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Read Ebook: Zadig ó El Destino Historia Oriental by Voltaire

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Ebook has 172 lines and 28784 words, and 4 pages

NOVELAS

VOLTAIRE,

TRADUCIDAS

POR J. MARCHENA.

BURDEOS,

IMPRENTA DE PEDRO BEAUME,

ALL?ES DE TOURNY, NO. 5.

ZADIG,

EL DESTINO,

HISTORIA ORIENTAL.

DEDICATORIA DE ZADIG

A 18 del mes de Cheval, a?o 837 de la hegira.

Embeleso de las ni?as de los ojos, tormento del corazon, luz del ?nimo, no beso yo el polvo de tus pi?s, porque ? no andas ? pi?, ? si andas, pisas ? rosas ? tapetes de Iran. Ofr?zcote la version de un libro de un sabio de la antig?edad, que siendo tan feliz que nada tenia que hacer, goz? la dicha mayor de divertirse con escribir la historia de Zadig, libro que dice mas de lo que parece. Ru?gote que le leas y le aprecies en lo que valiere; pues aunque todav?a est? tu vida en su primavera, aunque te embisten de rondon los pasatiempos todos, aunque eres hermosa, y tu talento da ? tu hermosura mayor realce, aunque te elogian de dia y de noche, motivos concomitantes que son mas que suficientes para que no tengas pizca de sentido comun, con todo eso tienes agudeza, discrecion, y fin?simo gusto, y te he oido discurrir con mas tino que ciertos derviches viejos de luenga barba, y gorra piramidal. Eres prudente sin ser desconfiada, piadosa sin flaqueza, ben?fica con acierto, amiga de tus amigos, sin colrar enemigos. Nunca cifras en decir pullas el chiste de tus agudezas, ni dices mal de nadie, ni ? nadie se le haces, puesto que tan f?cil cosa te seria lo uno y lo otro. Tu alma siempre me ha parecido tan perfecta como tu hermosura. Ni te falta cierto caudalejo de filosof?a, que me ha persuadido ? que te agradaria mas que ? otra este escrito de un sabio.

Escribi?se primero en el antiguo caldeo, que ni t? ni yo sabemos, y fu? traducido en ?rabe para recreacion del nombrado sultan Ulug-beg, en los tiempos que Arabes y Persianos se daban ? escribir las Mil y una Noches, los Mil y un Dias, etc. Ulug mas gustaba de leer ? Zadig, pero las sultanas se divertian mas con los Mil y uno. Deciales el sabio Ulug, que como podian llevar en paciencia unos cuentos sin pi?s ni cabeza, que nada querian decir. Pues por eso mismo son de nuestro gusto, respondi?ron las sultanas.

Espero que t? no te parezcas ? ellas, y que seas un verdadero Ulug; y no desconf?o de que quando te halles fatigada de conversaciones tan instructivas como los Mil y uno, aunque mucho m?nos recreativas, podr? yo tener la honra de que te ocupes algunos minutos de vagar en oirme cosas dichas en razon.

Si en tiempo de Scander, hijo de Filipo, hubieras sido Talestris, ? la reyna de Sabea en tiempo de Soleyman, estos reyes hubieran sido los que hubieran peregrinado por verte.

Ruego ? las virtudes celestiales que tus deleytes no lleven acibar, que sea duradera tu hermosura, y tu ventura perpetua.

CAPITULO PRIMERO.

El tuerto.

Reynando el rey Moabdar, vivia en Babilonia un mozo llamado Zadig, de buena ?ndole, que con la educacion se habia mejorado. Sabia enfrenar sus pasiones, aunque mozo y rico; ni gastaba afectacion, ni se empe?aba en que le dieran siempre la razon, y respetaba la flaqueza humana. Pasm?banse todos viendo que puesto que le sobraba agudeza, nunca se mofaba con chufletas de los desconciertos mal hilados, de las murmuraciones sin fundamento, de los disparatados fallos, de las burlas de juglares, que llamaban conversacion los Babilonios. En el libro primero de Zoroastro habia visto que es el amor propio una pelota llena de viento, y que salen de ella borrascas as?, que la pican. No se alababa Zadig de que no hacia aprecio de las mugeres, y de que las dominaba. Era liberal, sin que le arredrase el temor de hacer bien ? desagradecidos, cumpliendo con aquel gran mandamiento de Zoroastro, que dice: "Da de comer ? los perros" quando t? comieres, aunque te muerdan "luego." Era sabio quanto puede serlo el hombre, pues procuraba vivir en compa??a de los sabios: habia aprendido las ciencias de los Caldeos, y estaba instruido en quanto acerca de los principios f?sicos de la naturaleza en su tiempo se conocia; y de metaf?sica sabia todo quanto en todos tiempos se ha sabido, que es decir muy poca cosa. Cre?a firm?simamente que un a?o tiene trecientos sesenta y cinco dias y un quarto, contra lo que ense?aba la moderna filosof?a de su tiempo, y que estaba el sol en el centro del mundo; y quando los principales magos le decian en tono de improperio, y mir?ndole de reojo, que sustentaba principios sapientes haeresim, y que solo un enemigo de Dios y del estado podia decir que giraba el sol sobre su exe, y que era el a?o de doce meses, se callaba Zadig, sin fruncir las cejas ni encogerse de hombros.

Opulento, y por tanto no falt?ndole amigos, disfrutando salud, siendo buen mozo, prudente y moderado, con pecho ingenuo, y elevado ?nimo, crey? que podia aspirar ? ser feliz. Estaba apalabrado su matrimonio con Semira, que por su hermosura, su dote, y su cuna, era el mejor casamiento de Babilonia. Profes?bale Zadig un sincero y virtuoso cari?o, y Semira le amaba con pasion. Rayaba ya el venturoso dia que ? enlazarlos iba, quando pase?ndose ?mbos amantes fuera de las puertas de Babilonia, baxo unas palmas que daban sombra ? las riberas del Eufrates, vi?ron acercarse unos hombres armados con alfanges y flechas. Eran estos unos sayones del mancebo Orcan, sobrino de un ministro, y en calidad de tal los aduladores de su tio le habian persuadido ? que podia hacer quanto se le antojase. Ninguna de las prendas y virtudes de Zadig pose?a; pero cre?do que se le aventajaba mucho, estaba desesperado por no ser el preferido. Estos zelos, meros hijos de su vanidad, le hici?ron creer que estaba enamorado de Semira, y quiso robarla. Hab?anla cogido los robadores, y con el arrebato de su violencia la habian herido, vertiendo la sangre de una persona que con su presencia los tigres del monte Imao habria amansado. Traspasaba Semira el cielo con sus lamentos, gritando: ?Querido esposo, que me llevan de aquel ? quien adoro! No la movia el peligro en que se ve?a, que solo en su caro Zadig pensaba. Defend?ala este con todo el denuedo del amor y la valent?a, y con ayuda de solos dos esclavos ahuyent? ? los robadores, y se traxo ? Semira ensangrentada y desmayada, que al abrir los ojos conoci? ? su libertador. ?O Zadig! le dixo, os queria como ? mi esposo, y ahora os quiero como aquel ? quien de vida y honra soy deudora. Nunca rebos? un pecho en mas tiernos afectos que el de Semira, nunca tan linda boca pronunci? con tanta viveza de aquellas inflamadas expresiones que de la gratitud del mas alto beneficio y de los mas tiernos raptos del cari?o mas legitimo son hijas. Era leve su herida, y san? en breve. Zadig estaba herido de mas peligro, porque una flecha le habia hecho una honda llaga junto al ojo. Semira importunaba ? los Dioses por la cura de su amante: dia y noche ba?ados los ojos en llanto, aguardaba con impaciencia el instante que los de Zadig se pudieran gozar en mirarla; pero una apostema que se form? en el ojo herido caus? el mayor temor. Envi?ron ? llamar ? Menfis al c?lebre m?dico Hermes, que vino con una crecida comitiva; y habiendo visitado al enfermo declar? que irremediablemente perdia el ojo, pronosticando hasta el dia y la hora que habia de suceder tan fatal desman. Si hubiera sido, dixo, el ojo derecho, yo le curaria; pero las heridas del izquierdo no tienen cura. Toda Babilonia se doli? de la suerte de Zadig, al paso que qued? asombrada con la profunda ciencia de Hermes. Dos dias despues revent? naturalmente la apostema, y san? Zadig. Hermes escribi? un libro, prob?ndole que no debia haber sanado, el qual Zadig no ley?; pero luego que pudo salir, fu? ? ver ? aquella de quien esperaba su felicidad, y por quien ?nicamente queria tener ojos, Hall?base Semira en su quinta, tres dias hacia, y supo Zadig en el camino, que despues de declarar resueltamente que tenia una invencible antipatia ? los tuertos, la hermosa dama se habia casado con Orcan aquella misma noche. Desmay?se al oir esta nueva, y estuvo en poco que su dolor le conduxera al sepulcro; mas despues de una larga enfermedad pudo mas la razon que el sentimiento, y fu? no poca parte de su consuelo la misma atrocidad del agravio. Pues he sido v?ctima, dixo, de tan cruel antojo de una muger criada en palacio, me casar? con una hija de un honrado vecino. Escogi? pues por muger ? Azora, doncella muy cuerda y de la mejor ?ndole, en quien no not? mas defecto que alguna insustancialidad, y no poca inclinacion ? creer que los mozos mas lindos eran siempre los mas cuerdos y virtuosos.

CAPITULO II

Las narices.

Un dia que volvia del paseo Azora toda inmutada, y haciendo descompuestos ademanes: ?Qu? tienes, querida? le dixo Zadig; ?qu? es lo que tan fuera de t? te ha puesto? ?Ay! le respondi? Azora, lo mismo hicieras t?, si hubieses visto la escena que acabo yo de presenciar, Habia ido ? consol?r ? Cosr?a, la viuda j?ven que ha erigido, dos d?as ha, un mausoleo al difunto mancebo, marido suyo, cabe el arroyo que ba?a esta pradera, jurando ? los Dioses, en su dolor, que no se apartaria de las inmediaciones de este sepulcro, mi?ntras el arroyo no mudara su corriente. Bien est?, dixo Zadig; eso es se?al de que es una muger de bien, que amaba de veras ? su marido. Ha, replico Azora, si t? supieras qual era su ocupacion quando entr? ? verla.--?Qual era, hermosa Azora?--Dar otro cauce al arroyo. A?adi? luego Azora tantas invectivas, prorumpi? en tan agrias acusaciones contra la viuda moza, que disgust? mucho ? Zadig virtud tan jactanciosa. Un amigo suyo, llamado Cador, era uno de los mozos que reputaba Azora por de mayor m?rito y probidad que otros; Zadig le fi? su secreto, afianzando, en quanto le fu? posible, su fidelidad con quantiosas d?divas. Despues de haber pasado Azora dos dias en una quinta de una amiga suya, se volvi? ? su casa al tercero. Los criados le anunci?ron llorando que aquella misma noche se habia caido muerto de repente su marido, que no se habian atrevido ? llevarle tan mala noticia, y que acababan de enterrar ? Zadig en el sepulcro de sus padres al cabo del jardin. Lloraba Azora, mes?base los cabellos, y juraba que no queria vivir. Aquella noche pidi? Cador licencia para hablar con ella, y llor?ron, ?mbos. El siguiente dia llor?ron m?nos, y comi?ron juntos. Fi?le Cador que le habia dexado su amigo la mayor parte de su caudal, y le di? ? entender que su mayor dicha seria poder partirle con ella. Llor? con esto la dama, enoj?se, y se apacigu? luego; y como la cena fu? mas larga que la comida, habl?ron ?mbos con mas confianza. Hizo Azora el paneg?rico del difunto, confesando empero que adolecia de ciertos defectillos que en Cador no se hallaban.

En mitad de la cena se quej? Cador de un vehemente dolor en el bazo, y la dama inquieta y asustada mand? le traxeran todas las esencias con que se sahumaba, para probar si alguna era un remedio contra los dolores de bazo; sintiendo mucho que se hubiera ido ya de Babilonia el sapient?simo Hermes, y dign?ndose hasta de tocar el lado donde sentia Cador tan fuertes dolores. ?Suele daros este dolor tan cruel? le dixo compasiva. A dos dedos de la sepultura me pone ? veces, le respondi? Cador, y no hay mas que un remedio para aliviarme, que es aplicarme al costado las narices de un hombre que haya muerto el dia ?ntes. ?Raro remedio! dixo Azora. No es mas raro, respondi? Cador, que los cuernos de ciervo que ponen ? los ni?os para preservarlos del mal de ojos. Esta ?ltima razon con el mucho m?rito del mozo determin?ron al cabo ? la Se?ora. Por fin, dixo, si las narices de mi marido son un poco mas cortas en la segunda vida que en la primera, no por eso le ha de impedir el paso el ?ngel Asrael, quando atraviese el puente Sebinavar, para transitar del mundo de ayer al de ma?ana. Diciendo esto, cogi? una navaja, lleg?se al sepulcro de su esposo ba??ndole en llanto, y se bax? para cortarle las narices; pero Zadig que estaba tendido en el sepulcro, agarrando con una mano sus narices, y desviando la navaja con la otra, se alz? de repente exclamando; Otra vez no digas tanto mal de Cosr?a, que la idea de cortarme las narices bien se las puede apostar ? la de mudar la corriente de un arroyo.

El perro y el caballo.

En breve experiment? Zadig que, como dice el libro de Zenda-Vesta, si el primer mes de matrimonio es la luna de miel, el segundo es la de acibar. Vi?se muy presto precisado ? repudiar ? Azora, que se habia tornado inaguantable, y procur? ser feliz estudiando la naturaleza. No hay ser mas venturoso, decia, que el fil?sofo que estudia el gran libro abierto por Dios ? los ojos de los hombres. Las verdades que descubre son propiedad suya: sustenta y enaltece su ?nimo, y vive con sosiego, sin temor de los demas, y sin que venga su tierna esposa ? cortarle las narices.

Empapado en estas ideas, se retir? ? una quinta ? orillas del Eufrates, donde no se ocupaba en calcular quantas pulgadas de agua pasan cada segundo baxo los arcos de un puente, ni si el mes del raton llueve una l?nea c?bica de agua mas que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telara?as, ? porcelana con botellas quebradas; estudiaba, s?, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo grange? una sagacidad que le hacia tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad ve?an.

Pase?ndose un dia junto ? un bosquecillo, vi? venir corriendo un eunuco de la reyna, acompa?ado de varios empleados de palacio: todos parecian llenos de zozobra, y corrian ? todas partes como locos que andan buscando lo mas precioso que han perdido. Mancebo, le dixo el principal eunuco, ?v?steis al perro de la reyna? Respondi?le Zadig con modestia: Es perra que no perro. Teneis razon, replic? el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continu? Zadig, que ha parido poco ha, coxa del pi? izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ?Con que la habeis visto? dixo el primer eunuco fuera de s?. No por cierto, respondi? Zadig; ni la he visto, ni sabia que la reyna tuviese perra ninguna.

Aconteci? que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de ?l el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no m?nos premura que el primer eunuco tras de la perra, Dirigi?se el caballerizo ? Zadig, pregunt?ndole si habia visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dixo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pesu?a muy peque?a, la cola de vara y quarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ?Y por donde ha ido? ?donde est?? pregunt? el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oido nunca hablar de ?l.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les qued? duda de que habia robado Zadig el caballo del rey y la perra de la reyna; conduxeronle pues ? la asamblea del gran Desterham, que le conden? ? doscientos azotes y seis a?os de presidio. No bien hubi?ron dado la sentencia, quando pareci?ron el caballo y la perra, de suerte que se vi?ron los jueces en la dolorosa precision de anular su sentencia; condenaron empero ? Zadig ? una multa de quatrocientas onzas de oro, porque habia dicho queno habia visto habiendo visto. Primero pag? la multa, y luego se le permiti? defender su pleyto ante el consejo del gran Desterliam, donde dixo as?:

Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo un?s la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, si?ndome perm?tido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca v? ni la respetable perra de la reyna, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy ? contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontr? al venerable eunuco, y al ilustr?simo caballerizo mayor. Observ? en la arena las huellas de un animal, y f?cilmente conoc? que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me di?ron ? conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde coleg? que habia parido pocos dias hacia. Otros vestigios en otra direccion, que se dexaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pi?s delanteros, me demostr?ron que tenia las orejas largas; y como las pisadas del un pi? eran m?nos hondas en la arena que las de los otros tres, saqu? por conseq?encia que era, si soy osado ? decirlo, algo coxa la perra de nuestra augusta reyna.

En quanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que pase?ndome por las veredas de dicho bosque, not? las se?ales de las herraduras de un caballo, que estaban todas ? igual distancia. Este caballo, dixe, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene mas de dos varas y media de ancho, estaba ? izquierda y ? derecha barrido el polvo en algunos parages. El caballo, conjetur? yo, tiene una cola de vara y quarta, que con sus movimientos ? derecha y ? izquierda ha barrido este polvo. Debaxo de los ?rboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recien caidas las hojas de las ramas, y conoc? que las habia dexado caer el caballo, que por tanto tenia dos yaras. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dexado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.

Qued?ronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y lleg? la noticia al rey y la reyna. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba mas que de Zadig, y el rey mand? que se le restituyese la multa de quatrocientas onzas de oro ? que habia sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dict?men de quemarle como hechicero. Fu?ron con mucho aparato ? su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, ? llevarle sus quatrocientas onzas, sin guardar por las costas mas que trecientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidi?ron una gratificacion.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demas?a, hizo prop?sito firme de no decir en otra ocasion lo que hubiese visto, y la ocasion no tard? en presentarse. Un reo de estado se escap?, y pas? por debaxo de los balcones de Zadig. Tom?ronle declaracion ? este, no declar? nada; y habi?ndole probado que se habia asomado al balcon, por tama?o delito fu? condenado ? pagar quinientas onzas do oro, y di? las gracias ? los jueces por su mucha benignidad, que as? era costumbre en Babilonia, ?Gran Dios, decia Zadig entre s?, qu? desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, ? la perrita de la reyna! ?Qu? de peligros corre quien ? su balcon se asoma! ?Qu? cosa tan dif?cil es ser dichoso en esta vida!

El envidioso.

Apel? Zadig ? la amistad y ? la filosofia para consolarse de los males que le habia hecho la fortuna. En un arrabal de Babilonia tenia una casa alhajada con mucho gusto, y all? reunia las artes y las recreaciones dignas de un hombre fino. Por la ma?ana estaba su biblioteca abierta para todos los sabios, y por la tarde su mesa ? personas de buena educacion. Pero muy presto ech? de ver que era muy peligroso tratar con sabios. Suscit?se una fuerte disputa acerca de una ley de Zoroastro, que prohibe comer grifo. ?Como est? prohibido el grifo, decian unos, si no hay tal animal? Fuerza es que le haya, decian otros, quando no quiere Zoroastro que le comamos. Zadig, por ponerlos conformes, les dixo: Pues no comamos grifo, si grifos hay; y si no los hay, m?nos los comer?mos, y as? obedecer?mos ? Zoroastro.

Habia un sabio escritor que habia compuesto una obra en trece tomos en folio acerca de las propiedades de los grifos, gran teurgista, que ? toda priesa se fu? ? presentar ante el archimago Drastan?s, el mas necio, y ? conseq?encia el mas fan?tico de los Caldeos de aquellos remotos tiempos. En honra y gloria del Sol, habria este mandado empalar ? Zadig, y rezado luego el breviario de Zoroastro con mas devota compuncion. Su amigo Cador fu? ? ver al viejo Drastan?s, y le dixo as?: Gloria al Sol y ? los grifos; nadie toque al pelo ? Zadig, que es un santo, y mantiene grifos en su corral, sin com?rselos: su acusador s?, que es herege. ?Pues no ha sustentado que no son ni sol?pedos ni inmundos los conejos? Bien, bien, dixo Drastan?s, meneando la temblona cabeza: ? Zadig se le ha de empalar, porque tiene ideas err?neas sobre los glifos; y al otro, porque ha hablado sin miramiento de los conejos. Apacigu?lo Cador todo por medio de una moza de retrete de palacio, ? quien habia hecho un chiquillo, la qual tenia mucho influxo con el colegio de los magos, y no empal?ron ? nadie; cosa que la murmur?ron muchos doctores, y por ello pronostic?ron la pr?x?ma decadencia de Babilonia. Decia Zadig: ?En qu? se cifra la felicidad? Todo me persigue en la tierra, hasta los seres imaginarios; y maldiciendo de los sabios, resolvi? ce?irse ? vivir con la gente fina.

Reun?anse en su casa los sugetos de mas fino trato de Babilonia, y las mas amables damas; serv?anse exquisitas cenas, precedidas las mas veces de academias, y que animaban conversaciones amables, en que nadie aspiraba ? echarlo de agudo, que es medio cert?simo de ser un majadero, y deslustrar la mas brillante tertulia. Los platos y los amigos no eran los que escogia la vanagloria, que en todo preferia ? la apariencia la realidad, y as? se grangeaba una estimacion s?lida, por eso mismo que m?nos ? ella aspiraba.

Vivia en frente de su casa un tal Arimazo, sugeto que llevaba la perversidad de su ?nimo en la fisonom?a grabada: corro?ale la envidia, y reventaba de vanidad, dexando aparte que era un presumido de saber fastidioso. Como las personas finas se burlaban de ?l, ?l se vengaba hablando mal de ellas. Con dificultad reunia en su casa aduladores, puesto que era rico. Importun?bale el ruido de los coches que entraban de noche en casa de Zadig, pero mas le enfadaba el de las alabanzas que de ?l o?a. Iba algunas veces ? su casa, y se sentaba ? la mesa sin que le convidaran, corrompiendo el j?bilo de la compa??a entera, como dicen que inficionan las arp?as los manjares que tocan. Sucedi?le un dia que quiso dar un banquete ? una dama, que, en vez de admitirle, se fu? ? cenar con Zadig; y otra vez, estando ?mbos hablando en palacio, se lleg? un ministro que convid? ? Zadig ? cenar, y no le dixo nada ? Arimazo. En tan flacos cimientos estriban ? veces las mas crueles enemigas. Este hombre, que apellidaba Babilonia el envidioso, quiso dar al traste con Zadig, porque le llamaban el dichoso. Cien veces al dia, dice Zoroastro, se halla ocasion para hacer da?o, y para hacer bien ap?nas una vez al a?o.

Fu?se el envidioso ? casa de Zadig, el qual se estaba paseando por sus jardines con dos amigos, y una se?ora ? quien decia algunas flores, sin otro ?nimo que decirlas. Trat?base de una guerra que acababa de concluir con felicidad el rey contra el pr?ncipe de Hircania, feudatario suyo. Zadig que en esta corta guerra habia dado repetidas pruebas de valor, hacia muchos elogios del rey, y mas todav?a de la dama. Cogi? su libro de memoria, y escribi? en ?l quatro versos de repente, que di? ? leer ? su hermosa hu?speda; pero aunque sus amigos le suplic?ron que se los leyese, por modestia, ? acaso por un amor propio muy discreto, no quiso hacerlo: que bien sabia que los versos de repente hechos solo son buenos para aquella para quien se hacen. Rasg? pues en dos la hoja del librillo de memoria en que los habia escrito, y tir? los dos pedazos ? una enramada de rosales, donde fu? en balde buscarlos. Empez? en breve ? lloviznar, y se volvi?ron todos ? los salones; pero el envidioso que se habia quedado en el jardin, tanto registr? que di? con una mitad de la hoja, la qual de tal manera estaba rasgada, que la mitad de cada verso que llenaba un renglon formaba sentido, y aun un verso corto; y lo mas extra?o es que, por un acaso todav?a mas extraordinario, el sentido que formaban los tales versos cortos era una atroz infectiva contra el rey. Le?ase en ellos:

Un monstruo detestable Hoy rige la Caldea; Su trono incontrastable El poder mismo afea,

Por la vez primera de su vida se crey? feliz el envidioso, teniendo con que perder ? un hombre de bien y amable. Embriagado en tan horrible j?bilo, dirigi? al mismo rey esta s?tira escrita de pluma de Zadig, el qual, con sus dos amigos y la dama, fu? llevado ? la c?rcel, y se le form? causa, sin que se dignaran de oirle. P?sose el envidioso, quando le hubi?ron sentenciado, en el camino por donde habia de pasar, y le dixo que no valian nada sus versos. No lo echaba Zadig de poeta; sentia empero en el alma verse condenado como reo de lesa-magestad, y dexar dos amigos y una hermosa dama en la c?rcel por un delito que no habia cometido. No lo permiti?ron alegar nada en su defensa, porque el libro de memoria estaba claro, y que as? era estilo en Babilonia. Caminaba pues al cadahalso, atravesando inmensas filas de gentes curiosas; ninguno se atrevia ? condolerse de ?l, pero s? se agolpaban para ex?minar qu? cara ponia, y si iba ? morir con aliento. Sus parientes eran los ?nicos afligidos, porque no heredaban, habi?ndose confiscado las tres quartas partes de su caudal ? beneficio del erario, y la restante al del envidioso.

Mi?ntras que se estaba disponiendo ? morir, se vol? del balcon el loro del rey, y fu? ? posarse en los rosales del jardin de Zadig. Habia derribado el viento un melocoton de un ?rbol inmediato, que habia caido sobre un pedazo de un librillo de memoria escrito, y se le habia pegado. Agarr? el loro el melocoton con lo escrito, y se lo llev? todo ? las rodillas del rey. Curioso esta ley? unas palabras que no significaban nada, y parecian fines de verso. Como era aficionado ? la poes?a, y que siempre se puede sacar algo con los pr?ncipes que gustan de coplas, le di? en que pensar la aventura del papagayo. Acord?ndose ent?nces la reyna de lo que habia en el trozo del libro de memoria de Zadig, mand? que se le traxesen, y confrontando ?mbos trozos se vi? que venia uno con otro; y los versos de Zadig, leidos como ?l los habia escrito, eran los siguientes:

Un monstruo detestable es la sangrienta guerra; Hoy rige la Caldea en paz el rey sin sustos: Su trono incontrastable amor tiene en la tierra; El poder mismo afea quien no goza sus gustos.

Al punto mand? el rey que traxeran ? Zadig ? su presencia, y que sacaran de la c?rcel ? sus dos amigos y la hermosa dama. Postr?se el rostro por el suelo Zadig ? las plantas del rey y la reyna; pidi?les rendidamente perdon por los malos versos que habia compuesto, y habl? con tal donayre, tino y agudeza, que los monarcas quisi?ron volver ? verle: volvi?, y gust? mas. Le adjudic?ron los bienes del envidioso que injustamente le habia acusado: Zadig se los restituy? todos, y el ?nico afecto del corazon de su acusador fu? el gozo de no perder lo que tenia. De dia en dia se aumentaba el aprecio que el rey de Zadig hacia: convid?bale ? todas sus recreaciones, y le consultaba en todos asuntos. Desde ent?nces la reyna empez? ? mirarle con una complacencia que podia acarrear graves peligros ? ella, ? su augusto esposo, ? Zadig y al reyno entero, y Zadig ? creer que no es cosa tan dificultosa vivir feliz.

El generoso.

Vino la ?poca de la celebridad de una solemne fiesta que se hacia cada cinco a?os, porque era estilo en Babilonia declarar con solemnidad, al cabo de cinco a?os, qual de los ciudadanos habia hecho la mas generosa accion. Los jueces eran los grandes y los magos. Exponia el primer satrapa encargado del gobierno de la ciudad, las acciones mas ilustres hechas en el tiempo de su gobierno; los jueces votaban, y el rey pronunciaba la decision. De los extremos de la tierra acudian espectadores ? esta solemnidad. Recibia el vencedor de mano del monarca una copa de oro guarnecida de piedras preciosas, y le decia el rey estas palabras: "Recibid este premio de la generosidad, y oxal? me concedan los Dioses muchos vasallos que ? vos se parezcan."

Llegado este memorable dia, se dex? ver el rey en su trono, rodeado de grandes, magos y diputados de todas las naciones, que venian, ? unos juegos donde no con la ligereza de los caballos, ni con la fuerza corporal, sino con la virtud se grangeaba la gloria. Recit? en voz alta el satrapa las acciones por las quales podian sus autores merecer el inestimable premio, y no habl? siquiera de la magnanimidad con que habia restituido Zadig todo su caudal al envidioso: que no era esta accion que mereciera disputar el premio.

Primero present? ? un juez que habiendo, en virtud de una equivocacion de que no era responsable, fallado un pleyto importante contra un ciudadano, le habia dado todo su caudal, que era lo equivalente de la perdida del litigante.

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