Read Ebook: Los cien mil hijos de San Luis by P Rez Gald S Benito
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Ebook has 1349 lines and 57759 words, and 27 pages
Release date: September 11, 2023
Original publication: Madrid: Obras de P?rez Gald?s, 1904
Credits: Ram?n Pajares Box.
NOTA DE TRANSCRIPCI?N
EPISODIOS NACIONALES
LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS
Es propiedad. Queda hecho el dep?sito que marca la ley. Ser?n furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.
B. P?REZ GALD?S EPISODIOS NACIONALES SEGUNDA SERIE
LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS
MADRID OBRAS DE P?REZ GALD?S 132, Hortaleza 1904
EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO IMPRESOR DE C?MARA DE S. M. C. de San Francisco, 4.
LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS
En Bayona, donde busqu? refugio tranquilo al separarme de mi esposo, conoc? al general Egu?a. Iba a visitarme con frecuencia, y como era tan indiscreto y vanidoso, me revelaba sus planes de conspiraci?n, regocij?ndose en mi sorpresa y riendo conmigo del gran chubasco que amenazaba a los francmasones. Por ?l supe en el verano del 21 que Su Majestad, nuestro cat?lico rey don Fernando , anhelando deshacerse de los revolucionarios por cualquier medio y a toda costa, ten?a dos comisionados en Francia, los cuales eran:
Alababa yo estas cosas por no re?ir con el anciano general, que era muy galante y atento conmigo; pero en mi interior deploraba, como amante muy fiel del r?gimen absoluto, que cosas tan graves se emprendieran por la mediaci?n de personas de tan dudoso valer. No conoc?a yo en aquellos tiempos a Morej?n; pero mis noticias eran que no hab?a sido inventor de la p?lvora. En cuanto a Egu?a, debo decir con mi franqueza habitual que era uno de los hombres m?s pobres de ingenio que en mi vida he visto.
A?n gastaba la coleta que le hizo tan famoso en 1814, y con la coleta el mismo humor atrabiliario, desp?tico, voluble y rega??n. Pero en Bayona no infund?a miedo como en Madrid, y de ?l se re?an todos. No es exagerado cuanto se ha dicho de la astuta pastelera que lleg? a dominarle. Yo la conoc?, y puedo atestiguar que el agente de nuestro egregio soberano compromet?a lamentablemente su dignidad y aun la dignidad de la corona, poniendo en manos de aquella infame mujer negocios tan delicados. Asist?a la tal a las conferencias, administraba gran parte de los fondos, se entend?a directamente con los partidarios que un d?a y otro pasaban la frontera, y parec?a en todo ser ella misma la organizadora del levantamiento y el principal apoderado de nuestro querido rey.
Despu?s de esto he pasado temporaditas en Bayona, y he visto la vergonzosa conducta de algunos espa?oles que sin cesar conspiran en aquel pueblo, verdadera antesala de nuestras revoluciones; pero nunca he visto degradaci?n y torpeza semejantes a las del tiempo de Egu?a. Yo escrib?a entonces a don V?ctor S?ez, residente en Madrid, y le dec?a: <
En el invierno del mismo a?o se realizaron las predicciones que yo, por no poder darle consejos, hab?a hecho al mismo Egu?a, y fue que habiendo convocado de orden del rey a otros personajes absolutistas para trabajar en comunidad, se desavinieron de tal modo, que aquello m?s que junta parec?a la dispersi?n de las gentes. Cada cual pensaba de distinto modo, y ninguno ced?a en su terca opini?n. A esta variedad en los pareceres y terquedad para sostenerlos llamo yo enjaezar los entendimientos a la calesera, es decir, a la espa?ola. El marqu?s de Mataflorida propon?a el establecimiento del absolutismo puro. Balmaseda, comisionado por el gobierno franc?s para tratar este asunto, tambi?n estaba por lo desp?tico, aunque no en grado tan furioso; Morej?n se abrazaba a la Carta francesa; Egu?a sosten?a el veto absoluto y las dos C?maras, a pesar de no saber lo que eran una cosa y otra, y Salda?a, nombrado como una especie de quinto en discordia, no se resolv?a ni por la tiran?a entera ni por la tiran?a a media miel.
Entre tanto, el gobierno franc?s concedi? a Egu?a algunos millones, de los cuales podr?a dar cuenta si viviese la hermosa pastelera. Dios me perdone el mal juicio; pero casi podr?a jurar que de aquel dinero, solo algunas sumas insignificantes pasaron a manos de los pobres guerrilleros, tan bravos como desinteresados, que desnudos, descalzos y hambrientos, levantaban el glorioso estandarte de la fe y de la monarqu?a en las monta?as de Navarra o de Catalu?a.
Las bajezas, la ineptitud y el despilfarro de los comisionados secretos de Su Majestad no cesaron hasta que apareci? en Bayona, tambi?n con poderes reales, el gran p?jaro de cuenta llamado don Antonio Ugarte, a quien no vacilo en designar como el hombre m?s listo de su ?poca.
Yo le hab?a tratado en Madrid el a?o 19. ?l me estimaba en gran manera, y, como Egu?a, me visitaba a menudo, pero sin revelarme sus planes. Desde que se encarg? de manejar la conspiraci?n, segu?ala yo con marcado inter?s, segura de su ?xito, aunque sin sospechar que le prestar?a mi concurso activo en t?rmino muy breve. Un d?a Ugarte me dijo:
--No se encuentra un solo hombre que sirva para asuntos delicados. Todos son indiscretos, soplones y venales. ?Ve usted lo que trabajo aqu? por orden de Su Majestad? Pues es nada en comparaci?n de lo que me dan que hacer las intrigas y torpezas de mis propios colegas de conspiraci?n. No me f?o de ninguno, y en el d?a de hoy, teniendo que enviar un mensaje muy importante, estoy como Di?genes, buscando un hombre sin poder encontrarlo.
--Pues busque usted bien, se?or don Antonio --le respond?--, y quiz?s encuentre una mujer.
Ugarte no daba cr?dito a mi determinaci?n; pero tanto le encarec? mis deseos de ser ?til a la causa del rey y de la religi?n, que al fin convino en fiarme sus secretos.
--Efectivamente, Jenara --me dijo--: una dama podr? desempe?ar mejor que cualquier hombre tan delicado encargo, si re?ne a la belleza y gallarda compostura de su persona un valor a toda prueba.
En seguida me revel? que en Madrid se preparaba un esfuerzo pol?tico, es decir, un pronunciamiento, en el cual tomar?a parte la Guardia real con toda la tropa de l?nea que se pudiese comprometer; pero a?adi? que desconfiaba del ?xito si no se hac?an con mucho pulso los trabajos, tratando de combinar el movimiento cortesano con una ruidosa algarada de las partidas del norte. Discurriendo sobre este negocio, me mostr? su grand?sima perspicacia y colosal ingenio para conspirar, y despu?s me instruy? prolijamente de lo que yo deb?a hacer en Madrid, del arte con que deb?a tratar a cada una de las personas para quienes llevaba delicados mensajes, con otras muchas particularidades que no son de este momento. Casi toda mi comisi?n era enteramente confidencial y personal, quiero decir que el conspirador me entreg? muy poco papel escrito; pero, en cambio, me repiti? varias veces sus instrucciones para que, reteni?ndolas en la memoria, obrase con desembarazo y seguridad en las dif?ciles ocasiones que me aguardaban.
Part? para Madrid en febrero del 22.
Con entusiasmo y placer emprend? estos manejos: con entusiasmo, porque adoraba en aquellos d?as la causa de la Iglesia y el trono; con placer, porque la ociosidad entristec?a mis d?as en Bayona. La soledad de mi existencia me abrumaba tanto como el peso de las desgracias que a otros afligen y que yo a?n no conoc?a. Separ?ndome de mi esposo, cuyo salvaje car?cter y feroz suspicacia me hubieran quitado la vida, adquir? libertad suma y un sosiego que, despu?s de saboreado por alg?n tiempo, lleg? a ser para m? algo fastidioso. Pose?a bienes de fortuna suficientes para no inquietarme de las materialidades de la vida: de modo que mi ociosidad era absoluta. Me refiero a la holganza del esp?ritu, que es la m?s penosa, pues la de las manos, yo, que no carezco de habilidades, jam?s la he conocido.
A estos motivos de tristeza debo a?adir el gran vac?o de mi coraz?n, que estaba ha tiempo como casa deshabitada, lleno tan solo de sombras y ecos. Despu?s de la muerte de mi abuelo, ning?n afecto de familia pod?a interesarme, pues los Baraonas que subsist?an, o eran muy lejanos parientes, o no me quer?an bien. De mi infelic?simo casamiento solo saqu? amarguras y pesadumbres; y para que todo fuese maldito en aquella uni?n, no tuve hijos. Sin duda Dios no quer?a que en el mundo quedase memoria de tan grande error.
F?cilmente se comprender? que en tal situaci?n de esp?ritu me gustar?a lanzarme a esas ocupaciones febriles que han sido siempre el principal goce de mi vida. Ninguna cosa llana y natural ha cautivado jam?s mi coraz?n, ni me embeles?, como a otros, lo que llaman dulce corriente de la vida. Antes bien, yo la quiero tortuosa y r?pida; que me ofrezca sorpresas a cada instante y aun peligros; que se interne por pasos misteriosos, despu?s de los cuales deslumbre m?s la claridad del d?a; que caiga como el Piedra en cataratas llenas de ruido y colores, o se oculte como el Guadiana, sin que nadie sepa d?nde ha ido.
Yo sent?a adem?s en mi alma la atracci?n de la corte, no pudiendo descifrar claramente cu?l objeto o persona me llamaban en ella, ni explicarme las anticipadas emociones que por el camino sent?a mi coraz?n, como el derrochador que principia a gastar su fortuna antes de heredada. Mi fantas?a enviaba delante de s?, en el camino de Madrid, maravillosos sue?os e infinitos goces del alma, peligros vencidos y amables ideales realizados. Caminando de este modo y con los fines que llevaba, iba yo por mi propio y verdadero camino.
Desde que llegu? me puse en comunicaci?n con los personajes para quienes llevaba cartas o recados verbales. Tuve noticias de la rebeli?n de los Guardias que se preparaba; hice lo que Ugarte me hab?a mandado en sus minuciosas instrucciones, y hall? ocasi?n de advertir el mucho atolondramiento y ning?n concierto con que eran llevados en Madrid los arduos tr?mites de la conspiraci?n.
Lo mejor y m?s importante de mi comisi?n estaba en Palacio, a donde me llev? don V?ctor S?ez, confesor de Su Majestad. Muchos deseos ten?a yo de ver de cerca y conocer por m? misma al rey de Espa?a y toda su real familia, y entonces qued? satisfecho mi anhelo. Hice un r?pido estudio de todos los habitantes de Palacio, particularmente de las mujeres: la reina Amalia, do?a Francisca, esposa de don Carlos, y do?a Carlota, del infante don Francisco. La segunda me pareci? desde luego mujer a prop?sito para revolver toda la corte. De los hombres, don Carlos me pareci? muy sesudo, dotado de cierto fondo de honradez precios?sima, con lo cual compensaba su escasez de luces, y a Fernando le diput? por muy astuto y conocedor de los hombres, apto para enga?arles a todos, si bien privado del valor necesario para sacar partido de las flaquezas ajenas. La reina pasaba su vida rezando y desmay?ndose; pero la varonil do?a Francisca de Braganza pon?a su alma entera en las cosas pol?ticas, y llena de ambici?n, trataba de ser el brazo derecho de la corte. Do?a Carlota, por entonces embarazada del que luego fue rey consorte, tampoco se dorm?a en esto.
Los palaciegos, tan aborrecidos de la muchedumbre constitucional, Infantado, Montijo, Sarri? y dem?s arist?cratas, no serv?an en realidad de gran cosa. Sus planes, faltos de seso y travesura, ten?an por objeto algo en que se destacase con preferencia la personalidad de ellos mismos. Ninguno val?a para maldita la cosa, y as? nada se habr?a perdido con quitarles toda participaci?n en la conjura. Los individuos de la Congregaci?n Apost?lica, que era una especie de masoner?a absolutista, tampoco hac?an nada de provecho, como no fuera allegar plebe y disponer de la gente fan?tica para un momento propicio. En los jefes de la Guardia hab?a m?s presunci?n que verdadera aptitud para un golpe dif?cil, y el clero se precipitaba gritando en los p?lpitos, cuando la situaci?n requer?a prudencia y habilidad sumas. Los liberales masones o comuneros vendidos al absolutismo, y que al pronunciar sus discursos violentos se entusiasmaban por cuenta de este, estaban muy mal dirigidos, porque con su exageraci?n pon?an diariamente en guardia a los constitucionales de buena fe. He examinado uno por uno los elementos que formaban la conspiraci?n absolutista del a?o 22, para que cuando la refiera se explique en cierto modo el lamentable aborto y total ruina de ella.
Despu?s de los aciagos d?as de julio, mi situaci?n, que hasta entonces hab?a sido franca y segura, fue comprometid?sima. No es f?cil dar una idea de la presteza con que se ocultaron todos aquellos hombres que pocos d?as antes conspiraban descaradamente. Desaparecieron como caterva de menudos ratoncillos, cuando los sorprende en sus audaces rapi?as el hombre sin poder perseguirlos, ni aun conocer los agujeros por donde se han metido. A m? me maravillaba que don V?ctor S?ez, hombre de una obesidad respetable, pudiera estar escondido sin que al punto se descubriese su guarida. Los palaciegos se filtraron tambi?n, y los que no estaban claramente comprometidos, como por ejemplo, Pipa?n, dieron vivas a la Constituci?n vencedora, uni?ndose a los liberales.
Tuve adem?s la desgracia de perder varios papeles en casa de un pobre maestro de escuela donde nos reun?amos, y esto me caus? gran zozobra; pero al fin los encontr?, no sin trabajo, exponi?ndome a los mayores peligros. La seguridad de mi persona corri? tambi?n no poco riesgo, y en los d?as 9 y 10 de julio no tuve un instante de respiro, pues por milagro no me arrastraron a la c?rcel los milicianos borrachos de vino y de patrioter?a. Gracias a Dios, vino en mi amparo un joven paisano y antiguo amigo m?o, el cual en otras ocasiones hab?a ejercido en mi vida influencia muy decisiva, semejante a la de las estrellas en la antigua c?bala de los astr?logos.
Pasados los primeros d?as, pude introducirme en Palacio, a pesar de la formidable y espesa muralla liberalesca que lo defend?a. Encontr? a Su Majestad lleno de consternaci?n y amargura, principalmente por verse obligado a poner semblante lisonjero a sus enemigos y aun a darles abrazos, lo cual era muy del gusto de ellos, en su mayor?a gente inocentona y cr?dula. No me agradaba ver en nuestro soberano tan menguado coraz?n; pero si en ?l concordara el valor con las travesuras y agudezas del entendimiento, ning?n tirano antiguo ni moderno le habr?a igualado. Su desaliento y desesperaci?n no le impidieron que se enamorase de m?, porque en todas las ocasiones de su vida, bajo las distintas m?scaras que se quitaba y se pon?a, aparec?a siempre el s?tiro.
Temerosa de ciertas brutalidades, quise huir. Brindeme entonces a desempe?ar una comisi?n dif?cil para lo cual Fernando no se fiaba de ning?n mensajero; y aunque ?l no quiso que yo me encargase de ella, porque no me alejara de la corte, tanto inst? y con tales muestras de verdad promet? volver, que se me dieron los pasaportes.
El mes anterior hab?a salido para Francia don Jos? Villar Front?n, uno de los intrigantes m?s sutiles del a?o 14, aunque, como salido de la academia del cuarto del infante don Antonio, no era hombre de gran iniciativa, sino muy plegadizo y servicial en bajas urdimbres. Llevaba ?rdenes para que el marqu?s de Mataflorida formase una regencia absolutista en cualquier punto de la frontera conquistado por los guerrilleros. Estas instrucciones eran conformes al plan del gobierno franc?s, que deseaba la introducci?n de la Carta en Espa?a y un absolutismo templado; pero Fernando, que hac?a tantos papeles a la vez, deseaba que sus comisionados, afectando amor a la Carta, trabajasen por el absolutismo limpio. Esto exig?a frecuentes rectificaciones en los despachos que se enviaban y avisos contradictorios, trabajo no escaso para quien hab?a de ocultar de sus ministros todos estos y aun otros inveros?miles l?os.
Yo me compromet? a hacer entender a Mataflorida y a Ugarte lo que se quer?a, transmiti?ndole verbalmente algunas preciosas ideas del monarca, que no pod?an fiarse al papel, ni a signo ni cifra alguna. Ya por aquellos d?as se supo que la Seo de Urgel hab?a sido ganada al gobierno por el bravo Trapense, y se esperaba que en la agreste plaza se constituyera la salvadora regencia. A la Seo, pues, deb?a yo dirigirme.
La partida y el viaje no eran problemas f?ciles. Esto me preocup? durante algunos d?as, y trat? de sobornar, para que me acompa?ase, al amigo de quien antes he hablado. A ?l no le faltaban en verdad ganas de ir conmigo al extremo del mundo; pero le conten?a el amor de su madre anciana. No poco luch? para decidirle, empleando razonamientos y seducciones diversas; mas a pesar de la propensi?n de su car?cter a ciertas locuras y del considerable dominio que yo empezaba a ejercer sobre ?l, se resist?a tenazmente, alegando motivos poderosos, cuya fuerza no me era desconocida. Al fin, tanto pudo una mujer llorando, que ?l abandon? todo, su madre y su casa, aunque por poco tiempo, con la sana intenci?n de volver cuando me dejase en paraje donde no existiese peligro alguno. El infeliz presagiaba sin duda su desdichada suerte en aquella expedici?n, porque luch? grandemente consigo mismo para decidirse, y hasta ?ltima hora estuvo vacilante.
Aquel hombre hab?a sido enemigo m?o, o m?s propiamente, de mi esposo. Desde la ni?ez nos conocimos; fue mi novio en la edad en que se tiene novio. Sucesos lamentables que me afligen al venir a la memoria, caprichos y vanidades m?as me separaron de ?l, yo cre? que para siempre; pero Dios lo dispuso de otro modo. Durante alg?n tiempo estuve creyendo que le odiaba; pero el sentimiento que llenaba mi alma era, m?s que rencor, una antipat?a arbitraria y voluntariosa. Por causa de ella siempre le ten?a en la memoria y en el pensamiento. Circunstancias funestas le pusieron en contacto conmigo diferentes veces, y siempre que ocurr?a algo grave en la vida de ?l o en la m?a, tropez?bamos providencialmente el uno con el otro, como si el alma de cada cual, vi?ndose en peligro, pidiese auxilio a su compa?era.
En m? se verific? una crisis singular. Por razones que no son de este sitio, llegu? a aborrecer todo lo que mi esposo amaba y amar todo lo que ?l aborrec?a. Al mismo tiempo, mi antiguo novio mostraba hacia m? sentimientos tan vivos de menosprecio y desd?n, que esto inclin? mi coraz?n a estimarle. Yo soy as?, y me parece que no soy el ?nico ejemplar. Desde la ocasi?n en que le arranqu? de las furibundas manos de mi marido, no deb? de ser tampoco para ?l muy aborrecible.
Cuando nos encontramos en Madrid, y desde que hablamos, ca?mos en la cuenta de que ambos est?bamos muy solos. Y si hab?a semejanza en nuestra soledad, no era menor la de nuestros caracteres, principal origen quiz?s de aquella. Hicimos prop?sito de echar a la espalda aquel tr?gico aborrecimiento que antes nos ten?amos, el cual se fundaba en veleidades y caprichosas monoman?as del esp?ritu, y no tardamos mucho tiempo en conseguirlo. Ambos reconocimos las grandes y ya irremediables equivocaciones de nuestra primera juventud, y nos maravill?bamos de ver tan extraordinaria fraternidad en nuestras almas. ?Ser de este modo, haber nacido el uno para el otro, y, sin embargo, haber estado d?ndonos golpes en las tinieblas durante tanto tiempo! ?Qu? fatalidad! Hasta parece que no somos responsables de ciertas faltas, y que estas, por lo que tienen de placentero, pueden tolerarse como compensaci?n de pasados dolores y de un error deplorable y fatal, dependiente de voluntades sobrehumanas.
Pero no: no quiero eximirme de la responsabilidad de mi culpa y de haber faltado claramente, impulsada por m?viles irresistibles, a la ley de Dios. No; nada me disculpa: ni las atrocidades de mi marido, ni la espantosa soledad en que yo estaba; ni los mil escollos de la vida en la corte, ni las grandes seducciones morales y f?sicas de mi paisano y dulce compa?ero de la ni?ez. Reconozco mi falta; y atenta solo a que este papel reciba un escrupuloso retrato de mi conciencia y de mis acciones, la escribo aqu?, venciendo la verg?enza que confesi?n tan penosa me causa.
Salimos de Madrid en una hermosa noche de julio. Cuando dejamos de o?r el rugido de la milicia victoriosa, me pareci? que entraba en el cielo. ?bamos c?modamente en una silla de postas con buenos caballos y un h?bil mayoral de Palacio. Yo hab?a tomado un nombre supuesto dici?ndome marquesa de Berceo, y ?l era nada menos que mi esposo, una especie de marqu?s de Berceo. Mucho nos re?mos con esta invenci?n, que a cada paso daba lugar a picantes comentarios y agudezas. No recuerdo d?as m?s placenteros que los de aquel viaje.
?Cu?ntas veces bajamos del coche para andar largos trechos a pie, recre?ndonos en la hermosura de las incomparables noches de Castilla! ?C?mo se agrandaba todo ante nuestros ojos, principalmente las cosas inmateriales! Nos parec?a que aquella dulce vagancia no acabar?a nunca, y que los d?as venideros ser?an siempre como aquel cielo que ve?amos, dilatados, serenos y sin nubes. En tales horas, o habl?bamos poco, o vert?amos el alma del uno en la del otro alternativamente por medio de observaciones y preguntas acordes con el hermoso espect?culo que ve?amos fuera y dentro de nosotros, pues de mi alma puede decirse que estaba tan llena de estrellas como el firmamento.
Seg?n nuestras noticias, la se?ora escribi? estas memorias durante la guerra civil del 48.
Pues bien: en todo el tiempo transcurrido entre estas dos ?pocas, no he visto pasar d?as como aquellos. Fueron de los pocos que tiene cada mortal como un regalo del cielo para toda la existencia, y que en vano se aguardan despu?s, porque no vuelven. Estos aguinaldos de la vida no se reciben m?s que una vez. Salvador era menos feliz que yo, a causa de los deberes y las afecciones que hab?a dejado atr?s. Yo procuraba hacerle olvidar todo lo que no fuese nosotros mismos; mas resultaba esto muy dif?cil, por ser ?l menos due?o de sus acciones que yo, y aun si se quiere, menos ego?sta. ?bamos de pueblo en pueblo, sin apresurarnos ni detenernos mucho. Aquel vivir entre todo el mundo y al mismo tiempo sin testigo, era mi mayor delicia. Los diversos pueblos por donde pas?bamos no ten?an sin duda noticia de la felicidad de los marqueses de Berceo, pues si la tuvieran, no creo que nos dejaran seguir sin quitarnos algo de ella.
Gracias a nuestro dinero y a nuestro buen porte, pod?amos disfrutar de todas las comodidades posibles en las posadas. El calor nos obligaba a detenernos durante el d?a, caminando por las noches, y ni en Castilla ni en Arag?n tuvimos ning?n mal encuentro, como recel?bamos, con milicianos, ladrones o esp?as del gobierno.
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