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Read Ebook: El cisne de Vilamorta by Pardo Baz N Emilia Condesa De

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Ebook has 741 lines and 60888 words, and 15 pages

Release date: August 22, 2023

Original publication: Madrid: Librer?a de Fernando F?, 1885

Notas del Transcriptor

--Se han corregido los errores obvios de imprenta.

--Las p?ginas en blanco presentes en el original se han eliminado en la versi?n electr?nica.

EL CISNE DE VILAMORTA

OBRAS DE LA MISMA AUTORA

NOVELAS.

PASCUAL L?PEZ . UN VIAJE DE NOVIOS. LA TRIBUNA.

EN PRENSA.

LA DAMA JOVEN .

HISTORIA Y CR?TICA.

SAN FRANCISCO DE AS?S . LA CUESTI?N PALPITANTE. LOS POETAS ?PICOS CRISTIANOS. SOBRE EL DARWINISMO. ENSAYO CR?TICO SOBRE FEIJ?O.

POES?A.

JAIME.

EMILIA PARDO BAZ?N

EL CISNE

VILAMORTA

S?PTIMA EDICI?N

MADRID

LIBRER?A DE FERNANDO F?

Derechos de propiedad reservados.

Queda hecho el dep?sito que marca la ley.

MADRID, 1885: EST. TIP. DE RICARDO F?, CEDACEROS, 11

PR?LOGO

Yo s? decir que un autor, rara vez produce adrede libros muy crudos ? muy po?ticos; lo cierto es, en mi opini?n, que la rica variedad de la vida ofrece tanta libertad al arte, y brinda al artista asuntos tan diversos, cuanto son diferentes entre s? los rostros de las personas: y as? como en un espect?culo p?blico, en un paseo, en la iglesia, vemos semblantes feos ? innobles al lado de otros resplandecientes de hermosura, en el mudable espect?culo de la naturaleza y de la humana sociedad andan mezclada la prosa y la poes?a, siendo entrambas reales y entrambas materia art?stica de l?cito empleo.

LA CORU?A, Septiembre de 1884.

EMILIA PARDO BAZ?N.

EL CISNE DE VILAMORTA

All? detr?s del pinar, el sol poniente extend?a una zona de fuego, sobre la cual se destacaban, semejantes ? columnas de bronce, los troncos de los pinos. El sendero era barrancoso, dando se?ales de haber sido devastado por las arroyadas del invierno; ? trechos lo hac?an menos practicable piedras sueltas, que parec?an muelas fuera de sus alveolos. La tristeza del crep?sculo comenzaba ? velar el paisaje: poco ? poco fu? apag?ndose la incandescencia del ocaso, y la luna, blanca y redonda, ascendi? por el cielo, donde ya el lucero resplandec?a. Se oy? distintamente el melanc?lico diptongo del sapo, un soplo de aire fresco estremeci? las hierbas agostadas y los polvorientos zarzales que crec?an al borde del camino; los troncos del pinar se ennegrecieron m?s, resaltando ? manera de barras de tinta sobre la claridad verdosa del horizonte.

Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponi?ndose gozar la poes?a y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un bast?n recio, y seg?n permit?a ver la poca luz difusa, era joven y no mal parecido. ? cada paso se deten?a, mirando ? derecha ? izquierda, lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto fijado de antemano. Al fin se par?, orient?ndose. Atr?s dejaba un monte poblado de casta?os; ? su izquierda ten?a el pinar; ? su derecha una iglesia baja, con m?sero campanario; enfrente, las primeras casuchas del pueblo. Retrograd? diez pasos, se coloc? cara al atrio de la iglesia, mirando ? sus tapias, y seguro ya de la posici?n, elev? las manos ? la altura de la boca para formar un embudo f?nico, y grit? con voz plateada y juvenil:

--Eco, hablemos.

Del ?ngulo de las murallas brot? al punto otra voz, m?s honda ? inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repiti? con ?nfasis, engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la ?ltima s?laba:

--?Hablemooo?s!

--?Est?s contento?

--?Contentooo?! repuso el eco.

--?Qui?n soy yo?

--?Soy yooo?!

? estas interrogaciones, calculadas para que la contestaci?n del eco formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin m?s objeto que el de o?rlas repercutirse con extra?a intensidad en el muro.--<> El nocturno viandante, embelesado, insist?a, variaba las palabras, las combinaba; y en los intervalos de silencio, mientras discurr?a per?odos cortos, escuch?base el rumor t?nue de los pinos, acariciados por el vientecillo manso de la noche, y el pla?idero concertante de los sapos. Las nubes, antes de rosa y grana, eran ya cenicientas, y pugnaban por subir al ancho trozo de firmamento en que la luna llena campeaba sin el m?s m?nimo tul que la encubriese. Las madreselvas y sa?cos en flor, desde la linde del pinar, embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el interlocutor del eco, d?cil al influjo de la poes?a ambiente, ces? de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturria empez? ? recitar versos de Becquer, sin atender ya ? la voz de la muralla que, en su precipitaci?n de repetirlos, se los devolv?a truncados y confusos.

Absorto en la faena, pose?do de lo que estaba haciendo, recreado con la cadencia de las estrofas, no vi? subir por el camino tres hombres de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de fieltro, de anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una mula, cargada con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid; y como todos andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso apagaba el ruido de las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos hasta cerca del mancebo. Algo cuchichearon en voz baja.--?Qui?n es, hom...?--Segundo.--?El del abogado?--El mismo.--?Qu? hace? ?habla solo?--No, habla con la pared de Santa Margarita.--Pues nosotros no somos menos.--Empieza t?...--? la una... all? va...

La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia ? la profanaci?n, y repiti? los tacos redondos tan fielmente como las estrofas del poeta. Al o?r las vociferaciones y carcajadas opacas que la pared devolv?a ir?nicas, Segundo, el del abogado, se volvi? furioso, comprendiendo que los muy salvajes se burlaban de su entretenimiento sentimental. Corrido y humillado, apret? el bast?n, con deseo de romperlo en las costillas de alguien; y mascullando entre dientes--cafres--brutos--recua--y otros improperios, torci? ? la izquierda, salt? al pinar, y tom? hacia el pueblo, evitando la senda por huir del profano grupo.

Segundo se enhebr? por una calle extraviada,--si las hay en pueblos as?.--S?lo estaban embaldosadas las aceras; el arroyo lo era de verdad; hab?a en ?l pozas de lodo, y montones de inmundicias y res?duos culinarios, volcados all? sin escr?pulo por los vecinos. Evitaba Segundo dos cosas: pisar el arroyo y que le diese la claridad lunar. Un hombre pas? roz?ndole, embozado, ? pesar del calor, en amplio montecristo, y con enorme paraguas abierto, aunque no amenazaba lluvia: sin duda era un ag?ista, un convaleciente que respiraba el aire grato de la noche con precauciones higi?nicas; Segundo, al verle, se peg? ? las casas, volviendo el rostro, temeroso de ser conocido. No con menor recato atraves? la plaza del Consistorio, orgullo de Vilamorta, y en vez de unirse ? los grupos de gente que gozaba el fresco sentada en los bancos de piedra pr?ximos ? la fuente p?blica, se escabulli? por un callej?n lateral, y cruzando una retirada plazoletilla, que sombreaba un ?lamo gigantesco, se dirigi? hacia una casita medio oculta por el ?rbol. Entre la casita y Segundo se interpon?a un desvencijado armatoste: era un coche de l?nea, un caj?n con ruedas, desenganchado, lanza en ristre, como para embestir. Rode? Segundo el obst?culo, y al dar la vuelta distra?do, dos animalazos, dos cochinos monstruosamente gordos, salieron disparados por la entreabierta cancilla de un corral, y con un trotecillo que columpiaba sus vastos lomos y sacud?a sus orejas cortas, vinieron ciegos y est?pidos ? enredarse en las piernas del lector de Becquer. No lleg? ?ste ? medir el suelo por favor especial de la Providencia; pero apurado ya el sufrimiento, solt? ? cada marrano un par de iracundos puntapi?s, que les arrancaron gru?idos entrecortados y feroces, mientras el mancebo renegaba en voz alta casi:--?Qu? pueblo ?ste, se?or!... ?Atropellarle ? uno en la calle hasta estos bichos! ?Ah, qu? miseria! ?Ah... mejor debe ser el infierno!...

La verdad ante todo. Frisa la dama en los treinta y seis ? treinta y siete, y a?n es peor, que nunca debi? ser bonita, ni mucho menos. De su basto cutis, hizo la viruela algo curtido y agujereado, como la piel de una criba: sus ojuelos negros y chicos, an?logos ? dos pulgas, emparejan bien con la nariz gruesa, mal amasada, parecida ? las que los chocolateros ponen ? los monigotes de chocolate; cierto que la boca, frescachona y perruna, luce buenos dientes; pero el resto de la persona, el atav?o, los modales, el acento, la poqu?sima gracia del conjunto, m?s son para curar tentaciones, que para infundirlas. Alumbrando el quinqu? tan bien como alumbra, es preferible contemplar al gal?n. ?ste tiene, en su mediana estatura, elegantes proporciones, y en su juvenil cabeza no s? qu? atractivo que hace mirar otra vez. La frente, cuyo declive es un poco alarmante, la encubre y adorna el pelo copioso, algo m?s largo de lo que permiten nuestras severas modas actuales. La faz, descarnada, fina y cence?a, arroja ? la caleada pared una silueta toda de ?ngulos agudos. El bigote nace y se riza sobre los labios delgados, sin llegar ? cubrir el superior, con esa gracia especial del bigote nuevo, compa?era de la ondulaci?n de los cabellos femeninos. La barba no se atreve ? espesar, ni los m?sculos del cuello ? se?alarse, ni la nuez ? sobresalir con descaro. La tez es trigue?a, descolorida, un tanto biliosa.

Al ver tan guapo chico recostado en el pecho de aquella jamona de apacible y franca fealdad, era l?gico tomarles por hijo y madre: pero el que incurriese en semejante error despu?s de observarles un minuto, denotar?a escasa penetraci?n, porque en las manifestaciones del amor materno, por apasionadas y extremosas que sean, hay no s? qu? majestuosa quietud del esp?ritu que falta en las del otro amor.

Sin duda experimentaba Segundo la nostalgia de la luna, porque apenas se detuvo en el sof?: fuese al balc?n, y le sigui? su compa?era. Abrieron las vidrieras de par en par, y se sentaron muy pr?ximos en dos sillas bajas, al nivel de las plantas y tiestos. Una mata de claveles de ? onza sub?a ? la altura conveniente para regalar las narices con incitantes perfumes; la luna plateaba el follaje del ?lamo, cuya dilatada sombra envolv?a la plazoleta; Segundo abri? el di?logo, en esta guisa:

--?Me hiciste cigarros?

--Toma, contest? ella, metiendo la mano en la faltriquera y sacando un pu?ado de cigarrillos. Docena y media por junto pude ama?arte. Ya te completar? las dos esta noche antes de irme ? la cama.

Se oy? el ?risssch! del f?sforo, y con la voz atascada por la primer bocanada de humo, volvi? Segundo ? preguntar:

--?Pues qu?, ha sucedido algo nuevo?

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