Read Ebook: Estampas de viaje: España en los días de la guerra by Urbina Luis G Luis Gonzaga
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Ebook has 532 lines and 43307 words, and 11 pages
?Ah!, porque cada bandera tiene su leyenda que habla al ciudadano de patria: que le invita a defenderle; que le pide su contingente; que le exige una preparaci?n. Las banderas tienen una voz heroica; forman un coro b?lico, indican al pueblo que est? quiz? pr?xima la hora de la guerra.
Y las banderas est?n ayudadas por carteles, por avisos, por <
Yo noto, sin embargo, que ninguno levanta la cara. Y me imagino que la manifestaci?n resultar? grandiosa, con todo lo que aqu? se realiza; pero entusiasta, vibrante, conmovedora, tal vez no ser?.
En mi neoyorkino minuto, volando en el carro del elevado, escurri?ndome como por corriente profunda, por las perforaciones subterr?neas; paseando, al caer de la tarde, por la <
--Eso es lo que piensas, no lo que ves, quiz?. Vuelcas sobre la realidad tu mundo interior, y ajustas tus observaciones a tu prejuicio. ?Qu? sabes t? lo que hay detr?s de cada uno de estos alt?simos muros, sim?trica y multiplicadamente agujereados, donde los grandes y los peque?os intereses rumian proyectos financieros? Este es un pa?s de fuerza y de audacia: dos fundamentales elementos de la guerra. El nervio, que seg?n la frase napole?nica es el oro, lo poseen. Su ambici?n es del tama?o de la ciudad. La idea que tienen de s? mismos es m?s elevada que el m?s empinado de sus edificios. La americanizaci?n del mundo necesita, tal vez, del esfuerzo heroico...
--Es verdad--replico--; pero alguna vez pienso que este gran pueblo no ha definido ni caracterizado todav?a su esp?ritu nacional. No ha cristalizado su ideal. No lo ha unimismado en aspiraciones peculiares, en una f?rmula suprema. Hay, es cierto, altivez y orgullo en este pueblo; pero a esa fanfarroner?a le falta penacho. Y luego, el hibridismo acomodaticio de estas gentes que han venido de los ocho puntos de la estrella a medrar, trayendo el desarrollo inusitado de sus energ?as, que, in?tiles o improductivas, encuentran aqu? un ambiente de aventura que las estimula sin cesar; la masa inmensa de aglomerado social que se ha adherido a la base ?tnica de estas colonias sajonas, y que s?lo muy lentamente va perdiendo el recuerdo de la patria abandonada y el contacto moral de las distintas y originarias colectividades de que proviene; toda esta sociedad, que es una poderosa naci?n, la m?s fuerte acaso, con fuerza de juventud desarrollada en la gimnasia de la voluntad, no me parece a?n una gran patria como esas que cruzan por la historia ensangrentadas y divinas, y que van al sacrificio gritando la fiera palabra de la raza...
--?Bah!, lirismos tuyos. Esta naci?n ir? tambi?n cuando le llegue su momento. Ahora est? remisa y como amodorrada de ego?smo. R?e, como un acaudalado burgu?s, en la sobremesa del banquete casero. Los negocios marchan; los c?lculos han resultado exactos; las ganancias se multiplican. El banquero sonr?e, entre un sorbo de champa?a y una fumada de tabaco. Mas como eso no es la vida entera, la energ?a social habr? de buscar en lo futuro, y obligada por las contingencias, orientaciones nuevas.
--?La guerra? Nueva York no quiere la guerra; yo lo veo, lo cual no quiere decir que los habitantes tengan sus simpat?as y partidos. Ah? est? la prensa que lo confirma...
--Pero Nueva York no es toda la Uni?n; es la ciudad cosmopolita y ego?sta, que ha metodizado el trabajo con el fin de sacarle producto en beneficio del goce: acapara y derrocha; acumula y dilapida; es laboriosa y fastuosa; cruel y fascinante...
--Est? bien; pero, mira: nadie levanta la cabeza para ver las banderas. Nadie se fija en los anuncios de la manifestaci?n en pro del militarismo.
--No importa. La preparaci?n ser? posiblemente dif?cil y lenta; pero yo creo que se llegar?; se llegar?...
El autom?vil nos llevaba por el extenso paseo de la ribera oeste, lleno de ?rboles, de estatuas y de monumentos, de palacios y de ni?os. La Nueva York infantil estaba all?, corriendo a vuelos de mariposa, gritando a trinos de p?jaro, revolc?ndose en la alfombra de los pastos. Es el lado aristocr?tico y fino de la ciudad. All? se extinguen los ruidos de hierro y la ensordecedora algarab?a. Ni un tranv?a. Lujosos trenes; m?quinas de vuelo silencioso. Ca?a el sol. Las aguas del Hudson al alcance de la mano, ten?an un color de violeta iluminoso.
Y flotando en ellas, cerca de la orilla, envueltos en una fant?stica y transparente neblina azul, vi tres enormes acorazados. Daban el aspecto de cet?ceos blancos adormecidos sobre las ondas.
Ya las casas que yo miraba ten?an esbeltez. Ya los monumentos hab?an recobrado linea, proporci?n y eficacia. Ya imperaba la belleza sobre la monstruosidad. Ya no hab?a nada <
Y entonces, el sitio, la hora, el paisaje, la ponderaci?n arquitect?nica, me devolvieron el sentido de m? mismo. Y tuve una instant?nea noci?n de convencimiento; de presentimiento, mejor dicho.
He aqu?, me dije, dos fuerzas salvadoras: ni?os y acorazados. Y me lanc? al ensue?o de una humanidad nueva.
As? pas?, en la claridad de un rel?mpago, mi ef?mero minuto de Nueva York.
EL PELIGRO DE LOS MONITORES Y LAS NOTICIAS DE A BORDO
A la altura de los bancos de Terranova nos sorprende, por unas horas de la tarde, la niebla. El buque, cabeceando y crujiendo sobre la corriente tumultuosa, va como dentro de una nube cargada de lluvia. Todas las cosas han tomado un color plomizo: las toldillas, la vela, las jarcias, el casco. Cuanto veo parece falto de relieve y matiz; est? en claro-obscuro. Me causa el efecto de un dibujo al l?piz. Muy pocos pasajeros se han atrevido a quedarse sobre cubierta, y esos, entrapajados y mudos, no caminan; se han apoltronado en bancas y sillas, y, por largo tiempo, como si temiesen moverse, conservan sus encogidas posturas. Algunas se?oras, con el velo enredado a la cabeza y las manos metidas en los bolsillos de los abrigos, han formado corro sedente alrededor de un locuaz cincuent?n que charla en voz alta. Varios caballeros de gorra encasquetada y enguantadas manos han formado tambi?n tertulia, y prolongan un parsimonioso palique. Con las capuchas del h?bito, echadas sobre los cerquillos, tres frailes franciscanos, arrellanados en una banca, parecen dormitar. El tiempo corre con lentitud y monoton?a. Dos marineros, para evitarnos las molestias del aire h?medo y fr?o, empiezan a echar la cortina de lona sobre la barandilla de cubierta. Son las cinco. Acaban de sonar los campanillazos anunciadores de la primera mesa. Se oyen carreras, voces y risas de chiquitines, que se apresuran, desde los pasillos interiores, a llegar hasta el comedor.
Mientras, la niebla va amarille?ndose como si cambiara su plomo ennegrecido en oro p?lido. La luz del sol comienza a diafanizar la nube. Y, de repente, all?, ?brese un boquete por donde salta un chorro de claridad tibia. Y r?pidamente la niebla queda deshecha en un fino y rubio vaho que, en torno del buque, se aleja hacia los horizontes. El mar, hace un instante negro y pesado, vuelve a mecerse en lentas olas de cristalino y obscuro azul. Nadie, sin embargo, se preocupa de todos estos peque?os incidentes del color y de la forma. Noto que el mar, en una larga traves?a, produce aburrimiento en los viajeros. Al salir el buque del puerto, se ve el agua con admiraci?n y simpat?a; d?as m?s tarde con indiferencia; y ya en plena alta mar, cuando nos asalta el vago concepto de infinito, se ve con cierta secreta e inconfesada repugnancia, mezcla de hast?o y rencor.
Anh?lase ver tierra, y, ya se distinga alguna vez, remot?sima, o ya la finja un celaje lejano, hay, en el pasaje, una emoci?n que se revela en sonrisas y miradas alegres. Y si tierra no, al menos otro buque, otra embarcaci?n que rompa la, para el mont?n, insufrible igualdad del <
Y, no obstante esta frivolidad, este deseo de matar y olvidar el tiempo, se adivina en todos que s? existe una preocupaci?n... dos, que no son, por cierto, est?ticas ni filos?ficas; nos preocupamos, como es natural, de nosotros, primero; en seguida, de los dem?s.
Desde Nueva York nos dimos cuenta de que el buque cargaba materiales de guerra. El muelle de la Trasatl?ntica Espa?ola estaba repleto de cajas que, seg?n se dijo, conten?an municiones y armas. Noche y d?a funcionaban las gr?as para meter, en las bodegas devoradoras, aquel peligroso cargamento.
No dejaba de alarmar a los timoratos esta circunstancia. Los razonables pensaban que, si una naci?n, hasta ahora neutral, como Espa?a, necesita transportar pertrechos para sus soldados, no pod?a ni deb?a temerse un atropello de la vigilancia mar?tima de las naciones beligerantes. Todo ello estar?a, de fijo, bien arreglado, para no exponernos a tr?gicos percances. Pero como es invencible el temor a lo imprevisto, y las diarias noticias acerca de hundimiento de barcos no son nada halagadoras, y la fantas?a, adem?s, hace novelas en colaboraci?n con el miedo, hab?a en el ambiente del trasatl?ntico una difusa sensaci?n de malestar que se atemperaba con la idea general e imprecisa de lo irremediable. Ibamos, como dijo el cl?sico, <
El capit?n, fuerte y rudo viejo, habituado al peligro y a la franqueza, sonri? con cierto ir?nico desprecio, y contest? con esta groser?a, que atenuaba la burla:
--?No sea usted tonto!...
Hasta el t?rmino del viaje, ninguno se atrevi? ya a interrogarle de nuevo sobre el asunto.
La preocupaci?n para los dem?s se manifestaba colectivamente en la noche, despu?s de la comida, cuando la cubierta era como la calzada de un paseo por la que iban y ven?an, en ejercicio higi?nico, los pasajeros. Con frecuencia en esta conversaci?n, y en esotra, y en aqu?lla, se deslizaba el tema universal: la guerra. Hab?a aliad?filos y german?filos, como es de rigor. Y unos y otros discut?an y defend?an sus preferencias. Pero en un buque, que obliga al hombre por alg?n tiempo a una forzada comunidad de juicio, las opiniones se expresan con menos violencia, se sostienen con m?s prudente br?o. Los m?s exaltados refrenan sus ?mpetus y fingen una moderaci?n verdaderamente ejemplar. De modo es que aquel combate de opiniones contrarias, no se encend?a en disputa brav?a como en tierra sucede, sino que era el caballeresco asalto a florete, con peto y careta, en una sala de armas.
Mas por la noche, a la entrada del sal?n, un marinero clavaba la tabla de noticias. Los polluelos que andan sueltos por el corral, acuden con prisa menor al llamado de la gallina madre que ha encontrado unos granitos de arroz y se los picotea, que la que mostraba los dos pasajes, el de primera y el de segunda, por acercarse a leer el pliego de los marconigramas. Apeloton?banse las gentes, y su avidez era tan ansiosa como la de los callejeros muchachos que rodean a los padrinos despu?s de un bautizo a la salida de la parroquia. Los que no alcanzaban los primeros lugares, content?banse con preguntar a los que pod?an leer de cerca:
--?Qu? hay?
Nada hab?a, casi nada: incidentes estrat?gicos en Verdun; alg?n peque?o barco echado a pique; ataques parciales en el frente italiano; movimientos rusos sin importancia.
Era la desilusi?n de cada veinticuatro horas. Se deseaba, en aquella existencia aburridora de la traves?a, sentir un choque brutal, una honda conmoci?n que sacudiese el esp?ritu. Y en aquel grupo de fastidiados se comprend?a, de modo concreto y preciso, el deseo creciente de que concluya cuanto antes esta horrible angustia que parece interminable y que se ha vuelto desesperante. A veces se le?an, en alta voz, las noticias redactadas muy lac?nicamente, y vertidas del ingl?s, en un castellano indescifrable como una inscripci?n cuneiforme. Y despu?s de la lectura y el comentario, quedaban la inquietud, la tristeza, que--a un rel?mpago de pasi?n, que pasaba, de repente, por la conciencia--transform?base en fe por la causa, en seguridad de triunfo, en exposici?n de razonamientos, en proyectos de proposiciones pacifistas, en cuento y recuento de ej?rcitos, en fabuloso c?lculo de gastos, en nimios e infantiles juegos de imaginaci?n, que, como las espirales hechas con el humo de un pitillo, se deshacen en el aire, apenas esbozados.
El laconismo de las noticias parece traer aparejado otro elemento: la atenuaci?n. Son breves, y, al mismo tiempo, suaves. Despojadas en la forma period?stica, sin <
--?Est? ah? el primer <
--No.
--Pues el segundo...
--?Qu? desean ustedes?
Y da principio la conquista de la verdad. Circunloquios, sugestiones, ruegos para saber cu?l es la noticia cierta o entera. Porque las de la tabla estar?n mutiladas o alteradas, ?qui?n lo ignora?
El segundo <
--?Bah, hombre! Esas son las que recibimos. No hay otras. No se figure que las estoy inventando.
Los que no conformes, se retiran; protestan entre dientes, y luego se desbandan para seguir el paseo de la digesti?n.
Entretanto, la noche ha cerrado. El mar tiene una inquietud amenazadora. El buque se balancea r?tmicamente. Brillan por todas partes, en las aguas, estr?as luminosas. Algunas blancas estrellas parpadean en el horizonte, como ojos cansados. Hace fr?o y tristeza.
En el sal?n canta, al piano, una tiple de zarzuela que va content?sima de regresar a Espa?a:
Canta vagabundo tus pesares por el mundo, que tu canci?n quiz? el aire llevar?...
Sentados en una banca, los frailes franciscanos han abierto sendos breviarios, y a la luz de un farol de la toldilla, calladamente leen...
C?DIZ
A las siete de la ma?ana est?bamos frente a C?diz. El mar, azul y rosa, sin una arruga; terso y brillante, como de vidrio. Sobre ?l, en segundo t?rmino, la vieja ciudad, mont?n de caser?os blancos extendidos en una faja que moteaban las manchas verdes de los jardines.
El sol espolvoreaba su polvillo radioso por encima de aquella blancura. La hermosura de la bah?a nos emocionaba menos que la presencia de la tierra cercana. En el anterior anochecer hab?amos visto fulgurar en lontananza, como un astro a ras de las aguas, el faro del Cabo de San Vicente; y por mucho tiempo clavamos ojos y pensamiento en el punto f?lgido que nos hac?a gui?os de lumbre.
--Aqu? est? ya la tierra--nos dec?a--: pronto volver?s a verla.
Y, en efecto, el faro cumpli? su promesa; poco despu?s de amanecer, C?diz estaba all?. Atrac? el buque en el muelle. Echaron los marineros la escala, descendimos, y con regocijo alborotador, semejante al de los muchachos que salen de la escuela, en varios grupos, los pasajeros ech?ronse a caminar, los m?s sin rumbo ni prop?sito, y los que deb?an quedarse all?, por ser el t?rmino del viaje, a buscar asilo y reposo.
En terreno plano, las angostas y torcidas callejas de C?diz impresionan por su aspecto limpio y sencillo. Las fachadas, de altos muros, empenumbran las v?as estrechas; pero como domina el color blanco, la pintura clara, hay, a pesar de la ligera penumbra, alegr?a en el ambiente. Por lo general, no hay balcones, sino miradores de cristales cerrados. Es raro ver asomada en ellos a una persona. Fig?rome que esta es una de las seculares costumbres, residuos, tal vez, del retraimiento oriental. Pero si no mujeres, flores s? suelen asomar por las casas; lindos tiestos de claveles que ponen su nota de rojo encendido en la apacible blancura de los muros. De cuando en cuando, plazas arboladas, por donde discurren, con provinciana lentitud, los vecinos; una anciana obesa, con la canasta al brazo; un sacerdote de capa y sotana, y peludo y acordonado sombrerillo; un joven de chaquetilla ce?ida y sombrero cordob?s; un se?or con figura de oficinista pobre; un muchacho de blusa larga que vocea peri?dicos.
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