Read Ebook: Novelas ejemplares y amorosas by Zayas Y Sotomayor Mar A De
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Ebook has 3944 lines and 256078 words, and 79 pages
Mal hayan de mis finezas Tan descubiertas verdades, Y mal haya quien llam? A las mujeres mudables.
Cuando de tus sinrazones Pudiera, Celio, quejarme, Quiere amor que no te olvide, Quiere amor que m?s te ame.
Desde que sale la aurora, Hasta que el sol va a ba?arse Al mar de las playas indias, Lloro firme y siento amante.
Vuelve a salir y me halla Repasando mis pesares, Sintiendo tus sinrazones, Llorando tus libertades.
Bien conozco que me canso, Sufriendo penas en balde; Que l?grimas en ausencia Cuestan mucho y poco valen.
Vine a estos montes huyendo De que ingrato me maltrates; Pero m?s firme te adoro, Que en m? es sustento el amarte.
De tu vista me libr?, Pero no pude librarme De un pensamiento enemigo, De una voluntad constante.
Quien vio cercado castillo, Quien vio combatida nave, Quien vio cautivo en Argel, Tal estoy, y sin mudarme.
Mas pues te eleg? por due?o, Matadme, penas, matadme; Pues por lo menos dir?n: Muri?, pero sin mudarse.
?Ay bien sentidos males! Poderosos ser?is para matarme, Mas no pod?is hacer Que amor se acabe.
Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quejas, que aunque el due?o de ellas no era el m?s diestro que hubiese o?do, casi le pes? de que acabase tan presto.
El gusto, el tiempo, el lugar y la monta?a le daban deseo de que pasara adelante, y si algo le consol? el no hacerlo, fue el pensar que estaba en parte que podr?a presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz hab?a dado aliento a los o?dos; pues cuando la causa fuera m?s humilde, o?r cantar en un monte era de no peque?o alivio para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia fiera.
En fin, Fabio, alentado m?s que antes, prosigui? su camino en descubrimiento del due?o de la voz que hab?a o?do, pareci?ndole no estar en tal parte sin causa, llev?ndole enternecido y lastimado a o?r quejas en tan ?spera parte. Notable piedad y generosa acci?n enternecerse de la pasi?n ajena.
Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado m?sico, que no hay quien sepa encarecerlo: y porque no se escondiese, iba con todo el silencio posible.
Siguiendo en fin por la margen de la cinta de cristal, buscando su hermoso nacimiento, pareci?ndole que ser?a el lugar que atesoraba la joya que a su parecer buscaba con alguna sospecha de lo mismo que era; y no se enga??, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte estaba, morada solo para la casta Diana o para alguna desesperada criatura, al cual hac?a por una parte espaldas una blanca pe?a, de donde sal?a un grueso pedazo de cristal, sabroso sustento de las flores, verdes romeros y graciosos tomillos, vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la primera de sus a?os, vestido sobre un calz?n pardo, una blanca y erizada piel de alg?n cordero, su zurr?n y cayado junto a s?, y con sus abarcas y montera.
Apenas le vio, cuando conoci? ser el due?o de los cantados versos, porque le pareci? estar suspenso y triste, llorando las pasiones que hab?a cantado.
Y si no le desenga?ara a Fabio la voz que hab?a o?do, creyera ser figura desconocida, hecha para adorno de la fuente: tan inm?vil le ten?an sus cuidados. Ten?a un nudo hecho de sus blancas manos, tales que pudieran dar envidia a la nieve, si ella de corrida no hubiera desamparado la monta?a. Si su rostro se la daba al sol, d?galo la poca ofensa que le hac?an sus rayos, pues no les hab?a concedido tomar posesi?n en su belleza, ni ejercer la comisi?n que tienen contra la hermosura.
Ten?a esparcidas por entre las olorosas yerbas una manada de ovejas, mas por dar motivo a su traje, que por el cuidado que mostraba tener con ellas, porque m?s eran causa de traerle perdido.
Era la suspensi?n del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan cerca, que pudo notar que las doradas flores del rostro descend?an al traje, porque a ser hombre ya deb?a dorar la boca el tierno velo; y para ser mujer era el lugar tan peligroso, que casi dud? lo mismo que ve?a; mas vi?ndose en parte, que casi el mismo enga?o le culpaba de poco atrevido, se lleg? m?s cerca, y le salud? con mucha cortes?a.
A la cual el embelesado zagal volvi? en s? con un ay tan lastimoso, que parec?a ser el ?ltimo de su vida; y como a?n no le hab?a la monta?a quitado la cortes?a, viendo a Fabio levantose, haci?ndosela con discretas caricias, pregunt?ndole de su venida por tal parte.
A lo cual Fabio, despu?s de agradecer sus corteses razones, satisfizo de esta suerte:
--Yo soy un caballero de Madrid, vine a negocios importantes a Barcelona, y como les di fin, y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en ejecuci?n hasta ver el milagroso templo de Monserrate. Visit? devoto, y quise piadoso ver las ermitas que hay en esta monta?a. Y estando descansando entre esos olorosos tomillos, o? tu lastimosa voz, que me suspendi? el susto y anim? el deseo por ver el due?o de tan bien sentidas quejas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras mal pagado; y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje, porque ni viene el rostro con el vestido, ni las palabras con lo que procuras dar a entender, te he buscado, y hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad pasas de muchacho, y en las pocas se?ales de tu barba no muestras ser hombre; por lo cual te quiero pedir en cortes?a me saques de esta duda, asegur?ndote primero que si soy parte para tu remedio, no lo dejes por imposibles que le estorben, ni me env?es desconsolado, que sentir? mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje, y no saber la causa de su destierro, y asimismo no procurarle remedio.
Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dejando de cuando en cuando caer unas cansadas perlas, que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como lo vio callar, y que aguardaba respuesta, le dijo:
--No debe querer el cielo, se?or caballero, que mis pasiones est?n ocultas, o porque haya quien me las ayude a padecer, o porque se debe de acercar el fin de mi cansada vida, y pretende que queden por ejemplo y escarmiento a las gentes; pues cuando cre? que solo Dios y estas pe?as me escuchaban, te gui? a ti, llevado de tu devoci?n, a esta parte, para que oyeses mis l?stimas y pasiones, que son tantas y venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te har? m?s favor en callarlas que en decirlas, por no darte que sentir; dem?s de que es tan larga mi historia, que perder?s tiempo si te quedas a escucharla.
--Antes --replic? Fabio-- me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si me pensase quedar hecho salvaje a morar entre estas pe?as, mientras estuviere en ellas no he de dejarte hasta que me la digas, y te saque, si puedo, de esa vida, que s? podr?, a lo que en ti miro; pues a quien tiene tanta discreci?n no ser? dificultoso persuadirle que escoja m?s descansada y menos peligrosa vida, pues no la tienes segura respecto de las fieras que por aqu? se cr?an y de los bandoleros que en esta monta?a hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de creer es que no estimaran tu persona con el respeto que yo la estimo.
--Pues si es as? --dijo el mozo--, si?ntate, se?or, y oye lo que hasta ahora no ha sabido nadie de m?, y estima el fiar de tu discreci?n y entendimiento cosas tan prodigiosas, y no sucedidas sino a quien naci? para extremo de desventura, que no hago poco sin conocerte, supuesto que de saber qui?n soy corre peligro la opini?n de muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos; pues es fuerza que por vengarse me la quiten.
Agradeci? Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus secretos, y asegur?ndole, despu?s de haberle dicho su nombre, de su peligro, y sent?ndose juntos cerca de la fuente, empez? el hermoso zagal su historia de esta suerte.
--Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se enga?aron tus ojos en mi conocimiento; mi patria Baeza, noble ciudad de la Andaluc?a, mis padres nobles, y mi hacienda bastante a sustentar la opini?n de su nobleza.
Nacimos en casa de mi padre un hermano y yo, ?l para tristeza suya, y yo para su deshonra; tal es la flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar a nuestro valor nada, porque tenemos ojos que a nacer ciegos menos sucesos hubiera visto el mundo, que al fin vivi?ramos seguras de enga?os.
Falt? mi madre al mejor tiempo, que no fue peque?a falta, pues su compa??a, gobierno y vigilancia fuera m?s importante a mi honestidad que no los descuidos de mi padre, que no le tuvo en mirar por m? y darme estado : quer?a el m?o a mi hermano tern?simamente, y esto era solo su desvelo, sin que se le diese yo en cosa ninguna: no s? qu? era su pensamiento, pues hab?a hacienda bastante para todo lo que quisiera emprender.
Diez y seis a?os ten?a yo cuando una noche, estando durmiendo, so?aba que iba por un bosque amen?simo, en cuya espesura hall? un hombre tan gal?n que me pareci? no haberlo visto en mi vida tal; tra?a cubierto el rostro con el cabo de un ferreruelo leonado, con pasamanos y alamares de plata.
Pareme a mirarle, agradada del talle y deseosa de ver si el rostro conformaba con ?l: con airoso atrevimiento llegu? a quitarle el rebozo, y apenas lo hice cuando, sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el coraz?n que me oblig? el dolor a dar voces, a las cuales acudieron mis criadas y despert?ndome del pesado sue?o me hall? sin la vida del que me hizo tal agravio, la m?s apasionada que puedas pensar, porque su retrato se qued? estampado en mi memoria de suerte que en largo tiempo no se apart? de ella.
Deseaba yo, noble Fabio, hallar para due?o un hombre de su talle y gallard?a, y tra?ame tan fuera de m? esta imaginaci?n que le pintaba en ella, y despu?s razonaba con ?l, de suerte que a pocos lances me hall? enamorada sin saber de qui?n; y me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que vi.
Perd? con estos pensamientos el sue?o y la comida, y tras esto el color de mi rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve, tanto que casi todos reparaban en mi mudanza. ?Qui?n vio, Fabio, amar a una sombra? Pues aunque se cuenta de muchos que han amado cosas incre?bles y monstruosas, por lo menos ten?an forma a quien querer.
Disculpa tiene conmigo Pigmali?n, que ador? la imagen que despu?s J?piter le anim?; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el ?rbol y el delf?n; mas yo que no amaba sino una sombra y fantas?a, ?qu? sentir? de m? el mundo? ?Qui?n duda que no creer? lo que digo, y si lo cree me llamar? loca? Pues doyte mi palabra, a ley de noble, que ni en esto ni en lo dem?s que te dijere, adelanto nada m?s de la verdad.
Las consideraciones que hac?a, las reprensiones que me daba, cr?eme que eran muchas; y asimismo que miraba con atenci?n los m?s galanes mozos de mi patria, con deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas todo paraba en volverme a querer a mi amante so?ado, no hallando en ninguno la gallard?a que en aquel.
Lleg? a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no te cansases de o?rlos te los dir?, que aunque son de mujer, tanto m?s grandeza, porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues est?n adornados y purificados con arte y estudio; mas una mujer que solo se vale de su natural, ?qui?n duda que merece disculpa en lo malo, y alabanza en lo bueno?
--Di, hermosa Jacinta, tus versos, dijo Fabio, que ser?n para m? de mucho gusto, porque aunque los s? hacer con alg?n acierto, pr?ciome tan poco de ellos, que te juro que siempre me parecen mejor los ajenos que los m?os.
--Pues si as? es --replic? Jacinta--, mientras durare mi historia no he menester pedirte licencia para decir los que hicieron a prop?sito; y as? digo que los que hice son estos:
Yo adoro lo que no veo, Y no veo lo que adoro; De mi amor la causa ignoro, Y hallar la causa deseo: Mi confuso devaneo ?Qui?n le acertar? a entender? Pues sin ver vengo a querer Por sola imaginaci?n, Inclinando mi afici?n A un ser que no tiene ser.
Que enamore una pintura, No ser? milagro nuevo, Que aunque tal amor no apruebo, Ya en efecto es hermosura: Mas amar a una figura Que acaso el alma fingi?, Nadie tal locura vio; Porque pensar que he de hallar Causa que est? por criar, ?Qui?n tal milagro pidi??
La herida del coraz?n Vierte sangre, mas no muero: La muerte con gusto espero, Por acabar mi pasi?n: De estado fuera raz?n, Cuando no muero, dormir; ?Mas c?mo puedo pedir Vida ni muerte a un sujeto Que no tuvo de perfecto M?s ser que saber herir?
Dame, cielo, si has criado Aqueste ser que deseo, De mi voluntad empleo, Y antes que nacido amado; ?Mas qu? pide un desdichado, Cuando sin suerte naci?? ?Porque a qui?n le sucedi? De amor milagro tan feo, Que le ocupase el deseo Amante que en sue?os vio?
?Qui?n pensara, Fabio, que hab?a de ser el cielo tan liberal en darme aun lo que no le ped?? Porque como deseaba imposibles, no se atrev?a mi libertad a tanto, si no fue en estos versos, que fue m?s gala que petici?n. Mas cuando uno ha de ser desdichado, tambi?n el cielo permite su desdicha.
Viv?a en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobil?simo linaje de los Ponces de Le?n, apellido tan conocido como calificado, que habiendo hecho en su tierra algunas travesuras de mozo, se desnaturaliz? de ella, y cas? en Baeza con una se?ora su igual, en quien tuvo tres hijos, la mayor y menor hembras, y el de en medio var?n.
La mayor cas? en Granada, y con la m?s peque?a entreten?a la soledad y ausencia de don F?lix, que este era el nombre del gallardo hijo, que deseando que luciese en el valor y valent?a de sus ilustres antecesores, segu?a la guerra, dando ocasi?n con sus valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo publican las excelentes casas de los duques de Arcos y condes de Bail?n, le conociesen por rama de su descendencia.
Lleg? este noble caballero a la florida edad de veinte y cuatro a?os, y habiendo alcanzado por sus manos una bandera, y despu?s de haberla servido tres a?os en Flandes, dio la vuelta a Espa?a para pretender sus acrecentamientos; y mientras en la corte se dispon?an por mano de sus deudos, se fue a ver a sus padres, que hab?a d?as que no los hab?a visto y que viv?an con este deseo.
Lleg? don F?lix a Baeza al tiempo que yo sobre tarde ocupaba un balc?n, entretenida en mis pensamientos; y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi casa, por ser la suya en la misma calle, pude, dejando mis imaginaciones, poner los ojos en sus galas, criados y gentil presencia, y deteni?ndome en ella m?s de lo justo, vi tal gallard?a en ?l que quer?rtela significar fuera alargar esta historia y mi tormento.
Vi en efecto el mismo due?o de mi sue?o, y aun de mi alma, porque si no era ?l, no soy yo la misma Jacinta que le vio y le am? m?s que a la misma vida que poseo.
No conoc?a yo a don F?lix, ni ?l a m?, respecto de que cuando fue a la guerra qued? tan ni?a que era imposible acordarme, aunque su hermana do?a Isabel y yo ?ramos muy amigas.
Mir? don F?lix al balc?n, viendo que solos mis ojos hac?an fiesta a su venida, y hallando Amor ocasi?n y tiempo, ejecut? en ?l el golpe de su dorada saeta, que en m? ya era excusado su trabajo, por tenerlo hecho. Y as? de paso me dijo: <
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