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Read Ebook: Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) by Pardo Baz N Emilia Condesa De

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Ebook has 1127 lines and 85500 words, and 23 pages

Pues anteayer estuvo el comandante desde los primeros momentos muy decidor y muy alborotado, haci?ndonos reir con sus man?as. Le sopl? la ventolera de sostener una vulgaridad: que Espa?a es un pa?s tan salvaje como el Africa central, que todos tenemos sangre africana, beduina, ?rabe ? qu? s? yo, y que todas esas m?sicas de ferrocarriles, tel?grafos, f?bricas, escuelas, ateneos, libertad pol?tica y peri?dicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual est?n siempre despeg?ndose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie subsiste, prometiendo durar por los siglos de los siglos. Sobre esto se levant? el caramillo que es de suponer. Lo primero que le repliqu? fu? compararlo ? los franceses, que creen que s?lo servimos para bailar el bolero y repicar las casta?uelas; y a?ad? que la gente bien educada era igual, id?ntica, en todos los pa?ses del mundo.

Le interrump?:

--No lo niego, ?qu? he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien en invierno, de miedo ? las pulmon?as, en verano lo tienen Vds. convirtiendo ? Madrid en sart?n ? caldera infernal, donde nos achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una fiebre y una excitaci?n endiabladas... Se nos sube ? la cabeza, y entonces es cuando se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general.

--No, es que insisto: todos iguales en siendo espa?oles; el instinto vive all? en el fondo del alma; el problema es de ocasi?n y lugar, de poder ? no sacudir ciertos miramientos que la educaci?n impone: cosa externa, c?scara y nada m?s.

Aqu? la Duquesa volvi? la cabeza con sobresalto. Desde el principio de la disputa estaba entretenida dando conversaci?n ? un tertuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del Duque, el cual, seg?n me dijeron, era un rico hacendado residente en C?diz. La Duquesa no admite presentados, y s?lo por circunstancias as? pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, ? las relaciones ya antiguas las agasaja much?simo, y es tan consecuente y cari?osa en el trato, que todos se hacen lenguas alabando su perseverancia; virtud que, seg?n he notado, abunda en la corte m?s de lo que se cree. Advert?a yo que, sin dejar de atender al forastero, la Duquesa aplicaba el o?do ? nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella; la proporci?n le vino rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.

--Muchas gracias, se?or de Pardo, por la parte que nos toca ? los andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua ? su sardina. ?M?s aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, as? como quien no quiere la cosa.

El gaditano, sin pronunciar palabra, se levant? y vino ? apretarme la mano haciendo una cortes?a; yo murmur? entre dientes eso que se murmura en casos an?logos. Llena la f?rmula, nos miramos con la curiosidad fr?a del primer momento, sin fijarnos en detalles. Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareci? distinguido, y aunque andaluz, le encontr? m?s bien trazas inglesas: se me figur? serio y no muy locuaz ni disputador. Haci?ndose cargo de la indicaci?n de la Duquesa, dijo con acento cerrado y frase perezosa:

--A cada pa?s le cae bien lo suyo... Nuestra tierra no ha dado pruebas de ser nada ruda; tenemos all? de too; poetas, pintores, escritores... Cabalmente en Andaluc?a la gente pobre es mu fina y mu despabilaa. Protesto contra lo que se refiere ? las se?oras. Este cabayero convendr? en que to?tas son unos ?ngeles del cielo.

--Bueno; pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la misma pasta, porque no hay m?s remedio, y que en Espa?a tambi?n las se?oras pagan tributo ? la barbarie--lo cual puede no advertirse ? primera vista porque su sexo las obliga ? adoptar formas menos toscas, y las condena al papel de ?ngeles, como las ha llamado este caballero.--Aqu? est? nuestra amiga As?s, que ? pesar de haber nacido en el Noroeste, donde las mujeres son reposadas, dulces y cari?osas, ser?a capaz, al darle un rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que cualquier hija del barrio de Triana ? del Avapi?s...

--Ser?n aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre y que ? lo mejor nos trastorna.

--Hasta la presente--declar? con gentil confusi?n la dama--no hemos salido ni la marquesa de Andrade ni yo ? trastear ning?n novillo.

--Pues todo se andar?, se?oras m?as, si les dan pa?o--respondi? el comandante.

--A este se?or le ara?amos nosotras--afirm? la Duquesa fingiendo con chiste un enfado descomunal.

--?Y el Sr. Pacheco, que no nos ayuda?--murmur? volvi?ndome hacia el silencioso gaditano. Este ten?a los ojos fijos en m?, y sin apartarlos, disculp? su neutralidad declarando que ya nos defend?amos muy bien y maldita la falta que nos hac?an auxilios ajenos: al poco rato mir? el reloj, se levant?, despidi?se con igual laconismo, y fu?se. Su marcha vari? por completo el giro de la conversaci?n. Se habl? de ?l, claro est?: la Sahag?n refiri? que lo hab?a tenido ? su mesa, por ser hijo de persona ? quien estimaba mucho, y a?adi? que ah? donde lo ve?amos, hecho un moro por la indolencia y un ingl?s por la soser?a, no era sino un calaver?n de tomo y lomo, decente y caballero, s?, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no pod?a hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido pr?ctico, pues lo ?nico para que hasta la fecha serv?a era para trastornar la cabeza ? las mujeres. Y entonces el comandante murmur? como hablando consigo mismo:

--Buen ejemplar de raza espa?ola.

Cerca de la Cibeles me fij? en la hermosura del d?a. Nunca he visto aire m?s ligero, ni cielo m?s claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos ol?a ? gloria, y los ?rboles parec?a que estrenaban vestido nuevo de tafet?n verde. Ganas me entraron de correr y brincar como ? los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla no hab?a sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar ramas de ?rbol y de chapuzarme en el pil?n presidido por aquella buena se?ora de los leones... Nada menos que estas tonter?as me estaba pidiendo el cuerpo ? m?.

Segu? bajando hacia las Pascualas, con la devoci?n de la misa medio evaporada y distra?do el esp?ritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distingu? ? un caballero, que parado al pi? de corpulento pl?tano, arrojaba ? los jardines un puro enterito, y se dirig?a luego ? saludarme. Y o? una voz simp?tica y ceceosa, que me dec?a:

--A los pi?s... ?A d?nde bueno tan de ma?ana y tan sola?

Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extra?a, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la v?spera. Era sin duda que influ?a en ambos la transparencia y alegr?a de la atm?sfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacci?n y dando car?cter expansivo ? nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entr? por mucho la favorable impresi?n que me causaron las prendas personales del andaluz. Se?or, ?por qu? no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos ? los hombres que lo sean, y por qu? ha de mirarse mal que lo manifiesten ? Si no lo decimos lo pensamos, y no hay nada m?s peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma. Pacheco, que vest?a un elegante terno gris claro, me pareci? gal?n de veras; pero con igual sinceridad a?adir? que esta idea no me preocup? arriba de dos segundos, pues yo no me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello cas?ndome ? los veinte con mi t?o, que ten?a lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...

Adelante. El se?or de Pacheco, sin reparar que ya tocaban ? misa, peg? la hebra, y seguimos de palique, guareci?ndonos ? la sombra del pl?tano, porque el sol nos hac?a gui?ar los ojos m?s de lo justo.

--?Pero qu? madrugadora!

--?Madrugadora porque oigo misa ? las diez?

--S? se?or: todo lo que no sea levantarse para almors?...

--No: hoy no ir? la Sahag?n, y yo generalmente voy con ella.

--?Y ? las carreras de caballos?

--Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y mo?os: una insulsez. Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo ?nico divertido e el desfile.

--Y entonces, ?porqu? no va ? San Isidro?

--?A San Isidro! ?Despu?s de lo que nos predic? ayer mi paisano!

--Y... ?y los borrachos, y los navajazos y todo aquello de que habl? D. Gabriel? ?Ser? exageraci?n suya?

--?Yo qu? s?! ?Qu? m?s da!

--?Un susto yendo conmigo!

Me re? con m?s ganas, no s?lo de la suposici?n de que Pacheco me acompa?ase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero, sin tocar en ordinario, como el de ciertos se?oritos que parecen asistentes.

--S?, ? la izquierda... un gran portal?n...

Llegu? al portal sofocada y anhelosa, sub? ? escape, llam? con furia y me arroj? en el tocador, desprendi?ndome la mantilla antes de situarme frente al espejo.--<>

Vi que la Diabla se mor?a de curiosidad... <> Pero no se le coci? ? la chica el pan en el cuerpo, y me solt? la p?ldora.

--?La se?orita almuerza en casa?

Para desorientarla respond?:

--Hija, no s?... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo de doce y media ? una... Si ? la una no vengo, almorzad vosotros... pero reserv?ndome siempre una chuleta y una taza de caldo... y mi t? con leche, y mis tostadas.

Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, repar? en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.

--?Qui?n ha mandado eso?

--El se?or comandante Pardo... el se?orito Gabriel.

--?Por qu? no me lo ense?abas?

--Vino la se?orita tan aprisa... Ni me di? tiempo.

No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escog? una gardenia y un clavel rojo, y prend? el grupo en el pecho. Sujet? el velo con un alfiler, tom? un casaqu?n ligero de pa?o, mand? ? Angela que me estirase la enagua y volante, y me asom? ? ver si por milagro hab?a llegado el coche. A?n no, porque era imposible; pero ? los diez minutos desembocaba ? la entrada de la calle. Entonces sal? ? la antesala, andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipit?, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.

--?Qu? listo anduvo el cochero!--le dije.

Salt? en la berlina, qued?ndome ? la derecha, y Pacheco entr? por la portezuela contraria, ? fin de no molestarme y con adem?n de profundo respeto... ?Valiente hip?crita est? ?l! Nos miramos indecisos por espacio de una fracci?n de segundo, y mi acompa?ante me pregunt? en voz sumisa:

--?Doy orden de ir camino de la pradera?

Sac? fuera la cabeza y grit?:--<>--La berlina arranc? inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales exclam? Pacheco:

Sonre? sin responder, porque me encontraba algo cohibida por la novedad de la situaci?n. No se desalent? el gaditano.

Desprend? la gardenia y se la ofrec?. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.

Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de mi corpi?o un alfiler sujet? la gardenia, cuyo olor ? pomada me sub?a al cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi acompa?ante. Sent? un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempl? de un modo expresivo ? interrogador. En aquel momento casi me arrepent? de la humorada de ir ? la feria; pero ya...

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