Read Ebook: Monja y casada vírgen y mártir by Riva Palacio Vicente
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Ebook has 6632 lines and 145386 words, and 133 pages
MONJA Y CASADA,
V?RGEN Y M?RTIR.
HISTORIA
DE LOS TIEMPOS DE LA INQUISICION,
POR EL GENERAL
Vicente Riva Palacio.
PUBLICADA POR MANUEL C. DE VILLEGAS.
IMPRENTA DE "LA CONSTITUCION SOCIAL"
Esta obra es propiedad del editor, quien perseguir? ante la ley al que la reimprima sin su permiso.
LIBRO PRIMERO.
El Convento de Santa Teresa la Antigua.
De lo que pasaba en la muy noble y leal ciudad de M?xico, en la noche del 3 de Julio del a?o del Se?or de 1615.
Hace dos siglos y medio, M?xico no era ni la sombra de lo que habia sido en los tiempos de Moctezuma, ni de lo que debia ser en los dichosos a?os que alcanzamos.
Las calles estaban desiertas, y muchas de ellas convertidas en canales; los edificios p?blicos eran pocos y pobres, y apenas empezaban ? proyectarse esos inmensos conventos de frailes y de monjas, que la mano de la Reforma ha convertido ya en habitaciones particulares.
Se vivia entonces muy diferentemente de como hoy se vive. A las ocho de la noche, casi nadie andaba ya por las calles, y solo de vez en cuando se percib?a el farolillo de un alcalde que iba de ronda, ? la luz con que un escudero ? un rodrigon alumbraban el camino de un oidor, de un intendente, ? de una dama que volvia de alguna visita. Los perros vagabundos se apoderaban de las calles desde la oracion de la noche, y atacaban como unas fieras ? los transeuntes.
Los truanes y los ladrones tenian carta franca para pasear por la ciudad; la polic?a de seguridad estaba solo en las armas de los vecinos.
Era la media noche del 3 de Julio de 1615. Una menuda lluvia se desprendia sobre la ciudad, y producia un rumor t?nue y acompasado; no se veia en todas las calles ni una luz, las puertas y las ventanas estaban cerradas, y parecia no vivir ninguno de los treinta y siete mil habitantes que componian entonces la poblacion.
De repente, en el silencio de la noche, se oy? el ruido de un gran cerrojo, y poco despues la puerta principal del palacio del arzobispo, se abri? dando paso ? una extra?a comitiva.
Era una especie de procesion fant?stica de sombras negras precedidas por un hombre embozado en una larga capa, con un ancho sombrero negro, sin plumas ni toquillas, y que llevaba en la mano izquierda un farol, y en la derecha un nudoso baston.
Segu?ale una especie de cleriguillo, envuelto en un balandran negro, y con un sombrero semejante al de su conductor, y luego cuatro hombres que cargaban voluminosos envoltorios de indecisas formas.
Apenas sali? el ?ltimo de los cargadores, la puerta del palacio volvi? ? cerrarse, y de uno de los balcones se escuch? una voz que decia:
--?Martin, Martin!
La comitiva se detuvo.
--Mucho cuidado; y sobre todo, mucho sigilo.
--Descuide su se?or?a ilustr?sima, contest? el hombre del balandran; y luego, diriji?ndose ? los dem?s, les dijo con tono imperativo: ?Adelante!
Todos se pusieron en camino, llevando siempre de gu?a al del farol.
Llegaron hasta la esquina de la calle que hoy se llama cerrada de Santa Teresa, y all? siguieron por toda la calle, torcieron luego por la otra, que tambien lleva el nombre de Santa Teresa, y con direccion ? la del Hospicio, que se llamaba entonces de las Atarazanas, y se detuvieron ? pocos pasos frente ? una casa de gran apariencia, ? juzgar por el tama?o de la puerta.
El hombre del balandran di? tres golpes, pero tan lijeros, que parecia imposible que nadie los hubiera escuchado, y sin embargo, un momento despues, una voz de muger pregunt? desde adentro:
--?Qui?n va?
--Nuestra Madre Santa Teresa, contest? el del balandran.
--?Qu? quiere?
--Su casa.
Se oy? el ruido de la llave que entraba en la cerradura, y luego que volteaba rechinando sobre el enmohecido pasador, sonaron las trancas de madera, y gimiendo los goznes, se abri? toda la gran puerta de par en par, y la comitiva penetr? en el portal de la casa ? la luz del farol del gu?a, y de un candil de barro que tenia en la mano la muger que habia abierto.
Era una beata como de cincuenta a?os, vestia un h?bito de San Francisco, de lana burda, y tenia cubierta la cabeza con una especie de toca de estame?a negra.
Las palabras cambiadas al traves de la puerta, debian ser algunas se?as convenidas, porque la beata dej? pasar ? todos sin hacer pregunta alguna, y sin manifestar la menor admiracion, y luego cerr? cuidadosamente el zaguan.
El hombre del farol penetr? en la casa seguido de los cargadores, y el del balandran qued? esperando ? que pasaran, para hablar con la beata.
--Se?ora Cleofas, ?nadie ha sentido nada?
--No; que todo el mundo duerme tranquilamente, hace mas de cuatro horas.
--Muy bien, su Ilustr?sima desea que nadie sepa nada y ya se sabe, cuando su Ilustr?sima lo dispone, es necesario cumplir.
--Vaya usarc? sin cuidado, se?or Bachiller.
--Oigame vuesa merced, Se?ora Cleofas, que si dentro de un rato vienen ? llamar con la misma contrase?a que yo he traido, no se detenga en abrir, que debe ser sin duda su Se?oria el se?or Quesada, Oidor de esta Real Audiencia.
--Descuide usarc?, que no har? esperar al se?or Oidor.
El Bachiller, como le habia llamado la beata, se ajust? al cuerpo su balandran y se diriji? al interior de la casa.
Aunque la noche es oscura y lluviosa nosotros no necesitamos de luz para ver, y procuraremos hacer una descripcion del edificio.
Era un inmenso patio enlosado, y entre las mal ajustadas losas, brotaba la yerba en grande abundancia; en el medio habia una gran fuente de azulejos, en derredor de la cual se veian como veinte piedras colocadas de manera que servian de lavadero de ropa ? los vecinos, y de las ventanas y de grandes clavos asegurados en las paredes, se tendian mecates elevados del suelo por morillos delgados y sueltos, y que servian para secar al sol la ropa que se lavaba en aquellas piedras.
Debia haber all? un gran vecindario segun el n?mero de puertas, de ventanas, y de escaleras que se descubrian por todas partes. Pero todo el mundo dormia profundamente, porque no se escuchaba rumor de ninguna especie, y solo en el fondo, al traves de las hendiduras de una puerta, se veia una luz dentro de una habitacion.
H?cia all? se diriji? el Bachiller, y lleg?, no sin haber tropezado muchas veces con los mecates que servian de tendedero.
Empuj? sin ceremonia la puerta y entr? en la habitacion.
El hombre del farol y sus compa?eros se ocupaban afanosamente en poner un altar en el fondo de una gran sala.
El altar se levantaba como por encanto: sotabanco y gradas estaban ya en su lugar, y cubiertos con un riqu?simo brocado. La im?gen de Santa Teresa ocupaba el centro de la grada alta, y candeleros y blandones, y ramilletes de plata y oro, cubrian las dem?s.
--De prisa camina la obra, se?or Justo.
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