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Read Ebook: Zaragoza by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 1025 lines and 69101 words, and 21 pages

NOTA DEL TRANSCRIPTOR:

--Los errores obvios de impresi?n y puntuaci?n han sido corregidos.

--Se ha mantenido la acentuaci?n del libro original, que difiere notablemente de la utilizada en espa?ol moderno.

--El libro original carece de tabla de contenidos. El transcriptor ha creado y a?adido una para este libro electr?nico.

EPISODIOS NACIONALES

ZARAGOZA

Es propiedad. Queda hecho el dep?sito que marca la ley. Ser?n furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.

B. P?REZ GALD?S EPISODIOS NACIONALES PRIMERA SERIE

ZARAGOZA

S?PTIMA EDICI?N ESMERADAMENTE CORREGIDA

MADRID OBRAS DE P?REZ GALD?S 132, Hortaleza

EST. TIP. DE LA VIUDA ? HIJOS DE TELLO IMPRESOR DE C?MARA DE S. M.

C. de San Francisco, 4.

ZARAGOZA

Me parece que fu? al anochecer del 18 cuando avistamos ? Zaragoza. Entrando por la puerta de Sancho, o?mos que daba las diez el reloj de la Torre Nueva. Nuestro estado era excesivamente lastimoso en lo tocante ? vestido y alimento, porque las largas jornadas que hab?amos hecho desde Lerma por Salas de los Infantes, Cervera, Agreda, Tarazona y Borja, escalando montes, vadeando r?os, franqueando atajos y vericuetos hasta llegar al camino real de Gallur y Alag?n, nos dejaron molidos, extenuados y enfermos de fatiga. Con todo, la alegr?a de vernos libres endulzaba todas nuestras penas.

Eramos cuatro los que hab?amos logrado escapar entre Lerma y Cogollos, divorciando nuestras inocentes manos de la cuerda que enlazaba ? tantos patriotas. El d?a de la evasi?n reun?amos entre los cuatro un capital de once reales; pero despu?s de tres d?as de marcha, y cuando entramos en la metr?poli aragonesa, h?zose un balance y arqueo de la caja social, y nuestras cuentas s?lo arrojaron un activo de treinta y un cuartos. Compramos pan junto ? la Escuela P?a, y nos lo distribu?mos.

D. Roque, que era uno de los expedicionarios, ten?a buenas relaciones en Zaragoza; pero aqu?lla no era hora de presentarnos ? nadie. Aplazamos para el d?a siguiente el buscar amigos, y como no pod?amos alojarnos en una posada, discurrimos por la ciudad buscando un abrigo donde pasar la noche. Los portales del mercado no nos parec?an tener las comodidades y el sosiego que nuestros cansados cuerpos exig?an. Visitamos la torre inclinada, y aunque alguno de mis compa?eros propuso que nos guareci?ramos al amor de su z?calo, yo opin? que all? est?bamos como en campo raso. Sirvi?nos, sin embargo, de descanso aquel lugar, y tambi?n de refectorio para nuestra cena de pan seco, la cual despachamos alegremente, mirando de rato en rato la mole amenazadora, cuya desviaci?n la asemeja ? un gigante que se inclina para mirar qui?n anda ? sus pies. A la claridad de la luna, aquel centinela de ladrillo proyecta sobre el cielo su enjuta figura, que no puede tenerse derecha. Corren las nubes por encima de su aguja, y el espectador que mira desde abajo se estremece de espanto, creyendo que las nubes est?n quietas y que la torre se le viene encima. Esta absurda f?brica, bajo cuyos pies ha cedido el suelo cansado de soportarla, parece que se est? siempre cayendo y nunca acaba de caer.

Recorrimos luego el Coso desde la casa de los Gigantes hasta el Seminario; nos metimos por la calle Quemada y la del Rinc?n, ambas llenas de ru?nas, hasta la plazuela de San Miguel, y de all?, pasando de callej?n en callej?n, y atravesando al azar angostas ? irregulares v?as, nos encontramos junto ? las ru?nas del Monasterio de Santa Engracia, volado por los franceses al levantar el primer sitio. Los cuatro lanzamos una misma exclamaci?n que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. Hab?amos encontrado un asilo y excelente alcoba donde pasar la noche.

La pared de la fachada continuaba en pie, con su p?rtico de m?rmol poblado de innumerables figuras de santos, que permanec?an enteros y tranquilos como si ignoraran la cat?strofe. En el interior vimos arcos incompletos, machones colosales, irgui?ndose a?n entre los escombros, y que al destacarse negros y deformes sobre la claridad del espacio, semejaban criaturas absurdas, engendradas por una imaginaci?n en delirio; vimos recortaduras, ?ngulos, huecos, laberintos, cavernas y otras mil obras de esa arquitectura del acaso trazada por el desplome. Hab?a hasta peque?as estancias abiertas entre los pedazos de la pared con un arte semejante al de las grutas en la Naturaleza. Los trozos de retablo, podridos ? causa de la humedad, asomaban entre los restos de la b?veda, donde a?n subsist?a la ro?osa polea que sirvi? para suspender las l?mparas, y precoces yerbas nac?an entre las grietas de la madera y del ladrillo. Entre tanto destrozo, hab?a objetos completamente intactos, como algunos tubos del ?rgano y la reja de un confesonario. El techo se confund?a con el suelo, y la torre mezclaba sus despojos con los del sepulcro. Al ver semejante aglomeraci?n de escombros, tal multitud de trozos ca?dos sin perder completamente su antigua forma, las m?sas de ladrillo enyesado que se desmoronaban como objetos de az?car, creer?ase que los despojos del edificio no hab?an encontrado posici?n definitiva. La informe osamenta parec?a palpitar a?n con el estremecimiento de la voladura.

D. Roque nos dijo que bajo aquella iglesia hab?a otra, donde se veneraban los huesos de los Santos M?rtires de Zaragoza; pero la entrada del subterr?neo estaba obstru?da. Profundo silencio reinaba all?; m?s intern?ndonos, o?mos voces humanas que sal?an de aquellos antros misteriosos. La primera impresi?n que el escucharlas nos produjo fu? como si hubieran aparecido las sombras de los dos famosos cronistas, de los m?rtires cristianos y de los patriotas sepultados bajo aquel polvo, y nos increparan por haber turbado su sue?o. En el mismo instante, al resplandor de una llama que ilumin? parte de la escena, distinguimos un grupo de personas que se abrigaban unas contra otras en el hueco formado entre dos machones derru?dos. Eran mendigos de Zaragoza que se hab?an arreglado un palacio en aquel sitio, resguard?ndose de la lluvia con vigas y esteras. Tambi?n nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tap?ndonos con manta y media, llamamos al sue?o. D. Roque me dec?a as?:

--Yo conozco ? D. Jos? de Montoria, uno de los labradores m?s ricos de Zaragoza. Ambos somos hijos de Mequinenza, fuimos juntos ? la escuela y juntos jug?bamos al truco en el altillo del Corregidor. Aunque hace treinta a?os que no le veo, creo que nos recibir? bien. Como buen aragon?s, todo ?l es coraz?n. Le veremos, muchachos; veremos ? D. Jos? Montoria... Yo tambi?n tengo sangre de Montoria por la l?nea materna. Nos presentaremos ? ?l; le diremos...

Durmi?se D. Roque y tambi?n me dorm?.

El lecho en que yac?amos no convidaba por sus blanduras ? dormir perezosamente la ma?ana; antes bien, colch?n de guijarros hace buenos madrugadores. Despertamos, pues, con el d?a, y como no ten?amos que entretenernos en melindres de tocador, bien pronto estuvimos en disposici?n de salir ? hacer nuestras visitas. A los cuatro nos ocurri? simult?neamente la idea de que ser?a muy bueno desayunarnos; pero al punto convinimos, con igual unanimidad, en que no era posible por carecer de los fondos indispensables para tan alta empresa.

--No os acobard?is, muchachos--dijo Don Roque,--que al punto os he de llevar ? todos ? casa de mi amigo, el cual nos amparar?.

Cuando esto dec?a, vimos salir ? dos hombres y una mujer de los que fueron durante la noche nuestros compa?eros de posada, y parec?an gente habituada ? dormir en aquel lugar. Uno de ellos era un infeliz lisiado, un hombre que acababa en las rodillas y se pon?a en movimiento con ayuda de muletas ? bien andando ? cuatro remos, viejo, de rostro jovial y muy tostado por el sol. Como nos saludara afablemente al pasar, d?ndonos los buenos d?as, D. Roque le pregunt? hacia qu? parte de la ciudad ca?a la casa de D. Jos? de Montoria, oyendo lo cual repuso el cojo:

--?D. Jos? de Montoria? Le conozco m?s que ? las ni?as de mis ojos. Hace veinte a?os viv?a en la calle de la Albarder?a; despu?s se mud? ? la de la Parra; despu?s... Pero ust?s son forasteros por lo que veo.

--S?, buen amigo: forasteros somos, y venimos ? afiliarnos en el ej?rcito de esta valiente ciudad.

--?De modo que no estaban ust?s aqu? el 4 de Agosto?

--No, amigo--le respond?,--no hemos presenciado ese gran hecho de armas.

--?Ni tampoco vieron la batalla de las Eras?--pregunt? el mendigo sent?ndose frente ? nosotros.

--Tampoco hemos tenido esa felicidad.

--Pues all? estuvo D. Jos? Montoria: fu? de los que llevaron arrastrando el ca??n hasta enfilarlo... pues. Veo que ust?s no han visto nada. ?De qu? parte del mundo vienen ust?s?

--De Madrid--dijo D. Roque.--?Con que usted nos podr? decir d?nde vive mi gran amigo D. Jos??

--?Pues no he poder, hombre, pues no he de poder!--repuso el cojo, sacando un mendrugo para desayunarse.--De la calle de la Parra se mud? ? la de Enmedio. Ya saben ust?s que todas las casas volaron... pues. All? estaba Esteban L?pez, soldado de la d?cima compa??a del primer tercio de voluntarios de Arag?n, y ?l solo con cuarenta hombres hizo retirar ? los franceses.

--?Eso s? que es cosa admirable!--dijo Don Roque.

--Ya, ya tenemos noticia del hero?smo de esa insigne mujer--manifest? D. Roque.--Pero si usted nos quisiera decir...

--Pues s?: D. Jos? de Montoria es muy amigo del comerciante D. Andr?s Guspide, que el 4 de Agosto estuvo haciendo fuego desde la visera del callej?n de la Torre del Pino, y por all? llov?an granadas, balas, metralla, y mi D. Andr?s fijo como un poste. M?s de cien muertos hab?a ? su lado, y ?l solo mat? cincuenta franceses.

--Gran hombre es ese: ?y es amigo de mi amigo?

--Pues ello...--prosigui? el mendigo.--Y sepan tambi?n que antes del sitio yo ped?a limosna en la puerta de este Monasterio de Santa Engracia, volado por los bandidos el 13 de Agosto. Ahora pido en la puerta de Jerusal?n, donde me podr?n hallar siempre que gusten... Pues como iba diciendo, el d?a 4 de Agosto estaba yo aqu?, y v? salir de la iglesia ? Francisco Qu?lez, sargento primero de la primera compa??a del primer batall?n de fusileros, el cual ya saben ust?s que fu? el que con treinta y cinco hombres ech? ? los bandidos del Convento de la Encarnaci?n... Veo que se asombran ust?s... ya. Pues en la huerta de Santa Engracia, aqu? detr?s, muri? el subteniente D. Miguel Gila. Lo menos hab?a doscientos cad?veres en la tal huerta, y all? perniquebraron ? D. Felipe San Clemente y Romeu, comerciante de Zaragoza. Verdad es que si no hubiera estado presente D. Miguel Salamero... ?ust?s no saben nada de esto?

--No, amigo y se?or m?o--dijo D. Roque;--nada de esto sabemos, y aunque tenemos el mayor gusto en que usted nos cuente tantas maravillas, lo que es ahora m?s nos importa saber d?nde encontraremos al D. Jos?, mi antiguo amigo, porque padecemos los cuatro de un mal que llaman hambre, y que no se cura oyendo contar hechos sublimes.

--Hombre de Dios--contest? el mendigo,--?pues no se lo he de decir? Si lo que m?s s? y lo que m?s visto tengo en mi vida es la casa de D. Jos? de Montoria. Como que est? cerca de San Pablo. ?Oh! ?Ust?s no vieron lo del hospital? Pues yo s?: all? ca?an las bombas como el granizo. Los enfermos, viendo que los techos se les ven?an encima, se arrojaban por las ventanas ? la calle. Otros se iban arrastrando y rodaban por las escaleras. Ard?an los tabiques; o?anse lamentos, y los locos mug?an en sus jaulas como fieras rabiosas. Otros se escaparon y andaban por los claustros riendo, bailando y haciendo mil gestos graciosos que daban espanto. Algunos salieron ? la calle como en d?a de Carnaval, y uno se subi? ? la cruz del Coso, donde se puso ? sermonear, diciendo que ?l era el Ebro, y que anegando la ciudad iba ? sofocar el fuego. Las mujeres corr?an ? socorrer ? los enfermos, y todos eran llevados al Pilar y ? la Seo. No se pod?a andar por las calles. La Torre Nueva hac?a se?ales para que se supiera cu?ndo ven?a una bomba; pero el griter?o de la gente no dejaba oir las campanas. Los franceses avanzan por esta calle de Santa Engracia; se apoderan del Hospital y del Convento de San Francisco; empieza la guerra en el Coso y en las calles de por all?. D. Santiago Sas, D. Mariano Cereso, D. Lorenzo Calvo, D. Marcos Simon?, Renovales, el alb?itar Mart?n Albantos, Vicente Cod?, D. Vicente Marraco y otros, atacan ? los franceses ? pecho descubierto; y detr?s de una barricada hecha por ella misma, les aguarda, llena de furor y fusil en mano, la Condesa de Bureta.

--?C?mo! ?una mujer, una Condesa--pregunt? con entusiasmo D. Roque,--levantaba barricadas y apuntaba fusiles?

--?Oh, cu?nta sublimidad!--exclam? Don Roque, bostezando de hambre.--?Y cu?nto me agradar?a oir contar haza?as de esa naturaleza con el est?mago lleno! Con que dec?a usted que la casa de D. Jos? cae hacia...

--Hacia all?--repuso el cojo.--Ya saben ust?s que los enemigos se enredaron y se atascaron en el arco de Cineja. ?Virgen m?a del Pilar! aquello era matar franceses; lo dem?s es aire. En la calle de la Parra, en la plazuela de Estrevedes, en la calle de los Urreas, en la de Santa Fe y en la del Azoque los paisanos despedazaban ? los franceses. Todav?a me zumba en las orejas el ca?oneo, el gritar de aquel d?a. Los gabachos quemaban las casas que no pod?an defender, y los zaragozanos hac?an lo mismo. Fuego por todos lados... Hombres, mujeres, chiquillos... basta tener dos manos para trabajar contra el enemigo. ?Ust?s no lo vieron? Pues no han visto nada. Pues como les iba diciendo, aquel d?a sali? Palafox de Zaragoza para...

--Basta, amigo m?o--dijo D. Roque perdiendo la paciencia:--estamos encantados con su conversaci?n; pero si no nos gu?a al instante ? casa de mi paisano ? nos indica c?mo podemos encontrar su casa, nos iremos solos.

--Adelante, adelante, amigo,--dije, viendo que el incansable hablador se deten?a para contar de un modo minucioso las haza?as de Antonio Laste.

--Ya estamos enterados de todo--le indic? D. Roque.--Vamos ? prisa, y despu?s hablaremos.

--Esta casa que ven ust?s toda quemada y hecha escombros--agreg? el cojo volviendo una esquina,--es la que ardi? el d?a 4, cuando D. Francisco Ipas, subteniente de la segunda compa??a de escopeteros de la parroquia de San Pablo, se puso aqu? con un ca??n, y luego...

--Ya sabemos lo dem?s, buen hombre--dijo D. Roque.--Adelante y m?s que de prisa.

--Pero mucho mejor fu? lo que hizo Cod?, labrador de la parroquia de la Magdalena, con el ca??n de la calle de la Parra--continu? el mendigo deteni?ndose otra vez.--Pues al ir ? disparar, los franceses se echan encima: huyen todos; pero Cod? se mete debajo del ca??n; pasan los franceses sin verlo, y despu?s, ayudado de una vieja que le di? una cuerda, arrastra la pieza hasta la boca-calle. Vengan ust?s y les ense?ar?.

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