Read Ebook: Una historia de dos ciudades by Dickens Charles Lafuerza Gregorio Translator
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Ebook has 3098 lines and 127841 words, and 62 pages
--Lo exhibo, conforme acaba usted de ver, a muy reducido c?rculo de personas escogidas.
--?Y cree usted que eso est? bien?
--S?, se?or: creo que est? bien.
--?Y esos escogidos, qui?nes son? ?C?mo los escoge usted?
--Escojo a los que son hombres verdaderos... y se llaman como yo: Santiago; hombres que conviene que lo vean... Pero usted es ingl?s, y es in?til que le d? explicaciones que no ha de entender. Tenga la bondad de esperar un momento.
Por medio de un gesto recomend? a sus acompa?antes que permanecieran inm?viles, y peg? la cara a una grieta que presentaba la pared. Momentos despu?s alz? la cabeza, di? sobre la puerta dos o tres golpes, sin m?s objeto, a no dudar, que el de hacer ruido, pas? la llave por ella una porci?n de veces, con id?ntica intenci?n, la puso al fin en la cerradura, y abri? haciendo todo el ruido posible.
Lenta y silenciosamente se abri? la puerta de fuera a dentro, empujada por la mano del tabernero. Este adelant? la cabeza y dijo algo. Una voz sumamente d?bil contest?. El tabernero volvi? la cara e indic? a sus acompa?antes que le siguieran. Lorry rode? con su brazo la cintura de la ni?a, pr?xima a caer desfallecida.
--?Ne... gocio... hija m?a... nego... o... cio!--exclam? Lorry, vueltos hacia la ni?a los ojos, de los cuales brotaba algo que no suele ser producto de los negocios.--?Entre usted... entre!
--?Tengo miedo!--respondi? la joven.
--?Miedo a qu??
--?A ?l... a mi padre!
Vi?ndose en situaci?n cr?tica, a consecuencia del estado de esp?ritu de la joven, por una parte, y por otra de las se?as que su gu?a hac?a para que entrasen, Lorry levant? entre sus brazos a la primera y franque? la puerta.
Defarge quit? la llave, cerr? la puerta por dentro, con llave, por supuesto, y, terminadas esas operaciones lenta y met?dicamente, y sobre todo, haciendo todo el ruido que pudo, ech? a andar con paso mesurado en direcci?n a la ventana. Junto a ?sta se detuvo y di? media vuelta.
El sotabanco, constru?do para ser dep?sito de le?a, apenas si recib?a la visita de una luz muy escasa, pues la ventana, sumamente estrecha, y casi cerrada para evitar el fr?o, dificultaba tanto el paso a la luz, que era imposible ver absolutamente nada. Y sin embargo alguien trabajaba en aquella l?brega estancia, pues junto a la ventana a la que daba frente, y vueltas las espaldas a la puerta, hab?a un hombre de cabellos blancos como la nieve, sentado en una banqueta muy baja y entregado con ardor a la tarea de coser zapatos.
EL ZAPATERO.
--Buenos d?as--dijo el tabernero, fijando sus ojos en la cabeza blanca del zapatero.
--Buenos d?as.
--Siempre tan trabajador, ?eh?
Al cabo de un rato de angustioso silencio, el zapatero alz? la cabeza y contest?:
--S?... estoy trabajando.
La languidez de aquella voz hac?a da?o al o?do. No era esa languidez que sigue al decaimiento de fuerzas, a la debilidad f?sica, no, aunque es indudable que alguna parte ten?an en ella la alimentaci?n insuficiente, las penalidades y malos tratos recibidos durante el terrible cautiverio: su caracter?stica especial y t?pica la recib?a del hecho de tratarse de una languidez producida por la soledad y falta de uso de la voz. Era algo as? como el eco de un sonido que naci? largos a?os antes y a considerable distancia: una voz que hab?a perdido la vida, el timbre de voz humana, una voz que produc?a en los sentidos la impresi?n misma que producir?a la vista de un color hermos?simo y delicado trocado por la mano de los siglos en mancha d?bil de colorido indefinible, una voz que reflejaba con elocuencia tan v?vida la desesperaci?n de un ser humano perdido y abandonado, que cualquier viajero a quien el hambre y las fatigas rindieran en las soledades del ?rido desierto que estuviera recorriendo, reconocer?a en su timbre la voz de su hogar, la voz de las personas queridas que dejaba en el mundo, antes de doblar la cabeza para rendir el postrer aliento.
Al cabo de algunos minutos que el anciano pas? trabajando silencioso, ajeno a cuanto le rodeaba, volvi? a levantar los ojos. En ellos no se advert?a ni un ?tomo de inter?s, ni un ?tomo de curiosidad: reflejaban sencillamente esa percepci?n mec?nica, esa conciencia inconsciente de que el espacio donde antes se ha visto un objeto o una persona contin?a ocupado.
--Quisiera dejar penetrar un poquito m?s de luz--dijo Defarge, cuyos ojos no se hab?an separado un instante de la persona del zapatero.--?Podr? usted sufrirla?
Suspendi? su obra el interrogado; pase? sus miradas por el suelo, a derecha e izquierda, como quien busca algo, y luego las alz? hacia el que acababa de interrogarle, preguntando al fin:
--?Qu? dec?a usted?
--Preguntaba si podr? tolerar un poquito m?s de luz.
--Tendr? que tolerarla, si usted la deja entrar.
Defarge abri? un poco m?s la ventana. Los rayos de luz que penetraron en el sotabanco iluminaron perfectamente al zapatero, que ten?a sobre el muslo un zapato sin terminar. Diseminados por el suelo, o colocados sobre la banqueta, se ve?an varios ?tiles del oficio. Era aqu?l un hombre de barbas recortadas de cualquier manera, pero no de longitud desmesurada. En su cara macilenta y demacrada brillaban extraordinariamente dos ojos que hubieran parecido grandes y rasgados, aun cuando de suyo no lo fueran. La amarillenta camisa que llevaba abierta por el pecho dejaba ver una carne fl?cida y blanca como el papel. Su piel, la vieja blusa de lona que cubr?a la parte superior de su cuerpo, las medias, que llenas de arrugas serv?an de envoltorio a unas pantorrillas sin carne, y en una palabra, todas las prendas de vestir, hab?an adquirido, a fuerza de verse privadas del contacto del aire y de la luz, un tono de pergamino que hac?a sumamente dif?cil poder precisar la materia empleada en su manufactura.
Hab?a puesto a guisa de pantalla una mano entre sus ojos y la luz, y todos los huesos de aqu?lla se transparentaban. Jam?s miraba a la persona que le dirig?a la palabra sin antes bajar los ojos al suelo y pasearlos en todas direcciones, cual si hubiera perdido el h?bito de asociar el espacio con el sonido; nunca hablaba sin divagar, nunca se acordaba de lo que acababan de preguntarle, ni de lo mismo que estaba ?l diciendo.
--?Piensa terminar hoy ese par de zapatos?--pregunt? Defarge, haciendo una se?a a Lorry para que se acercase.
--?Qu? dice usted?
--?Piensa terminar hoy esos zapatos?
--No puedo decir si lo pienso o no. Creo que s?; pero no lo s?.
La pregunta le record? la tarea, y a ella se consagr? de nuevo.
Aproxim?se silencioso el se?or Lorry, dejando a la ni?a junto a la puerta. Uno o dos minutos har?a que se encontraba junto a Defarge, cuando el zapatero alz? la cabeza. No manifest? la menor sorpresa al ver a dos personas en vez de una.
--Tiene usted una visita--observ? Defarge.
--?Qu? dice usted?
--Que ha venido este se?or a visitar a usted.
El zapatero alz? de nuevo los ojos, pero no dej? de trabajar.
--Este caballero--repuso Defarge--entiende mucho en zapatos. Ens??ele usted el que est? haciendo para que aprecie su trabajo. T?melo usted, se?or.
Lorry tom? en su mano el zapato.
--Diga usted a este se?or qu? clase de zapato es, y el nombre del operario que lo hace.
Medi? una pausa m?s larga que las de ordinario antes que respondiera el zapatero.
--He olvidado la pregunta--dijo al fin.--?Qu? dec?a usted?
--Dije que tuviera usted la bondad de decir a este se?or qu? clase de zapato es ?ste.
--Es un zapato de se?ora... zapato de paseo, propio para se?orita. Es de moda, aunque la verdad es que nunca he visto la moda.
--?Y el nombre del zapatero?--pregunt? Defarge.
El desventurado puso los nudillos de la mano derecha en la palma de la izquierda, invirti? el orden, colocando los nudillos de ?sta en la palma de la primera, a continuaci?n se pas? las dos por la barba y despu?s por la frente. La obra de arrancarle de la abstracci?n en que quedaba sumido siempre a ra?z de haber hablado no ced?a en importancia y dificultad a la de volver a la vida a una persona desmayada o la de infiltrar un poco de vida artificial en un cuerpo casi muerto del que se espera obtener alguna revelaci?n.
--?Pregunt? usted mi nombre?
--En efecto, eso pregunt?.
--Ciento Cinco, Torre del Norte.
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