec? ? dicho ej?rcito, hab?a concurrido ? la defensa de Madrid y ? la batalla de Bail?n; razones que, con el apoyo de mi protector Montoria, me valieron el ingreso en las huestes zaragozanas. Di?ronme un puesto en el batall?n de voluntarios de las Pe?as de San Pedro, bastante mermado en el primer sitio, y recib? un uniforme y un fusil. No form?, como hab?a dicho mi protector, en las filas de Mos?n Santiago Sas, fogoso cl?rigo, puesto al frente de un batall?n de escopeteros, porque esta valiente partida se compon?a exclusivamente de vecinos de la parroquia de San Pablo. Tampoco quer?an gente moza en su batall?n, por cuya causa ni el mismo hijo de D. Jos? de Montoria, Agust?n Montoria, pudo servir ? las ?rdenes de Sas, y se afili? como yo en el batall?n de las Pe?as de San Pedro. La suerte me deparaba un buen compa?ero y un excelente amigo.

Desd? el d?a de mi llegada o? hablar de la aproximaci?n del ej?rcito franc?s; pero esto no fu? un hecho incontrovertible hasta el 20. Por la tarde una divisi?n lleg? ? Zuera, en la orilla izquierda, para amenazar el Arrabal; otra, mandada por Suchet, acamp? en la derecha sobre San Lamberto. Moncey, que era el General en jefe, situ?se con tres divisiones hacia el Canal y en las inmediaciones de la Huerva. Cuarenta mil hombres nos cercaban.

Sabido es que, impacientes por vencernos, los franceses comenzaron sus operaciones el 21 desde muy temprano, embistiendo con gran furor y simult?neamente el monte Torrero y el arrabal de la izquierda del Ebro, puntos sin cuya posesi?n era excusado pensar en someter la valerosa ciudad; pero si bien tuvimos que abandonar ? Torrero, por ser peligrosa su defensa, en el Arrabal despleg? Zaragoza tan temerario arrojo, que es aquel d?a uno de los m?s brillantes de su brillant?sima historia.

Desde las cuatro de la madrugada, el batall?n de las Pe?as de San Pedro fu? destinado ? guarnecer el frente de fortificaciones desde Santa Engracia hasta el Convento de Trinitarios, l?nea que me pareci? la menos endeble en todo el circuito de la ciudad. A espaldas de Santa Engracia estaba la bater?a de los M?rtires; corr?a luego la tapia aspillerada hasta el puente de la Huerva, defendido por un reducto; desvi?base luego hacia Poniente formando un ?ngulo obtuso, y enlaz?ndose con otro reducto levantado en la torre del Pino; segu?a casi en l?nea recta hasta el Convento de Trinitarios, dejando dentro la puerta del Carmen. El que haya visto ? Zaragoza comprender? perfectamente mi ligera descripci?n, pues todav?a existen las ru?nas de Santa Engracia, y la puerta del Carmen ostenta a?n, no lejos de la Glorieta, su despedazado umbral y sus sillares carcomidos.

Est?bamos, como he dicho, guarneciendo la extensi?n descrita, y parte de los soldados ten?amos nuestro vivac en una huerta inmediata al Colegio del Carmen. Agust?n Montoria y yo no nos separ?bamos, porque su apacible car?cter, el afecto que me mostr? desde que nos conocimos, y cierta conformidad, cierta armon?a inexplicable en nuestras ideas, me hac?an muy agradable su compa??a. Era ?l un joven de hermos?sima figura, ojos grandes y vivos, despejada frente y cierta gravedad melanc?lica en su fisonom?a. Su coraz?n, como el del padre, estaba lleno de aquella generosidad que se desbordaba al menor impulso; pero ten?a sobre ?l la ventaja de no lastimar al favorecido, porque la educaci?n le hab?a quitado gran parte de la rudeza nacional. Agust?n entraba en la edad viril con la firmeza y la seguridad de un coraz?n lleno, de un entendimiento rico y no gastado, de un alma vigorosa y sana, ? la cual no faltaba sino ancho mundo, ancho espacio para producir bondades sin cuento. Estas cualidades eran realzadas por una imaginaci?n brillante, pero de vuelo seguro y derecho, no parecida ? la de nuestros modernos geniecillos, que las m?s de las veces ignoran por d?nde van, sino serena y majestuosa, como educada en la gran escuela de los latinos.

Aunque con viva inclinaci?n ? la poes?a , hab?a aprendido la ciencia teol?gica, descollando en ella como en todo. Los Padres del Seminario, hombres de mucha ciencia y muy cari?osos con la juventud, le ten?an por un prodigio en las letras humanas y en las divinas, y se congratulaban de verle con un pie dentro de la Iglesia docente. La familia de Montoria no cab?a en s? de gozo, y esperaba el d?a de la primera misa como el santo advenimiento.

Sin embargo , Agust?n no ten?a vocaci?n eclesi?stica. Su familia, lo mismo que los buenos Padres del Seminario, no lo comprend?an as? ni lo comprendieran aunque bajara ? dec?rselo el Esp?ritu Santo en persona. El precoz te?logo, el humanista que ten?a ? Horacio en las puntas de los dedos, el dial?ctico que en los ejercicios semanales dejaba at?nitos ? los maestros con la intelectual gimnasia de la ciencia escol?stica, no ten?a m?s vocaci?n para el sacerdocio que la que tuvo Mozart para la guerra, Rafael para las matem?ticas, ? Napole?n para el baile.

--Gabriel--me dec?a aquella ma?ana,--?tienes ganas de batirte?

--Agust?n, ?tienes t? ganas de batirte?--repliqu?.

--No muchas--dijo.--Fig?rate que la primera bala nos matar?...

--Morir?amos por la patria, por Zaragoza; y aunque la posteridad no se acordara de nosotros, siempre es un honor caer en el campo de batalla por una causa como ?sta.

--Dices bien--repuso con tristeza;--pero es una l?stima morir. Somos j?venes. ?Qui?n sabe lo que nos est? destinado en la vida?

--La vida es una miseria, y para lo que vale mejor es no pensar en ella.

--Eso que lo digan los viejos; pero no nosotros que empezamos ? vivir. Francamente, yo no quisiera ser muerto en este terrible cerco que nos han puesto los franceses. En el otro sitio tambi?n tomamos las armas todos los alumnos del Seminario, y te confieso que estaba yo m?s valiente que ahora. No s? qu? fuego enardec?a mi sangre, y me lanzaba ? los puestos de mayor peligro sin temer la muerte. Hoy no me pasa lo mismo: estoy medroso, y el disparo de un fusil me hace estremecer.

--Eso es natural--contest?.--El miedo no existe cuando no se conoce el peligro. Por eso dicen que los m?s valientes soldados son los biso?os.

--No es nada de eso. Francamente, Gabriel, te confieso que esto de morir sin m?s ni m?s, me sabe muy mal. Por si muero, voy ? hacerte un encargo, que espero cumplir?s con la solicitud de un buen amigo. Atiende bien ? lo que te digo. ?Ves aquella torre que se cae de un lado y parece inclinarse hacia ac? para ver lo que aqu? pasa, ? oir lo que estamos diciendo?

--La Torre Nueva. Ya la veo: ?qu? encargo me vas ? dar para esa se?ora?

--Pues oye bien--continu? Agust?n.--Si me matan ? los primeros tiros en este d?a que ahora comienza, cuando acabe la acci?n y rompan filas, te vas all?...

--?A la Torre Nueva? Llego, subo...

--No, hombre, subir no. Te dir?: llegas ? la plaza de San Felipe donde est? la Torre... Mira hacia all?: ?ves que junto ? la gran mole hay otra torre, un campanario peque?ito? Parece un monaguillo delante del se?or can?nigo, que es la torre grande.

--S?, ya veo el monaguillo. Y si no me enga?o es el campanario de San Felipe. Y ahora toca el maldito.

--A misa, est? tocando ? misa--dijo Agust?n con grande emoci?n.--?No oyes el esquil?n rajado?

--Pues bien: sepamos lo que tengo que decir ? ese se?or monaguillo que toca el esquil?n rajado.

--No, no es nada de eso. Llegas ? la plaza de San Felipe. Si miras al campanario, ver?s que est? en una esquina; de esta esquina parte una calle angosta: entras por ella, y ? la izquierda encontrar?s al poco trecho otra calle angosta y retirada que se llama de Ant?n Trillo. Sigues por ella hasta llegar ? espaldas de la iglesia. All? ver?s una casa: te paras...

--Y luego me vuelvo.

--No: junto ? la casa de que te hablo hay una huerta, con un portal?n pintado de color de chocolate. Te paras all?...

--Me paro all?, y all? me estoy.

Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page

 

Back to top