Read Ebook: Estampas de viaje: España en los días de la guerra by Urbina Luis G Luis Gonzaga
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Subtitle: Espa?a en los d?as de la guerra
ESTAMPAS DE VIAJE
ESPA?A EN LOS DIAS DE LA GUERRA
LUIS G. URBINA
ESTAMPAS DE VIAJE
ESPA?A EN LOS DIAS DE LA GUERRA
Creer-Crear.
BIBLIOTECA ARIEL
EDITADA POR LA REVISTA HISPANO-AMERICANA
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Es propiedad de la BIBLIOTECA ARIEL
INTRODUCCION
LUIS G. URBINA.
Madrid, diciembre de 1919.
ENTRE DOS BAH?AS
El contraste no pudo ser m?s sugestivo. Al partir de la Habana, durante un vivo y c?lido atardecer, el mar de seda de la bah?a mezclaba a su azul, bru?ido por la luz del crep?sculo, s?bitos y variados matices. Se mec?a una onda, y en su seno encend?ase, por un instante, un gui?apo de escarlata deste?ida. Ven?a brincando una ola de curvas elegantes, y su vidrioso contorno empenach?base de espuma sonrosada. Alrededor de los remolcadores temblaba una franja de cambiantes. Las barcas, al pasar, dejaban en la corriente una larga raya de colores, como si fueran soltando serpentinas en la corriente.
Hoy, cuatro d?as m?s tarde, desde la cubierta del veterano buque espa?ol, veo un cuadro distinto del tropical, de aquel que retengo en la memoria como el recuerdo de una cari?osa despedida. El fr?o es intenso, y los pasajeros, enfundados en sendos abrigos, al hablar, echan por la boca nubecillas de vapor plomizo. El mar est? sucio y pesado el oleaje. La niebla, que desde ayer emboza los horizontes, se acerca m?s y se hace m?s densa. De ella sale, como si la atravesara con esfuerzo, un reflejo gris que melancoliza el ambiente. Una lluvia menuda cae sobre las aguas, y las enturbia al encarrujarlas en peque??simos rizos. Es una hora indecisa que no atinar?amos a definir si, recurriendo a las muestras de los relojes, no vi?semos que se?alan las diez y que, tras de una noche azul, nos encontramos a la mitad de la ma?ana nublada. El buque est? frente a Nueva York. Todos los pasajeros, de bruces sobre las barandillas, quieren ver lo que se dibuja en aquellos telones de h?meda y maculada blancura. Alg?n viajero <
--?Qu? es eso?--pregunto a un compa?ero que cerca de m? sonr?e, como saludando a un conocido.
--Son los <
Entonces, recuerdo los almanaques, los anuncios, los avisos murales, la inundaci?n de pinturas, grabados, estampas que he visto durante mi vida por todas partes, en libros, en oficinas, en tiendas. Me divierto retocando, precisando, abriendo vanos, componiendo remates, labrando piedras, extendiendo colores, en una tarea imaginativa, en la cual colabora, confusamente, la memoria.
Y por asociaci?n, por semejanza, frente a aquel diorama de vidrio ahumado, me acuerdo de las ilustraciones en que la pluma de Hugo sol?a entretenerse, al margen de las cuartillas manuscritas, mientras el potente cerebro repujaba alguna imagen estupenda. Cu?ntase que, a veces, en la nerviosidad con que la mano saltaba del tintero al papel, ca?a en la garrapateada p?gina una gota de tinta. El poeta, en un mani?tico <
Algo de esa vaga exuberancia pose?a, para m?, el espect?culo de la bah?a neoyorquina. A trav?s del encaje lev?simo de la lluvia, la ciudad nebulosa, se me aparec?a, en lo remoto, como un friso de cielo invernal en el ?ltimo momento de un ocaso sin sol. Mi curiosidad se entremezclaba de melancol?a. Mi esp?ritu encontraba un ambiente propicio para su desfallecimiento.
Miraba yo, miraba, en una difusi?n de ideas, que reproduc?a en mi interior las nebulosidades del d?a. Y de pronto, en el borrado y ?ltimo t?rmino, en una semiclaridad amarillenta que parec?a brotar de abajo, como una humareda luminosa, fu? dibuj?ndose, m?s precisa cuanto m?s la miraba yo, una masa de sombra compacta que poco a poco dise?? en el fondo su contorno, con la habilidad de esos artistas callejeros que, recortando con tijeras papel negro, hacen retratos en siluetas, que pegan despu?s sobre un naipe cualquiera. Y vi: las sobrias molduras de un pedestal basto; la l?nea culebreante de una veste griega; los trazos paralelos de un brazo en alto que remataba en un flor?n obscuro que rememoraba una antorcha; la curva cerrada de una cabeza que diademaban largas p?as tenebrosas. Era una estatua, la colosal estatua de Bertoldi, erguida sobre las aguas incoloras, en la tristeza de una inmensidad de claro-obscuro.--La <
All? la vi en una hora de misterio, de bruma, de fr?a y rara vaguedad. Se dir?a que, como un nubarr?n, estaba pr?xima a deshacerse al soplo de una cercana tormenta. Se dir?a que, dentro de su obscuridad, se acurrucaba el rayo insomne. Era un guardi?n de tiniebla, vigilando una ciudad de sombra.
Y mientras lleg?bamos al muelle, me puse a tejer con neblina, perplejidad y sue?o, un s?mbolo prof?tico y pavoroso.
EL DELIRIO DE <
Llegamos al sucio muelle, y entre ruido de cadenas, golpes de tabla, gritos de primitivo y batahola de mariner?a, nos preparamos a descansar un poco de las mon?tonas cien horas de mar en calma.
Es domingo. Estoy en la orilla de la ciudad estupenda, descrita, admirada, cantada, glorificada, analizada por una legi?n de fil?sofos, de artistas, de poetas, de pensadores, de curiosos. A m?, que s?lo veo desde el buque una fila de casas, muy altas, acribilladas de ventanas en hilera, me produce la impresi?n de que me hallo junto a una urbe extra?a, monstruosa y vac?a. De fuera no viene ning?n rumor. No percibo un movimiento. Nadie asoma por las inn?meras ventanas. No se oye el eco de unos pasos. De un lado, los edificios est?n mudos; del otro, las lejanias, veladas. Arriba, la nublaz?n, inm?vil; abajo, la corriente, silenciosa. ?nicamente las gentes del barco trajinan. Los pasajeros que no han salido, duermen. Cae la tarde, a tel?n lento, sin esfuerzo, simplemente, sin pugilatos de luz y sombra, porque, de antemano, lo gris es ya uno de los matices de lo negro; es la tiniebla empalidecida.
Y en ella comienzan a clavarse las chispas el?ctricas del alumbrado. Por detr?s de los formidables muros de las construcciones fronteras al muelle, sube un vaho de claridad blanquecina, como polvo de luna. Es la iluminaci?n de Nueva York. Dejo pasar dos horas, tres; me aburro sobre cubierta. Y, aunque me dicen que nada hay que ver en un domingo de poblaci?n yanqui, me aventuro a pasear mi fastidio, siquiera sea por la parte baja de la ciudad. Salgo de la embarcaci?n como un ratoncillo sale de su escondite, atisbando hacia todos lados. La calle del muelle, obstruida en una acera por montones de cajas y barriles, est? desierta por la otra, y presenta cerradas las puertecillas con escalones de piedra, cerca de los barandales que se?alan los s?tanos. Veo un extenso cuadro sim?trico y uniforme:--la simetr?a es quiz?s una caracter?stica de la est?tica de este pueblo--. Casas semejantes; casas iguales; no var?an, a primera vista, m?s que los r?tulos y sus leyendas en oro, en carm?n, en azul. De trecho en trecho, los faroles p?blicos colocan su nota ocre en la pesada penumbra. A lo lejos, el puente de Brooklyn raya el aire con su formidable dibujo geom?trico. Camino unos pasos, y una plaquilla de hierro en la punta de un poste, en el ?ngulo de una amplia v?a, me se?ala una ruta: <
?Ah! La arteria financiera; como si dij?ramos: la aorta. Me encuentro en el coraz?n comercial.
Ahora, esta v?a est? solitaria como la calzada de un cementerio. Por muy corto tiempo ha desaparecido la agitaci?n. Las cosas est?n en reposo; pero se nota que esperan la vuelta del torbellino humano. La arteria queda exang?e por unos cuantos momentos. Yo marcho por el embaldosado y soy el ?nico s?r con animaci?n en esa profunda y agresiva soledad. Mi vieja murria se mezcla de curiosidad infantil. H?me aqu? al pie de una estatua, de proporciones extraordinarias, que corta en dos mitades la escalinata de un templo corintio. A la media luz de la calle, reconozco la figura: es W?shington. Y recurro a mi memoria para percatarme de que dentro del templo corintio est? encerrada una buena parte del tesoro del Estado. Un W?shington de granito, inquebrantable como el de carne, cuida la suma fabulosa, el oro, el papel moneda, lo que yo no puedo saber en mi breve escapatoria de colegial aventurero.
--Haces bien, W?shington--le digo a la estatua--, cuida del tesoro monetario. ?Ojal? que dentro del arca de sillares labrados, a cuyo frente est?s, guardara tu pueblo otros tesoros espirituales que tal vez ande malgastando por el mundo!
Y sucedi? que, sugerido por mis propias meditaciones, movi?ndome dentro del fondo de Rembrandt, de <
Pero su paso, inseguro y lento, le imped?a alcanzar a la muchedumbre numeros?sima, a el ej?rcito obscuro que, apeloton?ndose por millares, corr?a delante de ?l. Shylock hacia est?riles esfuerzos por llegar. ?Imposible! La carrera loca de la multitud era fant?sticamente r?pida. Tambi?n a m? me estaba pasando una cosa imprevista. Yo volaba tras el jud?o y sus perseguidos, tal como suelo volar durante el sue?o. Comprend? que Hermes me hab?a prestado sus alas. Y ya no me importaba la altura sombr?a de las casas de Nueva York. Era agradable mi ingravidez. Todos vol?bamos en un v?rtigo jadeante. Abajo, en la llanura humana, se agitaban los brazos como espigas negras en el t?rmino de la noche.
Y, de repente, a la espalda del gigantesco ?ngulo ojival--invertido embudo de tinta china--de la iglesia de <
S?; un sol nuevo, reci?n fundido acabado de troquelar, porque el astro, gloria del cielo, era nada menos que una ?urea y gran moneda de veinte d?lares... Y empez? a encender el d?a...
En el <
UN MINUTO DE NUEVA YORK
Conoc? en mi tierra a un literato rico, s?r extraordinario, no porque su riqueza fuese grande como la de un nabab, ni porque su literatura alcanzara las proporciones de un genio, sino porque, adem?s de juntar en una pieza sola el cultivo de las letras y la abundancia del dinero--caso rar?simo en el ambiente novo-hispano--, ten?a el hombre tales man?as y extravagancias, que te?rica y pr?cticamente se diferenciaba por completo del tipo com?n de los mortales. Ejercitaba su talento y sabidur?a en la critica, y si sus doctrinas chocaban al buen sentido, por lo estrafalarias, no le iban a la zaga sus costumbres, por lo inusitadas y exc?ntricas. No era el suyo prurito de aparecer original, ni fingida locura para llamar la atenci?n de los c?ndidos; era un real y positivo desequilibrio, un org?nico defecto espiritual que le retorc?a los conceptos y le daba en oblicuo, casi siempre, la visi?n de la vida.
Y entre las man?as que lo caracterizaban, una de las m?s interesantes y divertidas, sin duda, era la de ajustar su existencia a un riguroso m?todo, inventado por ?l, y para ?l, dizque modificando las supuestas leyes de la higiene, ciencia de la cual hablaba pestes el acaudalado hombre de letras, quien, por otra parte, era buen cristiano, excelente jefe de familia y cumplido caballero.
Recuerdo--y lo cuento aqu? para ejemplificar una impresi?n--que fu? a verle a su casa una ma?ana con el fin de averiguar algo que yo necesitaba saber sobre asuntos bibliogr?ficos, porque--tambi?n hay que decirlo--era mi amigo un erudito, y no a la violeta como los satirizados por el neocl?sico espa?ol.
Hall? al literato en su biblioteca, garrapateando cuartillas sobre su mesa de trabajo, que m?s bien parec?a, por lo cargada que estaba de libros y papeles polvorientos, una mesa revuelta. Interrumpi? su labor, y nos pusimos a charlar. As? fueron resbalando las horas, hasta que lleg? para ?l la de comer. Y digo para ?l, porque a las once y media en punto no hab?a poder humano que evitase el que un viejo criado tendiese, sobre la propia mesa de trabajo, un fino mantel y pusiese all? los utensilios indispensables para el servicio del almuerzo. El cual daba principio de una manera imprevista por todo aquel que no estuviese en el secreto del ceremonial estramb?tico. Primero, el literato, abstra?do por completo de cuanto le rodeaba, extra?a de uno de los bolsillos del chaleco un grueso reloj de oro, de dos tapas, que, previamente abierto, colocaba junto al plato vac?o, sin apartar los ojos de la muestra, como hac?an anta?o los m?dicos que tomaban el pulso a los enfermos. Hecho esto, el criado, que de antemano hab?ase preparado, presentaba a su amo la fuente de la sopa. Serv?ase ?ste y comenzaba a engullir, llev?ndose a tientas la cuchara a la boca, puesto que las miradas las ten?a clavadas, como un hipnotizado, en el minutero.
--Dos minutos de sopa--dec?a despu?s le un rato--; basta.
Sin interrupci?n alguna, iba el sirviente present?ndole los manjares:
--Un minuto de pescado... Tres de carne... Cuatro de legumbre... Medio de dulce. Otro medio de fruta y, sin discrepancia, seis segundos de caf?. Un instante para limpiarse los labios con la servilleta, otro para mojarse los dedos en agua rosada puesta en taz?n de cristal, y en un abrir y cerrar de ojos, el mozo levantaba el campo. Total: once minutos y dos segundos, contados con exactitud matem?tica, para cumplir con una de las indispensables necesidades impuestas por la Naturaleza a todo viviente.
Este modo de comer de mi amigo me viene a la memoria al anotar mis impresiones de Nueva York. Yo tambi?n me nutr?, es decir, quise nutrirme, en esta monstruosa yanquipolis, como el literato extravagante:
--Dos d?as de Nueva York, que es lo mismo que: una hora de Nueva York, y hasta que: un minuto de Nueva York. Eso he cre?do estar: cuarenta y ocho horas, que son un minuto, quiz? menos, para ver una de las m?s prodigiosas ciudades de la civilizaci?n moderna.
He contado ya c?mo llegu? en un domingo nebuloso, y la extra?eza que me produjo el enorme silencio de Wall Street, en mi nocturna y t?mida excursi?n.
El contraste del siguiente d?a fu? perturbador. Asist?, con infantil curiosidad, al despertar de la urbe americana. Vi, primero, en los muelles, los grandes carromatos tirados por caballos gigantescos y pesados: diez, cien, mil, que rodaban, crujiendo, por la calzada de adoquines de piedra. Por el embanquetado frontero, pululaban faquines, obreros, marineros, en traje azul, o desarrapados; obscuros unos, de negrura de ?bano; otros de un rubio, sucio, como pelambre de animal. No iban de prisa, y se dir?a que vagaban al acaso, como si no tuvieran ocupaci?n. Por entre ellos se deslizaban tipos de cinemat?grafo, seres de vicio y de miseria, de rostro abotagado, bomb?n cubierto de polvo, flux mugriento, zapatos de largas caminatas, de correr?as nocturnas. Todas estas gentes entraban y sal?an de los <
Y en aquel ruido compuesto de la suma de todos los ruidos posibles--el de la gente que anda, el de las voces que gritan, el del elevado que cruza sonando hierro, el de las sirenas de los autos--, en aquel ruido excitante que me perturba m?s y me causa m?s pavor que el silencio de la noche dominguera, me asalta, con mayor rudeza todav?a, una sensaci?n de calor. A la herida profunda uno de mis sentidos se une el asombro culminante de otro. Lo que acabo de ver me distrae un poco de lo que estoy oyendo. Y lo que veo es un gallardete muy grande, que desde la altura de un quinto o sexto piso, cuelga en medio de la calle, suspendido de un cordel que va de fachada a fachada. Conforme voy marchando, sigo con la vista las paralelas de piedra de la avenida y distingo, de trecho en trecho, los mismos gallardetes que ondean con leve y pesado balanceo. Todos tienen los colores de la bandera americana. Y esos son: llamativas y amplificadas banderas que, colgantes en medio de la calle, parecer?a que est?n ansiosas de dejar caer del lienzo blanco las barras rojas, para que se clavasen, como picas, en el pavimento y detuviesen as? la indiferente batahola fenicia que anda por abajo persiguiendo un prop?sito material y concreto.
?Ah!, porque cada bandera tiene su leyenda que habla al ciudadano de patria: que le invita a defenderle; que le pide su contingente; que le exige una preparaci?n. Las banderas tienen una voz heroica; forman un coro b?lico, indican al pueblo que est? quiz? pr?xima la hora de la guerra.
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