Read Ebook: Los Raros Obras Completas Vol. VI by Dar O Rub N Ochoa Enrique Illustrator
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Ebook has 840 lines and 70586 words, and 17 pages
El que fu? impecable adorador de la tradici?n cl?sica pura, deb?a pronunciar en ocasi?n solemne, delante de la Academia francesa que le recib?a en su seno, estas palabras: < Al contestar el discurso del nuevo acad?mico, Alejandro Dumas, hijo, entre sonrisa y sonrisa, quem? en honor del reci?n llegado este pu?ado de incienso: < Fueron ciertamente los < En los < < Esa declaraci?n demuestra el por qu? Leconte de Lisle no vibraba a ning?n soplo moderno, a ninguna conmoci?n contempor?nea, y se refugiaba, como Keats, aunque de otra suerte, en viejas edades paganas en cuyas fuentes su Pegaso se abrevaba a su placer. Los < Oir?is entre tanto un canto de muerte de los galos del siglo sexto, clamores de moros medioevales; ver?is la caza del ?guila, en versos que no har?a mejores un numen art?fice; despu?s del ?guila vuela el albatros, el < Las < Bien sabida es la historia del Hamlet antiguo, de Orestes, el desventurado parricida, armado por el destino y la venganza, castigador del materno crimen, y perseguido por las desmelenadas y horribles Furias. S?focles en su < Leconte de Lisle, en cl?sicos alejandrinos que bien valen por hex?metros de la antig?edad, evoca en la parte primera de su poema a Clitemnestra, en el p?rtico del palacio de Pelos; a Tallibios y Euribates, y un coro de ancianos, asimismo la sollozante Casandra de prof?tica voz. En la segunda parte, ya cometido el crimen de su madre, Orestes, vengar?, apoyado por el impulso sororal de Electra, la sangre de su padre. Las Furias le persiguen entre clamores de horror. El poeta, como traductor, fu? insigne. A Homero, S?focles, Hesiodo, Te?crito, Bion, Mosco, trad?jolos en prosa r?tmica y pur?sima en cuyas ondas parece que sonasen las m?sicas de los metros originales. Conservaba la ortograf?a de los idiomas antiguos; y as? sus obras tienen a la vista una aristocracia tipogr?fica que no se encuentra en otras. Cuando Hugo estaba en el destierro, la poes?a apenas ten?a vida en Francia, representada por unos pocos nombres ilustres. Entonces fu? cuando los parnasianos levantaron su estandarte, y buscaron un jefe que los condujese a la campa?a. ?El Parnaso! No fu? m?s bella la lucha rom?ntica, ni tuvieron los Joven-Francia m?s rica leyenda que la de los parnasianos, contada admirablemente por uno de sus m?s bravos y gloriosos capitanes. De esa leyenda encantadora y v?vida, no puedo menos que traducir la hermosa p?gina consagrada al cantor excelso por quien hoy viste luto la poes?a de Francia, la Poes?a universal. <<...Y lo que nos faltaba tambi?n era una firme disciplina, una l?nea de conducta precisa y resuelta. Ciertamente, el sentimiento de la Belleza, el horror de las abobadas sensibler?as que deshonraban entonces la poes?a francesa, ?lo ten?amos nosotros! ?Pero qu?! tan j?venes, desordenadamente y un poco al azar era como nos arroj?bamos a la brega, y march?bamos a la conquista de nuestro ideal. Era tiempo de que los ni?os de antes tomaran actitudes de hombres, que de nuestro cuerpo de tiradores formase un ej?rcito regular. Nos faltaba la regla, una regla impuesta de lo alto, y que sobre dejarnos nuestra independencia intelectual, hiciera concurrir gravemente, dignamente, nuestras fuerzas esparcidas, a la victoria entrevista. Esta regla la recibimos de Leconte de Lisle. Desde el d?a en que Fran?ois Cop?e, Villiers de l'Isle Adam, y yo, tuvimos el honor de ser conducidos a casa de Leconte de Lisle,--M. Luis M?nard, el poeta y fil?sofo, fu? nuestro introductor,--desde el d?a en que tuvimos la alegr?a de encontrar en casa del maestro a Jos? Mar?a de Heredia y a Le?n Dierx, de ver all? a Armand Silvestre, de reencontrar a Sully Prudhomme, desde ese d?a data, hablando propiamente, nuestra historia, que cesa de ser una leyenda; y entonces fu? cuando nuestra adolescencia se convirti? en virilidad. En verdad nuestra juventud de ayer no estaba muerta de ning?n modo, y no hab?amos renunciado a las azarosas extravagancias en el arte y en la vida. Pero dejamos todo eso a la puerta de Leconte de Lisle, como se quita un vestido de carnaval, para llegar a la casa familiar. Ten?amos alguna semejanza con esos j?venes pintores de Venecia que despu?s de trasnochar cantando en g?ndola y acariciando los cabellos rojos de bellas muchachas, tomaban de repente un aire reflexivo, casi austero, para entrar al taller del Ticiano. >>Ninguno de aquellos que han sido admitidos en el sal?n de Leconte de Lisle, olvidar? nunca el recuerdo de esas nobles y dulces tardes, que durante tantos a?os, fueron nuestras m?s bellas horas. ?Con qu? impaciencia al pasar cada semana esper?bamos el s?bado, el precioso s?bado, en que nos era dado encontrarnos, unidos en esp?ritu y coraz?n, alrededor de aquel que ten?a nuestro coraz?n y toda nuestra ternura! Era en un saloncito, en el quinto piso de una casa nueva, boulevard de los Inv?lidos, en donde nos junt?bamos para contarnos nuestros proyectos, llevar nuestros versos nuevos, y solicitar el juicio de nuestros camaradas y de nuestro grande amigo. Los que han hablado de entusiasmo mutuo, los que han acusado a nuestro grupo de demasiada complacencia consigo mismo, esos, en verdad, han sido mal informados. Creo que ninguno de nosotros se ha atrevido, en casa de Leconte de Lisle, a formular un elogio o una cr?tica sin llevar ?ntimamente la convicci?n de decir la verdad. Ni m?s exagerado el elogio, que acerba la desaprobaci?n. >>Esp?ritus sinceros, he ah? en efecto lo que ?ramos; y Leconte de Lisle nos daba el ejemplo de esa franqueza. Con rudeza que sab?amos que era amable, suced?a que a menudo censuraba resueltamente nuestras obras nuevas, reprochaba nuestras perezas y reprim?a nuestras concesiones. Porque nos amaba no era indulgente. Pero tambi?n ?qu? precio daba a los elogios, esta acostumbrada severidad! ?Yo no s? que exista mayor gozo que recibir la aprobaci?n de un esp?ritu justo y firme. Sobre todo, no cre?is, por mis palabras, que Leconte de Lisle haya nunca sido uno de esos genios exclusivos, deseosos de crear poetas a su imagen, y que no aman en sus hijos literarios sino su propia semejanza! Al contrario. El autor de < >>?Ah! yo me acuerdo a?n de todas las bromas que se hac?an entonces, sobre nuestras reuniones en el sal?n de Leconte de Lisle. ?Y bien! los burlones no ten?an raz?n, pues, en verdad, lo creo y lo digo, en esta ?poca felizmente desaparecida en que la poes?a era por todas partes burlada; en que hacer versos ten?a este sin?nimo: ?morir de hambre!; en que todo el triunfo, todo el renombre, pertenec?a a los rimadores de eleg?as y verseros de couplets, a los lloriqueadores y a los risue?os; en que era suficiente hacer un soneto para ser un imb?cil y hacer una opereta para ser una especie de grande hombre; en esta ?poca era un bello espect?culo el de aquellos j?venes prendados del arte verdadero, perseguidores del ideal, pobres la mayor parte, y desde?osos de la riqueza, que confesaban imperturbablemente, venga lo que viniere, su fe de poetas, y que se agrupaban, con una religi?n que nunca ha exclu?do la libertad de pensamiento, alrededor de un maestro venerado, pobre como ellos! >>Otro error ser?a creer que nuestras reuniones familiares fuesen sesiones dogm?ticas y morosas. Leconte de Lisle era de aquellos que pretenden apartar, sobre todo del elogio, su personalidad ?ntima y por tanto mi conversaci?n no tendr? aqu? an?cdotas. No dir? de las sonrientes dulzuras de una familiaridad de que est?bamos tan orgullosos, de las cordialidades de camarada que ten?a con nosotros el gran poeta, ni de las charlas al amor del hogar--porque se era serio, pero alegre--ni todo el bello humor casi infantil de nuestras apacibles conciencias de artistas en el querido sal?n, poco lujoso, pero tan neto y siempre en orden, como una estrofa bien compuesta; mientras la presencia de una joven en medio de nuestro amistoso respeto, agregaba su gracia a la poes?a esparcida.>> Tal es el recuerdo que consagra Catulle Mend?s en uno de sus mejores libros, al hoy difunto jefe del Parnaso. El alent? a los que le rodeaban, como en otro tiempo Ronsard a los de la Pl?yade, al cual cen?culo ha consagrado Leconte de Lisle muy entusi?sticas frases; pues quien en < Mas Leconte brillar? siempre al fulgor de Hugo. ?Qu? porta-lira de nuestro siglo no desciende de Hugo? ?No ha demostrado triunfantemente Mend?s--ese hermano menor de Leconte de Lisle--que hasta el ?rbol geneal?gico de los Rougon Macquart ha nacido al amor del roble enorme del m?s grande de los poetas? Los parnasianos proceden de los rom?nticos, como los decadentes de los parnasianos. < La fama no ha sido propicia a Leconte de Lisle. Hay en ?l mucho de ol?mpico, y esto le aleja de la gloria com?n de los poetas humanos. En Francia, en Europa, en el mundo, tan solamente los artistas, los letrados, los poetas, conocen y leen aquellos poemas. Entre sus seguidores, uno hay que adquiri? gran renombre: Jos? Mar?a de Heredia, tambi?n como ?l nacido en una isla tropical. En lengua castellana apenas es conocido Leconte de Lisle. Yo no s? de ning?n poeta que le haya traducido, exceptuando al argentino Leopoldo D?az, mi amigo muy estimado, quien ha puesto en versos castellanos el < De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. Del bosque por arduo y angosto sendero en corcel obscuro marcha un caballero. Sus espuelas brillan en la noche bruna, y, cuando en su rayo le envuelve la luna fulgurando luce con vivos destellos, un casco de plata sobre sus cabellos. De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. Cual ligero enjambre, todos le rodean, y en el aire mudo raudos voltegean. --Gentil Caballero, ?d? vas tan de prisa? La reina pregunta, con suave sonrisa. Fantasmas y endriagos hallar?s doquiera; ven, y danzaremos en la azul pradera. De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. --?No! Mi prometida, la de ojos hermosos me espera y ma?ana seremos esposos. Dejadme prosiga, Elfos encantados, que holl?is vaporosos el musgo en los prados. Lejos estoy, lejos de la amada m?a, y ya los fulgores se anuncian del d?a. De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. --Queda, caballero, te dar? a que elijas el ?palo m?gico, las ?ureas sortijas y, lo que m?s vale que gloria y fortuna: mi saya tejida con rayos de luna. --?No!--dice ?l.--?Pues anda!--Y su blanco dedo su coraz?n toca e inf?ndele miedo. De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. Y el corcel obscuro, sintiendo la espuela, parte, corre, salta, sin retardo vuela, mas el caballero, temblando, se inclina: ve sobre la senda forma blanquecina que los brazos tiende, marchando sin ruido. --?D?jame, oh, demonio, Elfo maldecido! De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. --?D?jame, fantasma siempre aborrecida! Voy a desposarme con mi prometida. --Oh, mi amado esposo, la tumba perenne ser? nuestro lecho de bodas solemne. ?He muerto!--dice ella, y ?l, desesperado, de amor y de angustia cae muerto a su lado. De tomillo y r?sticas hierbas coronados los Elfos alegres bailan en los prados. Duerma en paz el hermoso anciano, el caballero de Apolo. Ya su esp?ritu sabr? de cierto lo que se esconde tras el velo negro de la tumba. Lleg? por fin la por ?l deseada, la p?lida mensajera de la verdad. F?njome la llegada de su sombra a una de las islas gloriosas, Tempes, Amatuntes celestes, en donde los orfeos tienen su premio. Recibir?nle con palmas en las manos, coros de v?rgenes cubiertas de albas, impalpables vestiduras; a lo lejos destacar?se la harmon?a del p?rtico de un templo; bajo frescos laureles, se ver?n las blancas barbas de los antiguos amados de las musas, Homero, S?focles, Anacreonte. En un bosque cercano, un grupo de centauros, Quir?n a la cabeza, se acerca para mirar al reci?n llegado. Brota del mar un himno. Pan aparece. Por el aire suave, bajo la c?pula azul del cielo, un ?guila pasa, en vuelo r?pido, camino del pa?s de las pagodas, de los lotos y de los elefantes. PAUL VERLAINE Y al fin vas a descansar; y al fin has dejado de arrastrar tu pierna lamentable y anquil?tica, y tu existencia extra?a llena de dolor y de ensue?os, ?oh, pobre viejo divino! Ya no padeces el mal de la vida, complicado en ti con la maligna influencia de Saturno. Mueres, seguramente en uno de los hospitales que has hecho amar a tus disc?pulos, tus < Seguramente, has muerto rodeado de los tuyos, de los hijos de tu esp?ritu, de los j?venes oficiantes de tu iglesia, de los alumnos de tu escuela, ?oh, l?rico S?crates de un tiempo imposible! Pero mueres en un instante glorioso: cuando tu nombre empieza a triunfar, y la simiente de tus ideas, a convertirse en magn?ficas flores de arte, aun en pa?ses distintos del tuyo; pues es el momento de decir que hoy, en el mundo entero, tu figura, entre los escogidos de diferentes lenguas y tierras, resplandece en su nimbo supremo, as? sea delante del trono del enorme Wagner. El holand?s Bivanck se representa a Verlaine como un leproso sentado a la puerta de una catedral, lastimoso, mendicante, despertando en los fieles que entran y salen, la compasi?n, la caridad. Alfred Ernst le compara con Benoit Labre, viviente s?mbolo de enfermedad y de miseria; antes Le?n Bloy le hab?a llamado tambi?n el Leproso en el portentoso tr?ptico de su < Yo confieso que despu?s de hundirme en el agitado golfo de sus libros, despu?s de penetrar en el secreto de esa existencia ?nica; despu?s de ver esa alma llena de cicatrices y de heridas incurables, todo al eco de celestes o profanas m?sicas, siempre hondamente encantadoras; despu?s de haber contemplado aquella figura imponente en su pena, aquel cr?neo soberbio, aquellos ojos obscuros, aquella faz con algo de socr?tico, de pierrotesco y de infantil; despu?s de mirar al dios ca?do, quiz? castigado por ol?mpicos cr?menes en otra vida anterior; despu?s de saber la fe sublime y el amor furioso y la inmensa poes?a que ten?an por habit?culo aquel claudicante cuerpo infeliz, sent? nacer en mi coraz?n un doloroso cari?o que junt? a la grande admiraci?n por el triste maestro. A mi paso por Par?s, en 1893, me hab?a ofrecido Enrique G?mez Carrillo presentarme a ?l. Este amigo m?o hab?a publicado una apasionada impresi?n que figura en sus < Por Carrillo penetramos en algunas interioridades de Verlaine. No era ?ste en ese tiempo el viejo gastado y d?bil que uno pudiera imaginarse, antes bien, < ?Dios m?o! aquel hombre nacido para las espinas, para los garfios y los azotes del mundo, se me apareci? como un viviente doble s?mbolo de la grandeza ang?lica y de la miseria humana. Ang?lico, lo era Verlaine; tiorba alguna, salterio alguno, desde Jacopone de Todi, desde el Stabat Mater, ha alabado a la Virgen con la melod?a filial, ardiente y humilde de < Terms of Use
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